Espacios heterotópicos: proyección de espacios como mecanismo de resistencia frente a la muerte totalizadora en la escritura de Fernando Vallejo
Heterotopic spaces: projection of spaces as mechanism of resistance against totalizing death in the writing of Fernando Vallejo
Citación: Silva, D. (2018). Espacios heterotópicos: proyección de espacios como mecanismo de resistencia frente a la muerte totalizadora en la escritura de Fernando Vallejo. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 28(1), 90-104.
Dirección Postal: Los Olmos nº 1280 [1], casillas 160-C. Correo 3, Facultad de Humanidades y Arte, Universidad de Concepción, Concepción, Chile.
DOI: dx.doi.org/10.15443/RL2808
Daniela Silva
Universidad de Concepción
Chile
daniesilva@udec.cl
Resumen: El objetivo principal de este artículo es demostrar que Fernando Vallejo, a través de una escritura transgresora y poseída por la violencia, manifiesta su rechazo frente al presente caótico, añorando y construyendo heterotopías que se oponen a la realidad imperante.
Para comprobar la hipótesis planteada anteriormente, se estudiarán dos textos autoficcionales del autor: El desbarrancadero (2001) y Casablanca la bella (2013). El análisis crítico implicará la aplicación de conceptos teóricos considerados fundamentales en el estudio literario. Además se acudirá a algunos artículos cuyas líneas investigativas se relacionan con la lectura propuesta en este escrito.
Palabras claves: Heterotopía - memoria - muerte - transgresión
Abstract: The main goal of this article is to demonstrate that Fernando Vallejo, through a transgressive and violent writting, shows his rejection of the caotic present, building and longing for heterotopias that stand against the prevailing reality.
To prove the previously presented hypothesis, two autofictional texts of the author will be studied: El desbarrancadero (2001) and Casablanca la bella (2013). The critical analysis will imply the aplication of theoretical concepts that are considered very important for literary study. Also, some other articles whose research line is related with the proposed reading in this writing will be consulted.
Key words: Heterotopia - memory - death - transgression
1. Introducción
El narrador de los textos autoficcionales de Fernando Vallejo establece saltos en el tiempo con diversas intensidades de velocidad, movilizado por la omnipresencia de la muerte, por el ejercicio rememorativo de la niñez y por la descomposición de la vida familiar, lo que termina por abolir las nociones temporales de pasado, presente y futuro. De esta manera, la voz autoficcional deviene anómala e ingresa a zonas de indiscernibilidad con la infancia añorada, con los animales amados y con la imperceptibilidad que se esconde tras la muerte.
2. Análisis
Las obras de Vallejo surgen desde una violencia recurrente que “lo abarca todo”, que está presente en todo recuerdo familiar” (Fombona, 2006, s/n) y enraizada en el escritor, quien nació y vivió su niñez siendo testigo de los cruentos hechos cometidos por los entonces líderes nacionales. El lenguaje narrativo, poseído por esta fuerza excesiva, igualmente se torna intenso y aniquilador; atacando y derribando sujetos e instituciones que se manifiestan como enemigos para Fernando, narrador y protagonista de los textos de Vallejo:
Detesto la samba. La samba es lo más feo que parió la tierra después de Wojtyla, el cura Papa, esta alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso. ¡Ay, zapaticos blancos, mediecitas blancas, sotanita blanca, solideíto blanco!¿No te da vergüenza, viejo marica, andar todo el tiempo travestido como si fueras a un desfile gay? En esas fachas te va a agarrar un día la Muerte. Las sambas del Gran Güevón envenenaban el aire y me enturbiaban el alma (Vallejo, 2001, p. 20).
La violencia es la potencia que impulsa las diversas manifestaciones1 de la muerte en la realidad colombiana. Esta energía, totalizadora y abarcante, se revela como un personaje central en los textos autoficcionales de Fernando Vallejo: “Con sus mullidos, aterciopelados pasos de silencio, sin levantar el polvo que la desidia de la Loca había dejado acumular, había pues entrado a mi casa, una vez más, la temida Muerte, mi amada Muerte, mi esperada Muerte, mi señora” (Vallejo, 2001, p. 50). La muerte no sólo se presenta en un nivel nocional en las novelas sino también en un nivel ficcional, puesto que circula libremente por los espacios, dialoga con Fernando y ejerce acciones trascendentales en el entramado novelístico vallejiano. Es por eso que desde aquí en adelante me referiré a esta presencia como Muerte, Parca ó Señora cuando sea tratada como una presencia central de los textos analizados.
Resulta interesante reflexionar sobre la problemática de la muerte, puesto que Vallejo enfrenta cara a cara al lector con la mortalidad: no sólo desde la distancia sino también desde la cercanía con la defunción de un ser amado. El ser humano no sufre ante el fallecimiento de un personaje público, el amigo de un conocido o un vecino, pero si padece la angustia de la muerte cuando la hora final alcanza al padre o a la madre.
Vladimir Jankélévitch se refiere en el texto La muerte (2001) a esta realidad y propone que es posible reconocer la importancia de esta sólo cuando nos alcanza, cuando la presentimos próxima: “También la muerte de un ser querido es casi como la nuestra, casi tan desgarradora como la nuestra; la muerte de un padre o de una madre es casi nuestra muerte, y en cierto modo es en efecto la muerte-propia” (2001, p. 38). A medida de que quienes nos acompañan desaparecen, ya sea por sucesos accidentales o naturales, vamos comprendiendo que llegará nuestro turno. La muerte de los progenitores, los antecesores, indica que la Parca acudirá a buscar a la siguiente generación: a los hijos, a nosotros, a mí. El peso de la mortalidad cae sobre nuestra existencia y recién entonces valoramos la posesión de la vida: “Morir es la condición misma de la existencia. Es el sinsentido que da un sentido a la vida” (Jankélévitch, 2004, p. 36).
El narrador protagonista de El desbarrancadero y de Casablanca la bella posee su libreta de muertos, en la que, adoptando el rol de secretario eficiente de su Señora, toma nota de cada uno de los seres que ha conocido y han fallecido; ya sea personajes públicos o íntimos. Uno a uno les va pasando revista y en esa acción rememora con dolor sólo a aquellos muertos que en vida formaron parte de su felicidad: la abuela Raquel, la tía Elenita, su perra Bruja, el padre, Darío, entre otros. El resto sólo es mencionado y utilizado para alcanzar la cifra deseada de muertos, único propósito declarado de la creación del objeto fúnebre. Este ejercicio escritural demuestra que la muerte cobra sentido cuando trastoca la familiaridad y que los desaparecidos son irremplazables para Fernando, porque sostienen una asociación forjada por las vivencias y momentos de plenitud compartidos.
Los muertos amados de Vallejo son insustituibles, la imposibilidad de encontrar en otros el bienestar que estos le otorgaban es absoluta. Fernando se presenta al lector, en El desbarrancadero, como el más afectado del núcleo familiar ante la inminente pérdida de sus consanguíneos. La madre, indiferente, espera el fin del esposo mirando telenovelas y el hermano menor, el “Gran Güevón”, sabotea la tranquilidad de Darío al escuchar música a todo volumen. Ambos personajes, odiados por el protagonista, son analogables con la sociedad colombiana que contempla inmutable los hechos funestos, consecuencias de la manifestación de la violencia destructora.
