Nadar sola. Acerca del viaje como experimento de trans-subjetivación en dos relatos de Matilde Sánchez
Swimming alone. The journey as a trans-subjetivization experiment in two tales by Matilde Sanchez
Pablo N. Pachilla
Universidad de Buenos Aires
CONICET
Argentina
pablopachilla@gmail.com
Citación: Pachilla, P.(2015). Nadar sola. Acerca del viaje como experimento de trans-subjetivación en dos relatos de Matilde Sánchez. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura 25 (2), 103-113. DOI: 10.15443/RL2509
Dirección Postal: Av. San Juan 270, 1º 40, CABA (CP: 1147).
DOI: dx.doi.org/10.15443/RL2509
Resumen: El presente trabajo analiza los relatos de Matilde Sánchez “Amsterdam, ‘79” y “Berlín, ‘86”, crónicas de viajes iniciáticos incluidos en La canción de las ciudades (1999). En ambos casos, la protagonista y narradora nos presenta el viaje como un experimento sobre la propia subjetividad, consistente en la inmersión y exposición del cuerpo propio y la lengua materna a una proliferación de signos urbanos extraños, habitando y habituándose a aquellas ciudades. Se propone aquí pensar dichas crónicas a partir de los conceptos deleuzianos de aprendizaje, percepto y afecto, y adentrarse en la composición de la canción en cuestión como una operación que involucra una temporalidad triple. El aprendizaje perceptivo, afectivo y lingüístico de los viajes remite a un pasado de la expectativa y a un futuro de la escritura, y los signos aprendidos se constituyen en notas de la canción de las ciudades solo en la resonancia entre los tres momentos.
Palabras clave: Matilde Sánchez - viaje - temporalidad - Deleuze - composición
Abstract: This paper analyzes Matilde Sanchez’s “Amsterdam, ‘79” and “Berlín, ‘86”, chronicles of initial journeys included in La canción de las ciudades (The Song of the Cities, 1999). In both cases, the main character and narrator presents the act of travelling as an experiment with her own subjectivity, consisting in the immersion and exposure of her own body and native language to a proliferation of alien urban signs, inhabiting and becoming habituated to those cities. We propose to think these chronicles from the Deleuzian concepts of apprenticeship, percept and affect, and getting into the composition of the song in question as an operation involving a triple temporality. The perceptive, affective and linguistic apprenticeship of the journeys sends both to a past of expectation and to a future of writing, and the apprehended signs are turned into notes of the song of the cities only in the resonance between the three moments.
Keywords: Matilde Sánchez - journey - temporality - Deleuze - composition
Aprender a nadar, aprender una lengua extranjera, significa componer los puntos singulares del propio cuerpo o de la propia lengua con los de otra figura, con los de otro elemento que nos desmembra, pero nos hace penetrar en un mundo de problemas hasta entonces desconocidos, inauditos. ¿Y a qué estábamos consagrados, sino a problemas que exigen hasta la transformación de nuestro cuerpo y de nuestra lengua?
Gilles Deleuze, Diferencia y repetición
1. Introducción
En Proust y los signos, Gilles Deleuze lee la Recherche como un Bildungsroman, donde lo que se busca es la verdad, la verdad es del tiempo, y el tiempo se envuelve en signos. El filósofo francés encuentra allí cuatro clases de signos, que se corresponden con la primacía de sendas líneas temporales: los signos mundanos, que implican un tiempo que perdemos; los signos amorosos, que involucran el tiempo perdido; los signos sensibles, que nos permiten recobrar el tiempo; y los signos del arte, que nos entregan un tiempo original absoluto que incluye a todos los demás (Deleuze, 1972:34). La verdad consiste en el sistema de complejas interrelaciones entre las diferentes líneas témporo-semióticas o crono-sígnicas. Pero dicho libro no es ni una teoría estética, ni una teoría del arte, ni siquiera una teoría de la literatura en general; es tan sólo una lectura de Proust, de lo que Deleuze encuentra en el escritor francés, acechado por sus propias obsesiones. Encontramos allí uno de los principales temas que preocuparon a Deleuze durante toda su vida filosófica: el tiempo y los signos como signos del tiempo –siempre con una obstinada desestimación por la semiología y la lingüística estructural. Pero desde luego, este análisis no debería extrapolarse universalmente, pensando que toda obra literaria debiera ajustarse a dicho modelo.
El núcleo filosófico del libro, sin embargo, su concepción de los signos y del tiempo, puede resultar útil para pensar los relatos de Matilde Sánchez. En efecto, “Amsterdam, ‘79” y “Berlín, ‘86” se dejan leer como sendos procesos de aprendizaje de los signos, aunque los círculos o mundos de signos no sean, desde luego, los mismos que en Proust. La germanología llevada a cabo por el personaje protagónico puede pensarse, así, como un modo de aquella “egiptología” propia del aprendiz de la que habla Deleuze (1972:12), en tanto aprender es siempre aprender algo del tiempo. Es esto lo que hace que el viaje tenga tanto interés para el personaje narrador: “todo viaje es el momento en que mejor se aprovecha el tiempo, o al menos la circunstancia que la memoria encuentra más fecunda, más pródiga en términos de experiencia.” (Sánchez, 1999: 30) Asimismo, podrían determinarse diferentes series de signos interpretados por la narradora, aún con sus mutuas imbricaciones y la particularidad de que, a diferencia de lo que sucede en la Recherche, todas estas series están igualmente presentes desde un comienzo, siendo todos los elementos presentes siempre signos de las ciudades, voces pertenecientes a ese coral misterioso. Aquella hermenéutica germanística personal de la protagonista, esa ciencia subjetiva y privada, constituiría sin dudas una esfera de signos; otra resultaría de la serie de impresiones que ella denomina “serie holandesa”. Los signos parecen entonces remitir a un significante toponímico, que sin embargo, en el libro resulta acotado con la no menor precisión temporal: no se trata de Berlín o Alemania ni de Amsterdam u Holanda, sino de Berlín y Amsterdam en ese preciso momento, tal como quedaron grabados en el cuerpo y la memoria, o impresos en la placa sensible de quien los experimentó, escritura mediante.
Pero acaso no resulte tan relevante separar las series de signos como señalar que en estos textos lo importante de los signos es siempre que se trata de signos urbanos. Las personas y el clima, las costumbres y la ropa, las ruinas edilicias y las marcas de civilizaciones, la luz y el estilo pictórico, la música y la gramática, los tonos y las maneras de hablar, todo es leído como formando parte de la misma canción, que se espera componer en el futuro y que leemos ya escrita, cuyo presente fáctico, en definitiva, no puede aprehenderse. Cuando en una entrevista le preguntan a la autora si lo que se narra no existe más, responde negativamente: “Existe en el libro. O finalmente, lo único que existe es la mirada. Se podría exagerar y decir que el objeto nunca existió, que fue alucinatorio” (Hopenhayn, 1999). Como sea, es claro que estas ciudades ya no existen como eran hace décadas; según la autora, quizás tampoco hayan existido en el pasado. ¿Dónde, en qué momento está entonces esa canción que el libro canta?
2. El cuerpo como caja de resonancia
Matilde Sánchez nació en Buenos Aires en 1958 y publicó hasta el momento cinco novelas, La ingratitud (1992), La canción de las ciudades (1999), El dock (2000), El desperdicio (2008) y Los daños materiales (2010), además de Historias de vida (1985), sobre Hebe de Bonafini, y la antología comentada de Silvina Ocampo Las reglas del secreto (1991). Participó, asimismo, en los libros periodísticos Evita. Imágenes de una pasión (1997) y Che. Sueño rebelde (2003). Desde 1982 se dedica al periodismo, ha dirigido el suplemento “Cultura y Nación” del diario Clarín y es actualmente editora de la revista “Ñ”.
La escritora presenta en este libro de sugerencias autobiográficas (acaso engañosas) un “método de lectura de la experiencia” basado en la aprehensión y constitución de series de impresiones, percepciones excepcionales de acontecimientos triviales, los cuales a su vez habrán de arrojar luz al ponerse en contacto con otros elementos. Este método, acompañado por una fuerte preocupación por el tiempo, va definiendo una mirada muy semejante a la del protagonista de à la Recherche du temps perdu, desde el Tercer Mundo y en el ocaso del siglo XX. Si como escribe Francine Masiello con respecto a la narrativa argentina de los años noventa, “[e]n el mundo posterior a la debacle, los sobrevivientes examinan su soledad y la ausencia de sentido, la paradoja de un cuerpo que siente pero que no puede recuperar el contacto necesario para tocar la experiencia de lo vivido” (Masiello, 2012:82), Matilde Sánchez lleva la apuesta por lo sensorial hasta un punto muy alto mediante la afirmación de un cuerpo deseante y deseoso de aprender. No se trata tampoco de un autodescubrimiento como una versión intelectual de la gesta del héroe. Sin embargo, el viaje aparece como un procedimiento al que la protagonista narradora se somete a sí misma con el objetivo de operar sobre su propia subjetividad a través de un aprendizaje en dos aspectos fundamentales: modificación del cuerpo a través de su exposición a hábitos ajenos, y encuentro de la lengua materna con la otredad del idioma alemán. En momentos fronterizos con un nuevo orden global, los relatos presentan una redención parcial en esta exposición de sí a un mundo otro.
“Amsterdam, ‘79” y “Berlín, ‘86” son dos de los ocho capítulos de La canción de las ciudades (1999), segunda novela de Sánchez, aunque su clasificación dentro del género “novela” resulta problemática. Cada capítulo lleva por título un toponímico y un año, otorgándole así la unidad espacial y temporal de un cuento. Pero mientras que algunos de ellos consisten en crónicas identificadas con experiencias pasadas de la narradora, en otros ––como los casos de Pirovano y Ushuaia–– la reconstrucción de los lugares se realiza de un modo parcialmente independiente de la experiencia de la primera persona del texto. En este sentido, el libro no se deja leer como puramente autobiográfico, aún entendiendo por ello no la remisión a la autora, sino tan sólo a la primera persona narradora inmanente.