Jankélévitch propone que “para el médico, la muerte se vuelve rápidamente algo banal. Un muerto es rápidamente reemplazado. La vida tapa los agujeros poco a poco. Todo el mundo es reemplazable. Alguien desaparece y otro ocupa su lugar” (2004, p. 14). Dicho de otro modo, los sujetos que tienen contacto constante con la muerte normalizan el acontecimiento, comprendiéndolo como una etapa más de un proceso donde seres vivos nacen, viven y mueren. Así mismo sucede con los pocos sobrevivientes que rodean a Fernando, quienes habituados a las pérdidas de personas lejanas o cercanas, no padecen el sufrimiento profundo del personaje central que retornó desde México “al moridero” (Vallejo, 2001, p. 36).
Existe otro grupo de sujetos a los cuales la muerte no provoca grandes cuitas; tanto los creyentes que profesan religiones derivadas del cristianismo como musulmanes e hinduistas suponen que existe una vida posterior a la muerte, ya sea a través del alma que accede al Cielo o por medio de la reencarnación. La esperanza que ellos albergan se sustenta en la continuidad de la existencia y la posibilidad de reencuentro con los seres amados. Fernando está despojado de aquella ilusión, el final llega sin promesa de revocación para el hombre; antes de nacer estaba en la nada y al morir retorna al vacío absoluto. Jankélévitch, incrédulo al igual que Vallejo, sostiene: “Nuestra posición es ingrata, somos traídos injustamente a la existencia y todo lo que nos concierne es ingrato y difícil” (2004, p. 45).
La muerte, aquí equivalente a destrucción, no sólo despoja al narrador de sus seres amados; incluso arrasa con los espacios de la infancia y la juventud, los que el narrador exhibe como lugares en que vivió las únicas experiencias felices. Fernando, desposeído de toda riqueza, captura cada recuerdo evocado y acude a la remembranza para reconstruir imaginariamente las zonas del pasado, resucitando a los habitantes que lo acompañaron en los acontecimientos de dicha. El recuerdo es la puerta de entrada que Vallejo descubre para soportar el peso de la vida, auxiliándose en lo inexistente. La entidad narrativa “acude a la memoria y establece un pacto o alianza de solidaridad con el ausente” (Sepúlveda, 2015, p. 474).
La evocación, que se produce de manera involuntaria; es el advenimiento de un “recuerdo que irrumpe en el momento menos pensado” (Sarlo, 2012, p. 9) ocasionado por el contacto y la presencia de un espacio, un objeto o un sujeto que formó parte de una vivencia pretérita inolvidable. La experiencia recordada debe entenderse entonces como fundamental en la construcción de la identidad e historia del individuo. Los acontecimientos placenteros del pasado que irrumpen en el pensamiento del ser humano le permiten volver a experimentar sentimientos agradables, razón por la que la aparición del olvido es indeseada. Pero la evocación no sólo ocasiona el retorno de hechos felices, sino que también facilita la invasión de aquellas vicisitudes traumáticas que dejaron huellas dolorosas en un sujeto que sólo anhela no recordarlas.
El protagonista de las autoficciones de Vallejo es atacado constantemente por sucesos vivenciados en la niñez y en la juventud, para él “el pasado es inevitable y asalta más allá de la voluntad y de la razón” (Sarlo, 2012, p. 159). Las experiencias, tanto alegres como desoladoras, determinan la personalidad nostálgica del personaje que ansía volver a vivir un pasado que se impone al presente quebrantado pero que, al mismo tiempo, soporta el dolor de una historia traspasada por la violencia.
Unos cuantos libros se habían caído de los libreros y eso fue todo.
-A que no saben qué se ponía a hacer la abuela cuando temblaba- dije por decir para que no volviera el silencio.
-A rezar el Magníficat- contestó Darío.
¡Qué bien te acordaste, hermano! Te evoco ahora con ella a mi lado de niños en el corredor delantero de Santa Anita florecido de azaleas y geranios, y en sus zunchos colgantes el heno, las alegres melenas, que se mecían al vaivén de la furia de la tierra que no era más que la sinrazón del cielo.
-Ay, niños, dejen de moverme la mecedora que me van a marear- decía la abuela.
-¡Si no la estamos moviendo, abuelita! Es que está temblando.
-¿Temblando? ¡Ay!- gritaba como si la hubiera picado un alacrán (Vallejo, 2001, p. 37).
El temblor ocurrido el día de la muerte del padre es el hecho que desencadena la evocación de una vivencia de la infancia que Fernando recuerda con añoranza. La compañía de la abuela y del hermano Darío, en la finca Santa Anita, es deseada por el sobreviviente, quien en su soledad extraña todo lo que ha sido arrasado por la violenta modernización y escamoteado por la Muerte, aquello que se ha vuelto irrecuperable e irremplazable:
El desbarrancadero debe leerse como una novela cuya materia narrativa está constituida por un proceso inconcluso e incompleto de reconstrucción del pasado, a través de los mecanismos estructuralmente limitantes de la narración. Este proceso se desarrolla mediante el recuento que el narrador hace de los últimos días que ha pasado con Darío, su hermano agonizante. Por medio de este recuento se busca construir un espacio de significación simbólica con el cual asegurar la preservación de lo que está a punto de perderse con la muerte (Hernández, 2015, p. 158).
La remembranza es un ejercicio consciente en que el individuo acude a la memoria para alcanzar un propósito determinado. Entre dichas finalidades están “luchar contra el olvido, arrancar algunas migajas de recuerdo a la “rapacidad” del tiempo, a la “sepultura” en el olvido” (Ricoeur, 2000, p. 50) y construir la historia de un individuo, cultura o nación. El sujeto recurre al pasado para renegar de su realidad; es decir, el narrador/personaje/protagonista apela a eventos ya acaecidos para dar forma a su identidad. Las acciones y decisiones personales, presentes y pasadas, le otorgan su individualidad. La elaboración que el sujeto narrativo realiza de un suceso ocurrido en el pasado depende de la importancia que se atribuya a los detalles y obedece a los intereses que se posean. Fernando Vallejo sin duda alguna alcanza las intenciones antes mencionadas, sin embargo el fin esencial y que este persigue es encontrar auxilio en el pasado.
El recuerdo conduce a un pasado que se configura desde la realidad contemporánea de los sujetos. Estos esbozos indican que los sucesos pretéritos pueden asimilarse según dos posibilidades: auxilio o condena. El primero de ellos, el auxilio, se condice con la plenitud que ofrece al sujeto recordar experiencias felices de un tiempo ya inexistente, en el que encuentra un lugar de acogida frente a un presente caótico. La condena, en cambio, deriva en la evocación de los escenarios del pasado como mecanismo de reconstrucción de una actualidad inestable y como ejercicio expiatorio de acciones condenables por la sociedad. En consecuencia, se determina que no existe posibilidad de que el presente se asuma como un tiempo favorable respecto del pretérito.