Esta unidad espacio-temporal de las crónicas, sin embargo, se ve contrarrestada por su heterogeneidad estilística. Mientras que en algunos casos –como en el final de Canelones (1994)– se esboza un elemento fantástico o pesadillesco, en otros –como en Pirovano (1994) o en Ushuahia (1996)– se abre paso una voz que parece saber más que el lector, jugando con el peso de lo no dicho, en una prosa densa que indaga en modos de vida en su unidad profunda con un lugar –un poco al modo saeriano. En ellos, el peligro de la etnografía tal vez esté conjurado por el hecho de que las fabulaciones mitológicas son realizadas por los propios personajes, aunque el estilo sobrio de Sánchez no siempre lo resalte. En Uruguay, ese peligro ni siquiera se plantea dado el tono satírico que se propone desde el comienzo, la explotación de la comicidad de un provincianismo que es ante todo el correlato de la mirada caricaturesca del citadino. Me interesa, no obstante, detenerme particularmente en aquellos relatos que involucran la voz narradora de un modo más fuerte, no tanto por su presencia explícita sino por el rol de exposición que juega en ellos. En este sentido, si bien Alicante (1984) y Canelones (1994) se identifican con experiencias personales propias, acaso por explotar el costado humorístico de las situaciones, no se pone en juego allí el desarrollo de un aprendizaje presente en los relatos de Amsterdam y Berlín y mentado en el Prólogo como cualidad más propia de una novela. Allí se anuncia lo que el libro quisiera ser y, fundamentalmente, lo que no.
Me gusta pensar que cuenta la biografía de una voz, de sus tonos cambiantes: la historia de sus contagios. Pero se trata de una canción secreta, como cuando tarareamos para recordar una tonada antes de cantarla a los demás (Sánchez, 1999:7).
Historia de los contagios de una voz, como si el punto fuese la exposición de un cuerpo a una radiación o a un virus extraño y remoto, con el fin preciso de contaminarse, única manera de aprehender algo de eso otro: dejándolo entrar al propio cuerpo y a la propia lengua, lo cual, como todo acto de composición, supone una transformación simultánea de los elementos en juego, lo mismo y lo otro: ese entre parece ser el lugar donde se crea la canción. Por otra parte, se indica claramente que “la mirada del viajero suele ver una distorsión” (8). Esto es inevitable en todos los casos, pero a diferencia del relato etnográfico, que se maneja con el supuesto de una cierta objetividad del mundo desplegado en él, produciendo indefectiblemente “una imagen moralizante del otro” (8), lo interesante en los textos que nos ocupan es su focalización y amplificación –no exageración– de dicha distorsión, entendida en términos de un efecto, como la distorsión de una guitarra eléctrica. En el relato no subyace la hipótesis de un sonido limpio y claro –que conllevaría otro efecto y otros procedimientos– previo a la distorsión; lo que se tiene es esa canción ya originariamente distorsionada, aún en su primera donación, nunca como elemento superpuesto. Más aún: la canción distorsionada no estaba antes del cuerpo oyente. La melodía se va creando y desarrollando junto al crecimiento y la agudización del oído.
Hay otro elemento que agrega complejidad en el libro, y es que ese oído mismo tiene una prehistoria, puesto que ya escuchaba tonadas antes de las ciudades, en la lengua-dialecto singular de las viejas judías emigradas, voces con ecos llenos de otras voces, de canciones y de gritos. “Mi lengua materna”, escribe, “no había sido el castellano sino aquellas voces del Ampurdán transplantadas a un departamento de Buenos Aires […], de manera que mi primera lengua había sido puramente oral, un idioma que apenas recibía ese nombre, en cambio perpetuo” (106). Pero lo que eso indica es que también las ciudades estaban al comienzo, con sus tramas enigmáticas, sus opacidades y dislocaciones. En este sentido, Buenos Aires, que aparece poco en el libro, es también una ciudad de la serie, por más que para darse cuenta de eso haya que irse en busca de otras. La extrañeza, la peculiaridad, y sobre todo esa infranqueable indescifrabilidad que el personaje encuentra en las ciudades europeas, también arroja luz sobre su propia ciudad, aunque el sentido del posesivo se vuelva por ello mismo problemático.
Sin embargo, el punto central en Berlín y Amsterdam no es que “[e]sta descolocación funcion[e] como posibilidad de conocimiento y aprendizaje de lo más propio cuando el sujeto se ve afectado por la diferencia y la ajenidad”, como sucede en el caso de “Alicante, ‘84” (Saraceni, 2011; 2012). Mientras que esa caracterización parece ser válida para el relato familiar en tierras españolas, no lo es para los viajes iniciáticos a Holanda y Alemania, donde la descolocación funciona como condición de posibilidad del aprendizaje de lo ajeno o de lo otro, fundamentalmente en el cuerpo y en la lengua. Se va esbozando paulatinamente en estas crónicas viajeras, explotando en Berlín, la sugerencia de que la propia lengua es, en un sentido importante, ajena. Si es cierto –y bien parece serlo– que, como dice Derrida (1997), mi monolingüismo me constituye, me dicta hasta la ipseidad de todo, pero sin embargo no es mío, el experimento de habitar otra ciudad para habituarse a otra lengua parece constituir un ejemplo privilegiado de ello. Si ya cambiando mi cuerpo de lugar por un tiempo prolongado empieza a convertirse, a transformarse, poco depende de mí salvo la elección del lugar y la predisposición a aprender.
3. Viaje y temporalidad
La canción no sólo es temporal en sí misma, sino que además se crea en el tiempo y se crea en tres pasos. La escritora sostiene en una entrevista:
Empecé los relatos mucho después de haber viajado e imaginé los lugares donde iba mucho antes de llegar a ellos. Siempre hay una fantasía que precede al viaje y un lazarillo, que puede ser un libro, o un autor o un clima que quedó muy adherido a la resonancia de un lugar. […] Es en este sentido como aparece la canción. La música es anterior y evoca lo que vendrá. Yo me preparo y tengo la melodía antes de viajar. Hay un libro de Aira que me sugiere entender la canción como un ready-made del lugar. A diferencia del souvenir, que exige que uno se desplace para alcanzarlo, la canción es accesible, permite alojar la fantasía de un lugar (Hopenhayn, 1999).
Existe en primer lugar la anticipación, lo imaginado del lugar a ser visitado, esa “música anterior” que ya se relaciona con la ciudad en el modo de la expectativa, la fantasía y la espera. Una remisión en la que un ensamblaje chueco de representaciones borrosas es investido por una afectividad intensa. Todo viajero lúcido es perfectamente consciente de la nulidad referencial de dichas representaciones, de su carácter fantasmagórico, lo cual vuelve al asunto tanto más emocionante; pero su contrapunto debe ser el buen soñador que va a ver si la cosa está ahí. En el relato berlinés es especialmente presente una ética del viajero, opuesta tanto a la preceptiva glotona del turista como a la moral narcisista del etnógrafo. Prepararse para un viaje, disponer el ánimo para un lugar en particular ––no cualquiera, sino ése––, nada más distinto de las ganas de escapar para volver o de mirar desde afuera. Ya el previo trabajo de querer adentrar la mirada, mezclarse entre otros, sumergirse en un murmullo desconocido, todo eso pertenece ya al viaje. En el relato inicial e iniciático, Sánchez focaliza el vuelo a Amsterdam
esa sucesión de olores que después bastaría para llenarme de un temor vago y eufórico ––el temor de lo que se anticipa y la euforia por la inminencia del descubrimiento, esa mezcla, igual al olor de los materiales sintéticos y la comida calentada al vapor, como una fórmula química––, no sólo el preludio de toda aventura sino aquello que perseguiría por sí mismo, la evocación de fragancias más que el viaje, su traducción sensorial (Sánchez, 1999:13).
El segundo momento corresponde al presente del viaje, la vivencia. No es un instante sino un presente espeso, que contiene en sí su pasado y su futuro, desplazándose constantemente sin entender el motivo. Un instante es una abstracción; un presente real es, por el contrario, un presente viviente que dura y que se mueve. Como lo vieran ya Hume y Bergson y lo desarrollaran, entre otros, Merleau-Ponty y Deleuze, un presente concreto es el correlato de un cuerpo que sintetiza pasivamente. El recuerdo activo se vuelve sobre elementos pasados, la reflexión se desdobla sobre el presente y la planificación se arroja hacia un futuro esperado, pero para ello es preciso que ya haya de antemano un presente, un pasado y un futuro. Lógicamente anterior a esas facultades es pues la imaginación, que retiene un pasado de la memoria, lo enlaza con un presente de la percepción y lo prolonga hacia un futuro de la espera; pero se trata de una memoria, una percepción y una espera pasivas, cuyos elementos son unificados mediante una operación sintética que los identifica imaginariamente: en cuanto a su modo de operar, se trata del hábito (Deleuze, 2008). En la experiencia berlinesa de Sánchez, es el cuerpo vivencial que se deja resonar por las melodías, ritmos, timbres y modulaciones de la ciudad, su lengua y sus habitantes. Un cuerpo y una lengua materna que se transplantan adrede, se sumergen en otro hábitat con el único objetivo de funcionar como caja de resonancia. Y lo logran.
En la crónica holandesa puede verse cómo este momento, sin embargo, incluye ya el futuro, obligándonos a pensar un tiempo no cronológico.
Entonces supe, aún sin advertir todos los sentidos que la palabra convocaba, con esa inconsciencia habitual del escritor, que yo todavía no soñaba con ser, que la palabra misma, impresión, quedaría adherida a esa primera semana en el extranjero. Había algo que se imprimía en la materia dejando un registro de su contacto. Supe que en Holanda la luz sería la sustancia que lo fijaría en la placa del recuerdo (Sánchez, 1999:23).
La impresión remite ya al futuro de la escritura, y al futuro de la protagonista como escritora. También en la epifanía frente a los platos sucios en la casa de los squatters: “Miré la loza sucia, la jarra de vino y los restos de comida, las velas pegadas al marco de la ventana, ironías de una naturaleza muerta” (Sánchez, 1999:26). Habiendo previamente hablado de las naturalezas muertas en los museos, explicita ahora mediante esta alusión la transformación inmediata de su visión en arte. Todo lo que vivía era ya estetizado, y mientras aguzaba el oído como los perros paran las orejas frente a un ruido, enfocando un sonido entre otros hasta volverlo máximamente determinado, especial, ése y no otro, estaba ya cantando la canción de las ciudades.