El autor colombiano “obsesivamente reescribe el pasado desde el punto de vista del presente” (Hernández, 2015, p. 162). A partir de los eventos actuales, que son mostrados como deplorables y funestos, y que son representados simbólicamente a través de la Parca dominadora de Casaloca, se contraponen los sucesos prósperos y de plenitud acaecidos en la niñez, representados por la finca de los abuelos. Santa Anita es la antigua morada de los seres amados, de los muertos; Casaloca, por el contrario, es la zona habitada por los vivos que están contantemente amenazados por la Muerte. Fernando se moviliza y habita ambos reinos, transportándose mediante los recuerdos que unen ambas temporalidades: “Los lugares habitados son, por excelencia, memorables. La memoria declarativa se complace en evocarlos y en contarlos, pues el recuerdo está muy unido a ellos” (Ricoeur, 2000, p. 64).
Fernando, expropiado de todo vestigio de felicidad, reconstruye imaginariamente Santa Anita y edifica, en el contexto autoficcional, una nueva morada para sus muertos: Casablanca la bella. Tal y como quien manipula una matrioska2, el lector ideal de las novelas de Vallejo descubre la existencia de distintos espacios fundados por el narrador en El desbarrancadero y comprende que el texto Casablanca la bella es la proyección de un territorio sublimado por el personaje-arquitecto.
Una evocación, independientemente del origen del que provenga, extiende un espacio imaginario. Dicho territorio tiene límites que lo separan de otros lugares posibles de existir e impide la entrada a extraños. El espacio fundado en el intervalo del no-tiempo se rige por las normas establecidas por un único habitante, quien escoge la función que desempeñará en aquella zona perfecta donde es posible cumplir los anhelos imposibles de realizar en el espacio común.
Propongo que los territorios desplegados en los relatos de Fernando Vallejo se constituyen fundamentalmente como espacios heterotópicos, lugares que se oponen a las zonas de la realidad contemporánea de Colombia. Para comprobar esta afirmación recurriré a los planteamientos de Michael Foucault expuestos en el texto El cuerpo utópico. Las heterotopías (2010).
La literatura, sin importar el género o tipo, representa diversos espacios habitados e imaginados por personajes que se movilizan dentro del mundo ficcional, transitando desde un escenario a otro y experimentando los acontecimientos que organizan el relato. Las zonas descritas por el narrador pueden ser localizadas por el lector en el universo real o bien no tener ubicación y constituirse como un mundo más de los otros tantos creados por la ficción.
El ser humano, asimismo, puebla diferentes lugares destinados a ciertos fines, imagina sitios quiméricos y delimita espacios que se configuran de acuerdo a las reglas instauradas por el individuo, el hombre “es arquitecto, ‘proyectista’ y artífice de su espacio y de las posibilidades de su mundo” (Giraldo, 2004, p. 15). Aquellos distritos inexistentes e imposibles de erigir en la realidad, no son otra cosa que utopías, mientras que los territorios que se oponen a estos lugares imaginarios que han sido constituidos socialmente e íntimamente por el hombre para cumplir ciertos propósitos son denominados por Foucault como heterotopías:
Así, pues, hay países sin lugar e historias sin cronología; ciudades, planetas, continentes, universos cuya huella sería muy imposible detectar en ningún mapa ni en cielo alguno, muy sencillamente porque no pertenecen a ningún espacio. Sin duda esas ciudades, esos continentes, esos planetas nacieron, como se dice, en la cabeza de los hombres o, a decir verdad, en el intersticio de sus palabras, en el espesor de sus relatos, o incluso, en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de sus corazones; en pocas palabras, es la dulzura de las utopías (Foucault, 2010, p. 19).
Las heterotopías son zonas que impugnan a otros territorios, espacios “absolutamente distintos: lugares que se oponen a todos los otros, que están destinados de algún modo a borrarlos, a neutralizarlos o purificarlos. Son de alguna manera contraespacios” (Foucault, 2010, p. 20). La construcción de las heterotopías respondería fundamentalmente a tres propósitos: agrupar a los ciudadanos según su conducta, etapa de vida y función; la delimitación de un espacio que asegure intimidad para el surgimiento libre de los pensamientos y emociones; y la contravención de un sujeto que rechaza el funcionamiento del mundo actual.
El laboratorio y la biblioteca permiten que el individuo genere reflexiones significativas en un ambiente propicio para el pensamiento. El dormitorio otorga la libertad para la realización de acciones íntimas como la desnudez, la aparición de ensoñaciones y el florecimiento de emociones. Los contraespacios públicos o privados que cumplen con características similares a las de los espacios descritos anteriormente y que persiguen el crecimiento social, intelectual y espiritual de los sujetos; son trascendentales en la construcción de su personalidad e identidad.
El hospital y el manicomio tienen como función la recuperación y el resguardo de los enfermos, pero además evitan posibles contagios al prohibir el contacto con el resto de la población. También está el asilo, edificio que cobija a los ciudadanos que ya vivieron la etapa de vida funcional y útil. La cárcel, la escuela y el regimiento son espacios habitados por sujetos que necesitan ser encauzados y adiestrados para convivir con el resto de la sociedad, aceptando y respetando las normas impuestas por la comunidad. Todos los emplazamientos aquí mencionados y otros que cumplen con proyectos similares se establecen como heterotopías de crisis biológicas y heterotopías de desviación:
Esas heterotopía de crisis, desaparecen cada vez más, y son reemplazadas por heterotopías de desviación: es decir, que los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las playas vacías que las rodean, son más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento es marginal, respecto de la media o de la norma exigida (Foucault, 2010, p. 22).
Las heterotopías de crisis son lugares habitados por una parte de la población, categorizada según edad, etapa o estado. Las zonas consideradas “primitivas” (Foucault, 2010, p. 22) por Foucault tienen la finalidad de reunir a los sujetos que estén atravesando una situación biológica temporal, como por ejemplo la pubertad o el embarazo. Estos contraespacios prácticamente han desaparecido y han sido sustituidos por zonas pobladas por personas que se han extraviado de la normatividad. Las heterotopías fundadas por individuos que rechazan los espacios habituales aparecen como zonas que contravienen las reglas establecidas por una cultura normalizadora o bien como una estrategia de impugnación de territorios que operan de acuerdo a fundamentos que se oponen a las ideologías de los individuos rebeldes.
Las finalidades de la edificación de las heterotopías y una posible clasificación de estas no niega la existencia de múltiples contraespacios habitados por un mismo ser que se moviliza desde un lugar a otro: “La heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente, serían, deberían ser incompatibles” (Foucault, 2010, p. 25). Tampoco hay una norma que establezca que dicho territorio sea invariable e inmutable; una heterotopía se puede originar, cambiar, ser destruida y reconstruida.
El desbarrancadero y Casablanca la bella son textos que describen los territorios fundados y transitados por Fernando Vallejo. El protagonista de las autoficciones despliega diversos mundos en los que acontecen experiencias trascendentales de su vida y que determinan la identidad inestable que lo caracteriza. Los territorios instaurados son ideales para la ejecución de las acciones que delimitan cada etapa de su vida y para el cumplimiento de las intenciones que Fernando posee.