El tercer momento corresponde al futuro, la cristalización de la canción. Esta ya era evocada, pero sólo con la escritura adquiere consistencia y solidez. El temprano libro de Deleuze sobre Proust no parece servir a este respecto; el filósofo francés esboza allí sin duda una idea que retomará una y otra vez, consistente en que la obra de arte culmina –en Proust– un proceso de aprendizaje, entregando un pedazo de tiempo en estado puro. Pero sus herramientas conceptuales no están aún lo suficientemente afiladas como para desarrollar esta noción, y así sólo le cabe utilizar el término “esencia”, de connotaciones muy alejadas a lo que se pretende mentar. No es el caso del tardío ¿Qué es la filosofía?, co-escrito con Félix Guattari (Deleuze & Guattari, 2009), donde los conceptos de percepto y afecto parecen reemplazar de un modo mucho más exacto aquello que es logrado con la consumación de la obra. Podemos decir, en esta línea, que aquello que se construye con y a partir de las experiencias de Amsterdam y Berlín en los relatos de Sánchez son bloques de perceptos y afectos entendidos en el sentido dado por Deleuze y Guattari: compuestos de percepciones liberadas tanto de su relación de inmanencia a un sujeto percipiente como de su presunta referencia trascendente a objetos, y tránsitos afectivos captados independientemente de los estados abstractamente fijos. Unidades de devenir expresables como singularidades o magnitudes intensivas: un azul, treinta y nueve grados centígrados, la modificación producida en el ambiente cuando entra ésa persona. Así, por ejemplo, el gris Holanda:
El cielo era de un gris que yo nunca había visto pero que después teñiría toda la experiencia, el gris Holanda. […] Así como existe un verde Nilo, un rojo Siena, un amarillo Abisinia, en los que el color no puede ser definido sino como nota singular de un ámbito, el que a su vez no cobra realidad sino como vibración precisa de ese color, su color, debía existir por fuerza un gris Holanda, un gris aguado de pizarra sin una pizca de azul, el venero de todas las nubes, más que un color un sesgo de la luz, la inclinación de los rayos filtrados, inmóviles, un telón pintado, cielo irreal que sólo existe en la convención de los artistas, o bien en este lugar y a esta hora (Sánchez, 1999: 15-18).
En su artículo “Historia y tarareo”, Christian Ferrer señala también tres momentos en el método de Sánchez, diferentes pero complementarios a los señalados. En primer lugar, un relevamiento de impresiones:
de cada ciudad han sido escamoteadas diversas «impresiones» que, absorbidas por el cuerpo, retornan animadas por un tarareo, esa plegaria de la evocación. Con las experiencias relevadas, que asumen la estructura espiritual del viajero, se ha elaborado una «ciencia íntima», estado de maceramiento de una formación del alma y de una pedagogía de los sentidos. El acopio de sensaciones, lenguajes, coloraciones, experiencias y ritmos se acrecienta entre Amsterdam y La Habana, primera y última de las estaciones del libro (Ferrer, 2000:219).
En segundo lugar, habría un refinamiento progresivo de dichas impresiones, dando lugar a “metamorfosis sensoriales” (Ferrer, 2000:219). Por último, una apuesta materialista: enriquecer las impresiones relevadas y refinadas con una perspectiva histórica y una conciencia crítica de las condiciones materiales de posibilidad de la ciudad.
Una tercera inquietud, quizás el «genio carnal» del libro, combina el relevamiento de impresiones y una conciencia aguda de la actividad material de la historia sobre las ciudades, gemas o caries del planeta, según el ángulo desde donde se las observe. Una «impresión» supone una teoría del alma que registra cómo una luz, un olor, un ritmo o un tono de la conversación contacta el ánimo con la materia urbana hendida por la historia. Berlín es complejidad lingüística cedente tanto como inmenso esfuerzo turco […] (Ferrer, 2000:220).
En este sentido pueden pensarse, no sólo las observaciones de la narradora aludidas por Ferrer con respecto a los inmigrantes turcos como los grandes reconstructores de Berlín, albañiles llegados de Capadocia utilizados como mano de obra barata, sino que prácticamente todo en la crónica berlinesa remite de un modo u otro a los restos de la Segunda Guerra. Desde la iglesia decapitada y el Reichstag hasta la lógica del ahorro y la “metafísica de los objetos” de Aurore Becker, todo –objetos y costumbres– está de algún modo anudado a ese trauma colectivo y a esa “época de estrecheces”. En cuanto a Amsterdam, puede pensarse en la relación establecida por el acompañante C entre la luz peculiar del lugar y la sensibilidad estética de los pintores flamencos, como si esa luz estuviese en su origen o hiciese nacer a la sensibilidad.
Esta luz, este anochecer precoz está en el origen de una sensibilidad, decía C, incluso de un estilo artístico. Era inseparable de los cuadros que colgaban en el museo –yo había imaginado la felicidad de cumplir con todos los ritos del peregrino cultural, quería como se dice empaparme de la vieja Europa, crónica y gastada por siglos de poderío, sumergirme en su pasado, mientras que C prefería sobrevolar el pasado (Sánchez, 1999:19).
En la cita previa se ve no sólo este costado “materialista”, a decir de Ferrer, sino también el carácter concreto de este materialismo, dado por su anclaje en la sensación y su aprehensión de un pasado sedimentado en lo sensible. La fascinación ejercida por Europa parece radicar en los relatos en cuestión en el enorme peso de ese pasado tal como ha quedado codificado en imágenes “gastadas”, es decir, marcadas por el tiempo.