Esto es lo que quiero decir. No se vive en un espacio neutro y blanco; no se vive, no se muere, no se ama en el rectángulo de una hoja de papel. se vive, se muere, se ama en un espacio cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas oscuras, diferencias de niveles, escalones, huecos, protuberancias, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables, porosas (Foucault, 2010, p. 20).
Fernando Vallejo anhela vivificar aquellos sucesos de la infancia que acontecieron principalmente en la finca fundada por los abuelos: Santa Anita. El deseo que manifiesta por recuperar el espacio que para él simboliza la felicidad se evidencia en gran parte de sus textos, en los cuales Santa Anita es invocada y rememorada por el narrador, quien la describe como el lugar idealizado que posibilita una existencia plena: “el corredor delantero de Santa Anita se constituye en un umbral temporal que le permite al narrador ir y venir en el tiempo y trasgredir la muerte” (Musitano, 2015, p. 170). El recuerdo moviliza a Fernando desde el presente al pasado, permitiéndole recuperar en ese tránsito los elementos que le otorgan auxilio:
Venían de México por el camino de entrada de Santa Anita en dos carros, con los faros rompiendo la oscuridad. Pero en el corredor nosotros no estábamos a oscuras, no: iluminados[…] Nos íbamos ya a dormir cuando llegaron. Venían cargados de juguetes. Maromeros de cuerda que daban volteretas en el aire… Jeeps con llantas de caucho, o sea de hule… Sombreros de charro para niños y para viejos… Una foto de mis papás en La Villa manejando avión. Las trescientas sesenta y cinco iglesias de Cholula. Un tren eléctrico. La Virgen de Guadalupe. Pocas veces he visto brillar tan fuerte, enceguecedora, la felicidad (Vallejo, 2013, p. 70).
La finca Santa Anita se opone al presente, tiempo en el que los espacios se presentan dominados por el desorden y el caos. Es factible conjeturar, tras la lectura de los textos de Vallejo y su relación con los elementos aquí abordados, que la plenitud se recupera en el pasado. El presente es un tiempo trastornado y el futuro una temporalidad incierta, pero destructora. De acuerdo con el análisis efectuado y los planteamientos de Michel Foucault, se propone que Santa Anita es el único territorio no heterotópico en la literatura de Vallejo puesto que resurge quiméricamente en el recuerdo de Fernando como una zona idealizada. El espacio emplazado es descrito de manera minuciosa por el narrador y se devela como un territorio próspero en contraposición a la casa habitada por la familia Vallejo Rendón en el presente colombiano:
Santa Anita no es una santa, es una finca. De cuatro cuadras con naranjales, guayabales, limonares, pesebreras, pastizales, cafetales, una casita para el mayordomo y un caserón para nosotros, de corredores florecidos de novios y geranios y azaleas por los que sopla desde Itagüí y Envigado la felicidad, más vacas, gallinas, caballos, búhos, murciélagos, culebras, perras que se llamaban todas Catusa, perros que se llamaban todos Capitán, loros que se llamaban todos Fausto, y un turpial que respondía al nombre de Caruso pero cantaba bambucos colombianos (Vallejo, 2013, p. 25).
La existencia de árboles frutales ofrece, todo el tiempo, bienes naturales a los pobladores; naranjales y guayabales reafirman que no padecerán hambre mientras los jardines y huertos se conserven. Los animales, concebidos tradicionalmente como productores, garantizan la permanente provisión de alimentos a los moradores y visitantes de la finca. La riqueza que simboliza Santa Anita se opone completamente a la miseria representada por Casaloca, vivienda donde no hay ni comida ni café, hecho que mantiene a los habitantes en una permanente disconformidad que condiciona el surgimiento de la violencia.
El hambre, el desorden y la locura son características a las que acude constantemente la voz en el relato para describir el caos que rige las experiencias actuales vividas por los integrantes de la familia Vallejo Rendón. Es interesante hacer hincapié en que la figura que promueve el sistema de vida deleznable en el hogar es la madre, integrante del núcleo íntimo que de acuerdo a lo socialmente establecido debe apelar por el orden, cobijar a los hijos y procurar el bienestar emocional, y físico de estos. El rol que cumple la madre en el mundo narrado se invierte, comportándose como una figura que contraviene las normas instauradas en la actualidad, mientras que la abuela Raquel encarna todas las cualidades de una matriarca protectora en los sucesos memorables de la infancia.
La madre loca, dueña de Casaloca, conduce irremediablemente a los moradores a la insania, “el hogar deviene en manicomio, entonces la cordura deja de ser el eje que gobierna la casa. Lo mismo podría decirse de la nación, el mismo narrador plantea que su hogar es una Colombia en chiquito”(Sepúlveda, 2015, p. 469). La residencia del presente alude a la actual nación colombiana, a la madre patria quien, incitada por la violencia y la muerte, se conduce irremediablemente hacia el desbarrancadero.
Santa Anita ostenta vitalidad. Los árboles frutales, la vegetación, los ríos que la circundan, las montañas que la rodean, los pájaros que la sobrevuelan y el viento que atraviesa el corredor principal; permiten al lector elaborar una imagen vitalista de la propiedad. La presencia frecuente de los nietos es otro aspecto que suscita una visión vigorosa del predio, los niños que visitan a los abuelos se movilizan protagonizando aventuras y jugarretas típicas de muchachos sanos y ávidos de nuevas experiencias: Santa Anita les asegura lozanía, plenitud y felicidad. Casaloca, inversamente, es un moridero: un territorio destinado a los que tienen que morir. En este espacio gobernado por la Señora Muerte no hay promesa de futuro, sólo hay lugar para la desdicha.
Para poder reconstruir el espacio de la niñez se vale de los habitantes fantasmales de la finca. Las personas amadas y los animales adorados son necesarios para el despliegue del lugar heterotópico y son integrados a la fantasía que acoge al narrador. Es decir, la presencia de los muertos es ineludible porque comparten experiencias significativas con Fernando, quien recurre permanentemente a la memoria, utilizando a los que ya han desaparecido para recuperar el discurso y las acciones de estos con el propósito de erigir íntegramente la utopía: “Los muertos son muy obedientes, dicen todo lo que se les hace decir, no hay más que servirse de ellos” (Jankélévitch, 2004, p. 105).
La edificación de heterotopías “es una constante de todo grupo humano” (Foucault, 2010, p. 21). La sociedad está integrada por sujetos que se desenvuelven de acuerdo a su propia identidad; así como hay individualidades disímiles en una comunidad, también existen diversos espacios que se originan según el deseo personal de cada sujeto. Las heterotopías desplegadas por estos no funcionan sobre la base de la normatividad tradicional; esta establece que ciertos aspectos y conductas son aceptables si se condicen con las leyes morales y socio-culturales, en tanto otras son rechazables si las acciones traicionan dichas normas.
El individuo distribuye los elementos de la heterotopía como desea. Las normas del contraespacio pueden regirse desde la zona del bien o del mal. La elección dependerá de quien acceda a esos espacios y de los objetivos que sea necesario conseguir para alcanzar la plenitud. El sujeto puede deshacerse de la conciencia y de la moral para concretar sus sueños en el nuevo territorio, y es allí donde accede a la posibilidad de crear su propio universo transgresor.
El bien y el mal son dos polos contrarios que se complementan. Un hombre que adscribe al primero es aquel que se somete a las exigencias de una sociedad regulada y que resguarda el orden para que no se subvierta. Su enemigo será aquel que se rige por la perversión, portador del germen de la perturbación. El desbarrancadero y Casablanca la bella son textos que muestran espacios distópicos que se categorizan como zonas regidas por el mal, puesto que los creadores de dichos territorios son sujetos traidores3 que violentan las imposiciones sociales:
Porque si la utopía es la descripción de un mundo cuya felicidad resulta de la anulación del otro, la distopía se desarrolla a partir del residuo que deja su supresión. Por eso, el protagonista de la distopía es un “traidor al mundo de las significaciones dominantes y del orden establecido” (Deleuze y Parnet, 1997, p. 51). En el género utópico, la distopía es literatura menor, pues siempre busca escaparse de las significaciones definitivas y únicas (Alonso, 2005, p. 35).
Casaloca, “el infiernito que la Loca construyó” (Vallejo, 2001, p. 4), es una heterotopía no creada por Vallejo, sino por su madre: un personaje que se mueve transgresivamente si se analiza desde un punto de vista prototípico. Lía Rendón es una madre irresponsable que no se preocupa por la alimentación de la familia, tampoco de mantener el orden y la limpieza del hogar; es un ente que promueve el desorden, el desbarajuste y la violencia. Los habitantes de la casa deben suscribir a la manera de vida anómala impuesta por una matriarca que reacciona de modo indolente frente a los sucesos funestos y desgraciados que proliferan en el lugar.
Lía personifica a una madre patria que ha dado la vida a muchos hombres y mujeres, pero que no se ha preocupado ni de alimentarlos, ni de protegerlos. Los ciudadanos, esclavizados, tienen que cumplir sus labores sin esperar que la nación les otorgue algún beneficio significativo, la retribución de la patria es violencia y destrucción: “La madre es una vagina destructora, paridera, y castradora que viene a desordenar la casa y el mundo, como Colombia que no deja de reproducirse, y con ello reproduce los pobres y la violencia” (Musitano, 2012, p. 4). Así como la nación no ha dejado de engendrar colombianos decadentes; la madre de la familia Rendón nunca detuvo, voluntariamente, la reproducción de hijos condenados al caos:
Era una saludo indirecto para mí, su primogénito, el recién llegado que ni la determinaba pues desde que papi se murió la había enterrado con él, como a una fiel esposa hindú. ¡Hermanitos! ¡Que se quieren! Como si durante medio siglo el espíritu disociador de esta santa no hubiera hecho cuanto pudo por separarnos, a Darío de mí, a mí de Darío, a unos de otros, a todos de todos ensuciando cocinas, traspapelando papeles, pariendo hijos, desordenando cuartos, desbarajustando, mandando, hijueputiando según la ley del caos de su infierno donde reinaba como la reina madre, la abeja zángana, la paridora reina alimentada de la jalea real (Vallejo, 2001, p. 8).
El moridero, distopía creada por la Loca, es un espacio que se exhibe de manera degradada frente a Santa Anita, residencia de la infancia que se proyecta como una zona perfecta e idealizada. Las acciones que se ejercen en Casaloca son ejecutadas de acuerdo a principios que contravienen la normas designadas por la sociedad, razón por la cual los habitantes de la casa se constituyen como infractores de las normativas imperantes. Lía Rendón es ente creador de un espacio contrautópico que gobierna de acuerdo a su ideología, al igual que Fernando Vallejo; establece un nuevo orden y propone una manera no convencional de concebir la plenitud y la existencia.
Fernando y Darío eran cómplices de aventuras. Los hermanos, amigos desde la infancia, compartían muchachos, consumían drogas juntos y eran jóvenes desinhibidos que asumían su homosexualidad de forma liberal. La alianza incondicional que sostenían les concedió la libertad de configurar más de una heterotopía íntima que acogiera sus fantasías eróticas e incluso homicidas. El Studebaker es una de las distopías que fundaron juntos, utilizándolo para cumplir todo tipo de deseos.
¿Si te acordás, Darío, del Studebaker, envidia de Medellín? La cama ambulante lo llamaban, y se le revolvía el saco de la hiel a esa ciudad pobretona donde sólo los ricos tenían carro […] Por este mismo bario de Buenos Aires por donde voy ahora bajando y entrando a Medellín, ¡cuántas veces no subimos de salida en ese Studebaker cargado de muchachos! Liberados de la ciudad y de su maledicencia congénita, a la vera del camino, bajo la luz de la luna y la turbia mirada de Saturno, con el primer aguardiente y en la primer parada se iban quitando la ropa. Un arroyito tintineante cantaba cerca, y mugían las vacas. Muuuu, muuuu, muuuu…¿Si te acordás, hermano? Darío: cuando pasen cien años, que son nada y se van rápido, vas a ver que esta sociedad miserable nos va a levantar una estatua (Vallejo, 2001, p. 53).
Fernando y Darío, al enunciar su atracción hacia personas del mismo sexo, infringen las reglas morales. Los hermanos expresan sin reparos un odio acérrimo hacia las embarazadas, sentimiento que engendra en ellos el anhelo de atropellarlas con el automóvil. Tanto la homosexualidad exacerbada como la repulsión hacia las mujeres que procrean se constituyen como comportamientos atípicos que los ubican como personajes transgresores de El desbarrancadero.
Vallejo le asegura a su hermano que en un futuro levantarán un monumento en su memoria. El vaticinio se cumple en la medida que la homosexualidad deja de ser un tema tabú en el mundo contemporáneo. Las diversidades de género, que antes eran creídas minorías, dejan de ser violentadas y, tras una larga búsqueda de aceptación e igualdad, los que antes se consideraban infractores de las normas son actualmente admitidos en la sociedad. Este cambio de paradigma tiene por consecuencia la destrucción de antiguas heterotopías, espacios ocultos, apartados y prohibidos; y viabiliza la aparición de nuevos territorios visibles donde la convivencia y las acciones de los homosexuales se desarrollan en áreas que ya no se sitúan en la periferia, sino que se integran al núcleo de la urbe.
El análisis realizado a las diversas heterotopías inventadas por la escritura de Vallejo, confirma que los contraespacios, tal como sucede con la ciudad, mutan y se transforman. La variación se produce porque las necesidades e ideologías de los sujetos cambian, estableciéndose nuevos principios que determinan la categorización de los individuos como buenos y malos. Surgen ilimitadamente “territorios otros, desconocidos, sobre los que se procederá a construir […] a rediseñar el espacio y a proponer nuevos escenarios, midiendo nuestro potencial, con el objetivo de influir posteriormente, con eficacia, en la ciudad y sus imaginarios, en su estructura física y atmosférica, en sus ritmos” (Valencia, 2010, p. 118) para garantizar en alguna medida la felicidad.