4. Un método de lectura de la experiencia
El relato de Amsterdam comienza en el libro como un viaje iniciático, donde la narradora adolescente y su compañero tienen su bautismo al cruzar el Océano en busca de algo que no saben bien qué es: “Tomábamos aquel viaje como una exploración y un aprendizaje”; “Europa nos entregaría el secreto de un conocimiento” (Sánchez, 1999:12). En un punto, se trata de un caso típico de relato de separación del oikos y descubrimiento del mundo, enmarcado en la tradición de viajeros sudamericanos para “hacerse la Europa”. Pero ¿qué significa hacerse la Europa partiendo de un país como Argentina en el momento más violento de su historia reciente, y en un contexto mundial de transición hacia un nuevo orden global? No está ausente cierta ironía en la escritura del relato, que mientras narra la voracidad cultural y la búsqueda sensorial de dos jóvenes bohemios de clase acomodada, lo real político dejado atrás irrumpe bruscamente en la figura de Vaca Narvaja frente a la candidez de los alegatos de C.
Sin embargo, no se trata de la figura del intelectual decimonónico que verá en el “Viejo Continente” un modelo de sociedad digno de ser imitado en estas tierras. Si bien el regreso no es en ningún caso narrado, es de suponer que la protagonista no volverá nunca con un “conocimiento” en ese sentido, y ni las personas ni los tipos de sociabilidad europeos le inspirarán solemne respeto, sino que siempre serán objeto de la misma indagación mordaz y a veces cruel. Lo que aprenderá, será a partir de una visión de platos sucios, del color de un cielo, de caminatas y charlas. De este modo, lo que Europa le ofrecerá será ocasiones ricas para ejercitar su curiosidad, su percepción estética y su sagacidad empática.
La narradora no sólo describe, sino que constantemente asigna sentidos a lo descrito; pero en esta donación de sentido hay un exigencia enorme, que requiere un esfuerzo interpretativo. “Tenía el pelo cano en las raíces, aplastado en la coronilla, y llevaba un suéter tejido con restos de lana que le daba un aire de austeridad, el certificado de una pobreza que no sufría realmente, sino que era una actitud, un estado de atrofia o dejadez al que no parecía tener intenciones de sobreponerse” (Sánchez, 1999:66). Sánchez no se contenta con una lectura a sobrevuelo, sino que se exige a sí misma una agudización de la mirada para extraer de esas imágenes un sentido penetrante, de esos restos de lana, una actitud como modo de ser en el mundo.
Por otra parte, trasladarse al Berlín de 1986 supone un desafío grande, en tanto implica ir a un lugar que es fronterizo en más de un sentido. Temporalmente, está en los últimos años del Muro, límite entre dos universos. Estos dos universos también limitan en el Berlín occidental del ’86 limitan espacialmente en, “[u]na ciudad a distancia situada en un territorio enemigo, que llevaba el mismo nombre y hablaba la misma lengua, una isla duplicada en el océano continental” (Sánchez, 1999:61). Particularmente representativo es en este sentido la foto que se saca la protagonista con su amiga finesa Johanna, una a cada lado de Checkpoint Charlie, el puesto de guardia para cruzar mundos, en su caso, una vez por semana, fotos gemelas pero cuyo suelo responde a dos soberanías y a dos universos irreconciliables. Pero aún, para una argentina, Alemania está en la frontera con lo radicalmente otro. En un primer encuentro, el invierno y la lengua alemanas están casi al borde de lo invivible y de lo impronunciable; límite climático, ese invierno berlinés que se erige en uno de los personajes más nítidos del relato.Todas estas características parecen ser las condiciones perfectas para el desafío de aprendizaje que pretende el personaje, una ocasión privilegiada para la constitución de series.1
En la crónica de Amsterdam aparece teorizado por la narradora el procedimiento de constitución de series de impresiones.
Es enigmático cómo las sensaciones se van trenzando con el correr del tiempo. Hay un ir y venir del recuerdo, un lugar donde el pasado y el presente intercambian sus materiales y producen ese efecto de certeza que podría llamarse iluminación. Ese momento no está marcado por la alegría del hallazgo sino todo lo contrario, por la tristeza de una comprobación íntima, a veces irreparable. Es un destello de claridad asombrosa que de todos modos se esfuma apenas entrevisto. Se atrapa un cristal de pasado, se lo vuelve a perder. A esa percepción excepcional de situaciones triviales yo lo llamaba serie de impresiones (Sánchez, 1999:28).
Esa iluminación es lo que la protagonista parece buscar en sus viajes europeos, y aquello que resulta más pregnante de sus relatos.
En la red de series de mi memoria, como en la de cualquiera, siempre existió una línea especialmente productiva, la serie de impresiones holandesas. Durante años ésta absorbió detalles disueltos en la realidad, organizándolos en una cadena de recuerdos sostenidos a través de los años. La cadena iba hacia atrás y adelante respecto de su origen y llegaba a convertirse en un método de lectura de la experiencia. Así, aunque la serie estuviera regida por la nota del cielo blanco en el bosque de Breda, algunos de sus eslabones precedían el viaje a Holanda. En rigor, la serie comenzaba en el primer impacto del frío después del verano (Sánchez, 1999:28).