El desbarrancadero no debe ser comprendido sólo como un texto crítico en que se opone la plenitud del pasado a la infelicidad del presente colombiano, sino que además como un relato que intenta exteriorizar los padecimientos de la enfermedad y la relación de los personajes con la muerte. El narrador de El desbarrancadero muestra muchos contraespacios significativos que contribuyen a comprender el valor de la autoficción, sin embargo hay una heterotopía que confirma la alianza resistente que sostienen Fernando y Darío, unión que trasciende la muerte: el patio de Casaloca.
Vallejo, autoexiliado de Colombia, retorna al país cafetero sólo cuando es amenazado por la muerte de dos personajes importantes, figuras cuyas vidas ayudan al protagonista a soportar el peso de la existencia: el padre y Darío. Aunque ambos familiares son elementales para sobrellevar la vida, la pérdida de Darío es más significativa puesto que este se constituye cómplice de Fernando en las experiencias que modelan su identidad. “En diferentes episodios, Darío y Fernando se presentan abiertamente como figuras complementarias y paralelas que comparten en múltiples ocasiones momentos biográficos análogos, sucesos que los afectan simultáneamente en lugares distantes, heridas o accidentes similares, sueños compartidos, etc.” (Hernández, 2015, p. 160).
Cuando Fernando regresa a la casa familiar para acompañar a su hermano en la agonía, lo encuentra afuera, en el patio. Allí, solitario y apartado del resto de los habitantes, padece las dolencias que ha provocado el síndrome. La diarrea y los sarcomas que atacan el cuerpo del enfermo le otorgan una apariencia horrible y se perciben como huellas innegables de una afección que ha invadido todos los sistemas del contagiado. El protagonista, impactado ante la decrepitud del hermano, se convence de que la llegada de Muerte a la morada tiene como propósito arrebatarle a su inseparable compañero, al único sobreviviente amado con quien comparte recuerdos venturosos:
-No voy a subir, señora, no vine a verla. Como la Loca, trato de no subir ni bajar escaleras y andar siempre en plano. Y mientras vuelvo cuídese y me cuida de paso la maleta, que en este país de ladrones en un descuido le roban a uno los calzoncillos y a la Muerte la hoz.
Y dejé a la desdentada cuidando y seguí hacia el patio. Allí estaba, en una hamaca que había colgado del mango y del ciruelo, y bajo una sábana extendida sobre los alambres de secar ropa que le protegía del sol.
-¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!
Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a la vida, y sólo la alegría de verme, que le brillaba en los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma (Vallejo, 2001, p. 4).
Darío ha creado su reino, un feudo particular definido por una sábana que cubre su cabeza, adornado por una hamaca que le ofrece descanso y visitado frecuentemente por un ave invisible que parece anunciar las desgracias o la cercanía de la Muerte: un pájaro que grazna constantemente. El enfermo no tiene ayudantes antes de la llegada del hermano; es Fernando quien lo asiste desde que accede al espacio, alimentándolo, hidratándolo y suministrándole sulfaguanidina para detener la diarrea; remedio que despierta esperanza en Vallejo, ilusión que se desvanece rápidamente puesto que el medicamento tiene el efecto esperado sólo por algunos días. El contraespacio creado por el enfermo está destinado a resistir la llegada de la muerte mediante los mecanismos de la evocación y la remembranza. Darío, en su tienda, consume marihuana para mitigar el dolor y recuerda los acontecimientos vividos en compañía del hermano. La finca Santa Anita, el Studebaker y el “Admiral Yet de la Calle 80 del West Side de Nueva York, un edificio de réprobos” (Vallejo, 2001, p. 55) donde vivieron, son los espacios reconstruidos que ofrecen socorro a ambos personajes.
Darío es para Fernando lo que Fernando es para Darío: vida. En tanto ambos resistan a la muerte tendrán la certeza de poder revivir los hechos del pasado. La compenetración de ambos es tan profunda que se necesitan mutuamente para reconstruir sus memorias. Fernando recurre constantemente al recuerdo para refugiarse en las zonas del pasado; Darío le acompaña en el tránsito y ambos se cobijan en la niñez, en la juventud, y en los espacios que habitaron: “Claro que se acordaba, Darío compartía conmigo todo: los muchachos, los recuerdos. Nadie tuvo en la cabeza tantos recuerdos compartidos conmigo como él” (Vallejo, 2001, p. 9).
Los recuerdos compartidos que eran de absoluta vitalidad ahora deben coexistir con las memorias de la muerte. Nadie más que Fernando puede acompañar al hermano enfermo en el tránsito hacia la desaparición. El personaje central es el único que tiene permitido el acceso a la última heterotopía de Darío emplazada en el patio del moridero, “porque los espacios más importantes de su vida se encuentran cerrados, aislados y contenidos en sí mismos. Clausurados a toda exterioridad” (Hernández, 2015, p. 163), ya que han sido proyectados y recorridos sólo por ambos.
La muerte de Darío despoja al narrador de toda expectativa de felicidad y su fin amenaza la reconstrucción de las memorias de Fernando. El condenado a muerte era el único individuo existente que colaboraba en la composición y la recuperación de los episodios olvidados; en otras palabras; cuando Darío muere, nace el olvido. Entiendo que esta es la razón fundamental por la cual se produce la muerte literaria de Vallejo en El desbarrancadero:
Sonó el teléfono y contesté: era Carlos para darme la noticia de que acababa de morir Darío. En ese instante entendí que se acababan de cortar mis últimos vínculos con los vivos. El taxi se iba alejando, alejando, alejando, dejándolo atrás todo, un pasado perdido, una vida gastada, un país es pedazos, un mundo loco, sin que se pudiera ver adelante nada, ni a los lados nada, ni atrás nada y yendo hacia nada, hacia el sinsentido, y sobre el paisaje invisible, y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas la lluvia (Vallejo, 2001, p. 73).
Casablanca la bella, a diferencia de El desbarrancadero, es una novela que refiere únicamente a dos heterotopías importantes: Casaloca y Casablanca, aunque la voz narrativa acude frecuentemente a Santa Anita, generando la reconstrucción imaginaria de dicho territorio. La finca es rememorada aquí para ser, en cierto sentido, emulada y perfeccionada en la realidad presente del protagonista a partir de la edificación de Casablanca la bella. Fernando, valiéndose de la memoria, retorna a la finca de los abuelos para invitar a sus habitantes a la inauguración de la nueva residencia.
Casablanca, ubicada en el barrio Laureles de Medellín, fue comprada en un acto fe avalado por el recuerdo de la niñez de Vallejo, quien contemplaba el exterior de la vivienda desde el balcón de la morada gobernada por la Loca. El paso del tiempo, como en todo orden de cosas, había causado estragos en la propiedad, sólo se conservaba impoluta la fachada; los cimientos debían repararse para luego continuar con la edificación del hogar idealizado por Fernando: “Casablanca era bella, por dentro era la oscuridad de un alma […] Casablanca era una estafa, el enorme engaño del que habla el código civil colombiano” (Vallejo, 2013, p. 13).
Fernando Vallejo, a través de la escritura, utiliza distintas estrategias que expresan los temas de su interés sin que los textos carezcan de coherencia. El amor por los animales, la muerte, la memoria, la crítica impetuosa hacia las distintas instituciones poderosas y el constante rechazo al presente colombiano; son asuntos que el autor presenta al lector mediante la representación de las zonas significativas de su vida. Casablanca es, al igual que lo fue Casaloca, una imagen alegórica de Colombia: nación geográficamente hermosa, pero socialmente corrompida. “Vallejo está preocupado por la construcción de un lenguaje literario propio que exprese sus más diversos intereses, un lenguaje que sea capaz de aunar la escritura de la muerte y los recuerdos de infancia con el retrato presente de una Colombia en ruinas” (Musitano, 2014, p. 54).
La nueva morada se descubre entonces más desbaratada que la antigua casa de la Familia Vallejo Rendón, lugar del pasado carente de orden, cordura y alimento, pero habitada aún por algunos integrantes de la familia de Fernando. Casablanca está desprovista de todo bienestar y las únicas moradoras son las ratas con las que el dueño establece una comunión particular. La oposición Casaloca/Casablanca establece nuevamente una comparación entre pasado feliz y presente degradado, desde lo cual se concluye que, aunque el moridero se configuraba como un espacio desprovisto de esperanza, instituía una temporalidad más auspiciosa que la actual: “El protagonista de esta obra no es un memorioso, aunque por momentos la nostalgia suavice algunos pasajes; es más bien una voz que recupera una parte del pasado para mejor condenar el presente” (Callegari, 2015, p. 149).
El narrador protagonista de Casablanca la bella declara a sus interlocutores: “Casablanca y Casaloca se miran en mí como si fueran una sola en un espejo. Mi alma se reparte en ellas, va de un balcón a otro, yo estoy aquí y estoy allá” (Vallejo, 2013, p. 106), reafirmando que es un sujeto en constante tránsito que viaja desde un presente caótico a un pasado que le reconforta. Casaloca en ruinas, Casablanca en ruinas y Fernando en ruinas propagan el deseo de recomponer la escamoteada felicidad; el anhelo de asegurar los recuerdos que le auxilian y reunir a los muertos amados que le reavivan. “Comprar Casablanca no sólo significa restaurar, sino también proteger y recordar” (Callegari, 2015, p. 149).
Tras la muerte de las personas y de los territorios adorados, Casablanca la bella se perfila como último lugar de resistencia ante la inminente desgracia. El reino creado por Fernando está destinado a ser el sitio de reunión para los nominados en su libreta de muertos. El día de la cita coincide con su cumpleaños, fecha en que al parecer también ocurrirá su muerte. Los recientes hechos dolorosos han tenido por consecuencia la enfermedad del protagonista, quién después de recibir la visita del médico es declarado moribundo. El día en que Fernando Vallejo emergió desde la nada es el mismo día en el que volverá al vacío desde el que nunca pidió salir: “-Vino el doctor pero se fue. Le tomó la temperatura y dijo que estaba muy alta. Le auscultó el corazón y dijo que estaba muy lento. Le miró la cara y dijo que estaba muy pálido. Pero que no nos preocupáramos, que en conjunto estaba bien, que ya se iba a morir. Que cerráramos bien la puerta” (Vallejo, 2013, p. 171).
Quebrantando la temporalidad, solitarios o en grupos, los fallecidos llegan a Casablanca para celebrar la inauguración y bendición del sacerdote. Abuelos, tíos, padres, hermanos, vecinos y conocidos colman la casa que Fernando ostenta con orgullo. Las galerías por las cuales siempre circulará el viento, las fuentes de agua, las estatuas, los jardines y la iluminación son las características que el narrador destaca de la morada. El dueño, en tanto emite sus discursos, espera con ansias el arribo de la persona más amada, su abuela Raquel, para mostrarle presurosamente los cuadros religiosos instalados tanto en memoria de ella como de la finca en que vivió los acontecimientos más felices:
Ese antiguo espacio ha desaparecido: han tumbado Casaloca y Casablanca es un último refugio simbólico en una ciudad donde reina la violencia y el desamparo; vacía de muebles, pero bendecida mediante una paródica entronización del Sagrado Corazón de Jesús, nuevo símbolo patrono que albergará a una corte de espectros reunidos por la eternidad y la hospitalidad de este nuevo dueño. La casa que no han podido tumbar cobra la forma definitiva, austera y sagrada, de una tumba (Callegari, 2015, p. 150).
Fernando ha diseñado una necrópolis adornada por jardines, una fuente de agua con un angelito y bocetos de figuras celestiales que custodian la eterna morada que habitará junto a sus muertos. Casablanca la bella es un contraespacio perfecto, puesto que cumple con los principios fundamentales de toda heterotopía: su realización cumple con los anhelos del creador, el espacio es un sitio clausurado que sólo admite el acceso de aquellos que han sido alcanzados por la muerte y las nociones temporales tradicionales son transgredidas a través de la irrupción de los seres del pasado en el presente.
Las heterotopías son sistemas cerrados que regulan el sistema de apertura y de cierre, y que surgen desde la identidad de quienes las crean; no hay sujetos iguales y, por lo tanto, no hay heterotopías idénticas. Los contraespacios son zonas íntimas en que el creador posee la libertad de establecer sus propias normas y ejecutar acciones no condenables en el dominio que gobierna. La entrada de un ente ajeno provocaría la abolición de las reglas instauradas por el creador, provocándose así la destrucción o transformación del espacio en uno completamente distinto. Michel Foucault afirma que sólo hay dos posibilidades de que un foráneo ingrese a una heterotopía:
Me gustaría proponer este hecho: que las heterotopías siempre tienen un sistema de apertura y de cierre que las aísla respecto del espacio circundante. En general, no se entra a una heterotopía como Pedro por su casa; o bien uno entra porque está obligado a hacerlo (evidentemente las prisiones), o bien cuando uno se ha sometido a ritos, a una purificación (2010, p. 28).
3. Conclusiones
Los textos del autor colombiano considerados en este artículo muestran heterotopías impenetrables para aquellos personajes del contexto ficcional que no componen el círculo impuesto por Fernando; en otras palabras, todos aquellos seres que no son importantes en la reconstrucción de la memoria de Vallejo quedan excluidos de los contraespacios proyectados, puesto que no son trascendentales en la adquisición intermitente de su felicidad. Los habitantes con los que el protagonista comparte los territorios son los muertos, los que vuelven del pasado y atraviesan diversos umbrales entre la vida y la muerte. Fernando Vallejo, a diferencia de los fallecidos, ingresa preferentemente a la finca Santa Anita cuando necesita deshacerse de los padecimientos impuestos por el presente. El interlocutor, al igual que el protagonista de las novelas, está inmerso en un presente corrosivo y violento, razón por la cual la voz narrativa incita al lector a penetrar en una zona utópica desplegada con la intención de que el receptor utilice los mecanismos de la memoria y del imaginario para generar sus propios espacios de auxilio y de purgación.
Darío cuando aún estaba vivo erigía contraespacios que lo hicieran olvidar los sufrimientos y huellas visibles de la nociva enfermedad. La utilización del recuerdo como puerta de entrada a los lugares de la infancia y la adolescencia le conceden la oportunidad de contemplar las hazañas alcanzadas cuando la lozanía y la vitalidad dominaban su cuerpo. La finca Santa Anita le devuelve ilusoriamente la ingenuidad y lo depura de la lascivia que pervirtió su organismo.