Este “método de lectura de la experiencia” es tal que le permite a Sánchez, como en la definición que Deleuze y Guattari dan del arte, arrancar perceptos a partir de las percepciones de objeto y de los estados de un sujeto percipiente, y afectos a partir de las afecciones como paso de un estado a otro. La visión o iluminación que la narradora buscaba desde el primer viaje, y que encuentra, actúa como un relámpago que quiebra con la buena distribución de las opiniones organizadoras para extraer fuerzas y devenires, en todo lo cual hay una gran similitud con la metodología proustiana, aunque con vuelta de tuerca nihilista. La narradora ya había anunciado que no se trataba de una “experiencia Proust”, aunque la razón no quedaba aún del todo clara. Lo explicita al relatar su tristeza frente al hecho de que el tiempo no se recupera, de que “la pérdida de tiempo no se pueda remediar, que ni siquiera la conciencia de su fugacidad ayude a reparar el derroche” (Sánchez, 1999:30-31). “Lo triste es que incluso los viajes sean un desperdicio” (Sánchez, 1999:31), escribe. Sin embargo, lo más curioso es que inmediatamente después hila esta reflexión nuevamente con la sensación conservada del viaje y, más aún, con la proyección del tono de luz descubierto en el viaje a Amsterdam sobre otros objetos. “El otoño en Amsterdam aún conserva una tristeza que se comunica a todas las cosas”. El procedimiento es complejo: a la sensación aprehendida en Amsterdam, que supone ese ejercicio de la impresión no como algo meramente pasivo, sino virtuosamente pasivo, que convertía ya las visiones en algo concreto de un modo extraño, algo asible en sí mismo y que resultaba importante o interesante más allá de su relación de referencia a objetos, esa sensación es a su vez ahora transformada en luz al ser puesta en serie con otros elementos, y nuevamente la música aparece como la estructura fundamental del procedimiento, puesto que se trata de la percepción de una nota o de un conjunto de notas, un acorde que es o que fue ese cielo gris, y se construye a partir de él una tonalidad de modo tal que él, a su vez, empape a otros elementos con su cualidad, aunque no sin verse él mismo transformado y puesto en escena cada vez de un modo nuevo.
Un tono es también una magnitud intensiva, una singularidad. Tal vez lo que le da su peculiaridad es su capacidad para extenderse cambiando, para camuflarse o disfrazarse en otros elementos, constituyéndose a sí mismo en este desarrollo. Así, el gris Amsterdam que se despliega como tónica o nota fundamental sobre los recuerdos de infancia de la Avenida Callao, sobre las percepciones presentes (“todas las cosas”) y sobre las anticipaciones de la vejez y la muerte. Ser el hilo que atraviesa todas esas perlas en un plano en el que coexisten el pasado, el presente y el futuro, eso es ser un tono. Constituye series metamorfoseantes extrayendo de la experiencia algo consistente, una suerte de monumento trans-temporal.
Esa serie, para una persona, nunca se cierra, porque sigue viva y por lo tanto siempre puede reaparecer, puede irrumpir su luz iluminando un momento cualquiera de la vida y convirtiéndolo en un nuevo eslabón de la cadena, haciéndolo formar parte de ella, lo cual mantiene a la serie necesariamente abierta hasta la muerte, final de todas las series. Así, la irrupción de la serie en el sanatorio, después del parto, en “Amsterdam, ‘79”, y la consiguiente fantasía de recluirse en un convento, que delata tanto los móviles previos a las experiencias viajeras como la intención a futuro de lo que se desea hacer con ellas. “Ya no volvería a viajar, perdería toda curiosidad por los otros para concentrarme en mi propio murmullo” (Sánchez, 1999:35). La fuerza de la serie es tal que, al ser puesta en relación de contigüidad con elementos de la simbología cristiana, estos se ven absorbidos por la serie, que conlleva ella misma una dimensión religiosa. También la serie alemana tiene su dimensión teológica, visible en la autopedagogía mediante la cual traduce pasajes de Las afinidades electivas, incorporando así vocabulario excéntrico o rebuscado, rindiendo tributo con sus “rosarios mnemotécnicos” a la religión del Hochdeutsch.
Es cierto que la muerte termina con la serie para quien la vivencia. Pero ¿no hay algo de cierto en la esperanza proustiana de conservar lo vivido mediante la obra, aunque ya no sea para uno mismo? ¿Y se trata solamente de que cuando la autora muera otras personas podrán leer o mirar esas impresiones que volcó en alguna parte de la naturaleza, un papel o un disco rígido, un pedazo de mármol, materiales en los que se imprime una huella? Porque, para que otros puedan a su vez aprehender esas huellas, la huella debe, de algún modo, estar ahí, en un sentido que no se limita a cada uno de los sujetos particulares, sino que rebasa todas esas vivencias, siendo la posibilidad radical y última de todas ellas, la existencia de la sensación en y por sí misma.
5. A modo de conclusión
¿Es posible ubicar La canción de la ciudades (1999) entre los textos de la así llamada “generación del noventa”? Francine Masiello denomina con ese término a una serie de escritores disímiles que van desde Fabián Casas (1965) hasta Lola Arias (1976), pasando por Martín Gambarotta (1968), Anahí Mallol (1968) y Guillermo Saavedra (1960), entre otros (Masiello, 2012). Marcados a fuego por el neoliberalismo de la pos-transición a la democracia, la flexibilización de las relaciones laborales y humanas, podrían leerse en sus producciones algunas características comunes transidas por el contexto cultural.
En este clima de ideas, no sorprende que, entre los textos literarios recientes, el movimiento adquiera tanta importancia. Se trata de una manera de ubicar el cuerpo en el mundo, de pedir que registre el entorno, presionándolo contra las materias primas, para que sienta la resistencia y la fricción del mundo físico y la realidad primaria de las cosas. Es un modo de hacerlo sentir. Así el cuerpo se encuentra viajando en dimensiones de alta velocidad o de lentitud cansadora. Abundan las figuras nómadas, pasando de un lado a otro (Masiello, 2012: 84).