La heterocronía es otra característica esencial en la disposición de la heterotopía: “La heterotopía se pone a funcionar a pleno cuando los hombres se encuentran en una suerte de ruptura absoluta con su tiempo tradicional” (Foucault, 2010, p. 76). Esta particularidad se cumple en todos los contraespacios edificados por la escritura de Fernando Vallejo. La utilización de la evocación y la rememoración como dispositivos de movilización y de reconstrucción de los espacios, garantiza una disolución de la linealidad del tiempo común; pasado y presente se entremezclan originando un nueva región de no-tiempo, esto en el sentido de que se crea una nueva temporalidad inexistente en la realidad: “La memoria es siempre anacrónica: un revelador del presente, escribió Halbwachs” (Sarlo, 2012, p. 76).
Todos las zonas mencionadas por la voz narrativa de los textos de Vallejo “están ligadas a recortes singulares del tiempo” (Foucault, 2010, p. 26). Casablanca, aunque es la morada del hoy, también es heterocrónica puesto que los moradores del ayer y que han muerto visitan al protagonista en el presente. Hay un acontecimiento específico de Casablanca la bella que clarifica el funcionamiento de la anacronía, cuando transpone a un sujeto del pasado en el presente:
Al subir al carro advertí que el viejo estaba llorando.
-¿Por qué llora?- le pregunté.
-Porque me tumbaron la finca- contestó.
-¿Cuál finca?
-Santa Anita, la mía. La más hermosa.
-No me diga que usted es el dueño de Santa Anita.
-Yo soy- contestó orgulloso-. Leonidas Rendón Gómez a su mandar.
Y me dio la mano quitándose el sombrero.
-Señor: en una Libreta de los Muertos que llevo para anotar a los que se me van yendo tengo ese nombre: Leonidas Rendón Gómez. En la ere. Murió viejísimo, como de setenta años. Se vestía de traje oscuro como usted. Desde que lo conocí (siendo yo un niño) estaba calvo como usted y medio sordo como usted. Era mi abuelo (Vallejo, 2013, p. 54).
El taxi que lleva a Fernando y que se ha extraviado de la ruta, circula por la carretera que conducía a la destruida Santa Anita y a todas las propiedades vecinas que evoca desde su infancia. En el camino recoge a un anciano para acercarlo a su destino para luego descubrir que es su abuelo paterno fallecido desde hace ya varios años. Este suceso maravilloso mezcla textualmente el pretérito con el presente. La razón del entrecruzamiento temporal se debe a que los individuos que rememoran no perciben el tiempo real y sumidos en el contraespacio íntimo, manipulan a su voluntad la duración de las acciones o bien dejan que estas continúen libremente su curso:
Es decir, el modo en que nosotros, los hombres, percibimos el tiempo, no es el mismo que se sucede en el momento de mirar la propia vida en retrospectiva para poder contarla. Si bien algunos filósofos ven únicamente la inexistencia del instante presente, y otros sólo ven en él la realidad ya que dejan fuera de nuestro tiempo el pasado y el futuro, en las escrituras del yo el tiempo se arremolina y la percepción que tenemos sobre nosotros mismos en él se tergiversa (Musitano, 2015, p. 170).
Las invocaciones del pasado se suceden en interrupciones; es decir, penetran de manera anacrónica en el presente, son episodios rememorados y delimitados que se manifiestan desordenadamente. Cada recuerdo posee su propia intensidad de duración, tiempo que se prolonga mayormente cuando la heterotopía es más completa y en ella pueden desencadenarse múltiples devenires a través de variaciones en el tiempo y de señales manifiestas de movimientos, ya sea que la velocidad disminuya o aumente. Los desplazamientos, a su vez, originan acontecimientos y acciones, lo que determina la creación de nuevas realidades, espacios y territorios.
Bibliografía
Alonso, M. et. al. (2005). Dónde nadie ha estado todavía: Utopía, retórica, esperanza. Revista Atenea, 495, 29-56.
Callegari, C. & Campobello, M. (2015). Imágenes de América en su literatura: de la utopía al desencanto. Estudios de Teoría Literaria Revista digital: artes, letras y humanidades, 4(8), 141-153.
Deleuze, G. & Parnet, C. (1980). Diálogos. Valencia: Pre-textos.
Fombona, J. (2006). Palabras y descoyuntamientos en la narrativa de Fernando Vallejo. Ciberletras: Revista de crítica literaria y de cultura, 15. Recuperado de http://www.lehman.edu/faculty/guinazu/ciberletras/v15/fombona.html
Foucault, M. (2010). El cuerpo utópico. Las heterotopías. Buenos Aires: Nueva Visión.
Giraldo, L. (2004). Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana. Bogotá: Convenio Andrés Bello
Hernández, C. (2015). La imagen en ruinas: muerte, memoria y representación en El desbarrancadero, de Fernando Vallejo. Cuadernos de Literatura, 19(37), 149-168.
Jankélévitch, V. (2002). La muerte. Valencia: Pre-textos.
Jankélévitch. V. (2004). Pensar la muerte. Buenos Aires: Fondo de cultura económica de Argentina.
Musitano, J. (2014). Peroratas de un hombre excepcional. Una imagen de sí por Fernando Vallejo. CELEHIS–Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, 23(28), 49–62.
Musitano, J. (2015). La eternidad y el instante Un recorrido temporal por la narrativa de Fernando Vallejo. Confluenze, 7( 2), 168-181.
Ricoeur, P. (2000). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Sarlo, B. (2012). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores.
Sepúlveda, A. (2015). Herencias destruidas, la afección por el entorno: El desbarrancadero de Fernando Vallejo. Cuadernos de Literatura, 19(38), 462-483.
Valencia, M. (2010). Principios estéticos de la novela urbana, crítica y contemporánea. Revista Calle 14, 4( 4), 117-123.
Vallejo, F. 2001. El desbarrancadero. Santiago de Chile: Alfaguara.
Vallejo, F. 2013. Casablanca la Bella. Santiago de Chile: Alfaguara.
Notas
1. Las diversas manifestaciones de la muerte son en realidad aquellos actos que tienen como fin la aniquilación de alguien o de algo, tales como: asesinatos, suicidios y destrucción tanto de los espacios públicos como privados.
2. Una matrioska tiene la particularidad de aparentar ser una sola muñeca pero al maniobrarla el observador descubre que en su interior alberga otras muñecas de menores tamaños escondidas unas dentro de otras. Aunque se cree que todas son iguales estas no sólo varían en tamaño, sino que también en sus diseños, colores y expresiones. Es posible establecer una analogía entre esta muñeca y El desbarrancadero, puesto que no sólo existe un espacio del pasado y del presente, sino múltiples zonas trazadas y delimitadas por Fernando Vallejo.
3. Fernando Vallejo autor/narrador/personaje es un transgresor, en términos deleuzeanos y, de acuerdo a lo planteado en el texto Diálogos (1980), es un traidor.