Esta importancia del movimiento y la centralidad del cuerpo a través de todos los desplazamientos en el espacio se condicen con las características de La canción de las ciudades, aunque Sánchez (’58) pueda no pertenecer a esa “generación”. Sin embargo, Masiello también incluye en su análisis, por ejemplo, a Blanco nocturno (2010) de Ricardo Piglia (1941), con lo cual el problema parece trascender parcialmente las diferencias etarias. Escribe Masiello que
Quizás sea la labor del texto literario recuperar ese cuerpo ausente, insistir en que el fulcro de todo sentido esté centrado en ese cuerpo, llegar a identificar el extremadamente elusivo régimen de las sensaciones corporales sin la nostalgia, sin el pathos, sin la melancolía de antaño. Llegar a construir un cuerpo a través del denso enlace de cuestiones pertenecientes a la familia, el barrio, la ciudad. Llegar a construir un cuerpo que nos permita hablar desde la experiencia somática de nuestro presente actual. Aquí está la política de los textos, haciendo resaltar vínculos posibles entre letra y cuerpo y voz (Masiello, 2012: 101).
Esta “presencia del cuerpo en un momento detenido, un cuerpo que se vuelve a descubrir para estar plenamente en el mundo”, y sobre todo su vinculación con la voz describen elocuentemente La canción de las ciudades. Por otra parte, el contacto humano parece esencialmente transitorio, contingente y efímero: se dio el caso de que, las circunstancias llevaron a, o la situación nos puso a todos ahí. No hay más que eso de las relaciones humanas; están, después, las sensaciones provocadas por los otros, y el arduo y laborioso trabajo de observación de esos otros, pero siempre como una consecuencia de las circunstancias. Lo único que persiste es ese deseo irrefrenable de aprender, esa curiosidad. Y los verdaderos personajes literarios, lejos de ser la gente, son siempre las ciudades, en las cuales las personas son percibidas como elementos que pueden decir algo de ellas, aunque tal vez no más que las iglesias derruidas o el color del cielo; se trata de indicios, unos signos entre otros.
Pero habría que decir que sí hay en el texto nostalgia y melancolía, lo cual es anunciado desde el Prólogo. Además, la primacía de la sensación corporal no es, sin embargo, anclaje a un presente, como en el análisis de Masiello. Estos elementos hablan de un estatuto fronterizo en la prosa de Matilde Sánchez, ubicada entre dos generaciones pero, fundamentalmente, entre dos mundos. La complejidad de los procedimientos narrativos y el método de lectura de la experiencia a partir de series de sensaciones implican también cierto heroísmo en el acto de experimentar con la propia subjetividad al transplantarse a un elemento ajeno, fundamentalmente en la estadía berlinesa, lo cual requiere una determinación y una curiosidad que no abundan.
La imagen que nos presentan las crónicas de Amsterdam y Berlín es fundamentalmente la de una subjetividad que se sumerge: habita y se habitúa, para rumiar, para contraer hábitos, para albergar los ecos y dejar que el cuerpo propio resuene, hospedando lo otro. Se sumerge en el espesor infinito del mar de las ciudades sin pretender franquear totalmente su irreductible opacidad, pero sí haciendo su mejor intento por componer los movimientos de su propio cuerpo y de su propia lengua con las olas de esas aguas extrañas. Sumergirse en lo desconocido y descifrarlo, pero esa cifra no es un conocimiento, sino series de impresiones, perceptos y afectos que pueblan el libro y que nos invitan a, nosotros también, sumergirnos en su riqueza.
Bibliografía
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Deleuze, G. (1972). Proust y los signos. Barcelona: Anagrama.
Deleuze, G. & Guattari, F. (2009). ¿Qué es la filosofía?. Barcelona: Anagrama.
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Saraceni, G. (2012). La pertenencia rota: viaje y regreso en Matilde Sánchez. Caracol, 3, 29-45. Disponible en: www.revistas.usp.br/caracol/article/download/57679/60734 (consultado en julio de 2014). DOI: 10.11606/issn.2317-9651.v0i3p28-45.
Saraceni, G. (2011). La herencia dispersa en un relato de Matilde Sánchez. Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios, 19 (1), 79-93. Disponible en: www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/34246/1/articulo5.pdf (consultado en julio de 2014).
Simondon, G. (2015). Forma, información y potenciales. En G. Simondon, La individuación a la luz de las nociones de forma y de información (pp. 481-511). Buenos Aires: Cactus.
Notas
1. La tensión en esta díada cuerpo-ciudad es máxima, pero precisamente continúa siendo tensión y no se convierte en contradicción. Si pensamos la relación entre la protagonista y la ciudad al modo de lo que Simondon denomina una operación transductiva, esto es, tal que “avanza gradualmente, a partir de la región que ya ha recibido la forma y va hacia la que permanece metaestable” (Simondon, 2015: 501), es preciso que entre ambas haya una comunidad posible, puesto que “un germen estructural que se aparta demasiado de las características del campo estructurable ya no posee ninguna tensión de información por relación a dicho campo” (504). Siguiendo este esquema simondoniano, habría que pensar a la protagonista narradora como un campo vuelto metaestable en la etapa previa al viaje, y la proliferación de signos urbanos en el presente de la experiencia de aprendizaje como el germen estructural que afecta al cuerpo en cuestión.