Metáfora y concepto: ¿Ricoeur crítico de Lakoff y Johnson?

Metaphor and Concept: Ricoeur Critic Lakoff and Johnson?

Carlos Emilio Gende

Universidad Universidad nacional del Comahue

Argentina

soutopo@gmail.com

Resumen: La función cognitiva de la metáfora, en alguna de las versiones contemporáneas que la reivindican, alcanza un rango fundamental, pues con ella se pretende describir el modo en que se constituyen los sistemas conceptuales. Al respecto, intentaré mostrar sus límites, que surgen de la desatención a los procesos de formación lingüística; en su caso la formación de la palabra. A continuación, presentaré los rasgos de una teoría de la metáfora como enunciado, que aprovecha los rendimientos lingüísticos de esa formación para establecer una relación tensiva con los conceptos.

Palabras clave: metáfora – concepto – palabra – enunciado – conocimiento

Abstract: The cognitive function of metaphor, in one of the contemporary versions that defend it, reaches a fundamental level, since it may help to describe how the conceptual systems are formed. In this regard, I will try to show the limits that arise from the failure to recognize the processes of linguistic formation, i.e., the formation of words. Then, I will present the features of a theory of the metaphor as a statement, which takes advantage of such linguistic performance to establish a tensive relationship with the concepts.

Keywords: metaphor - concept - word - statement - knowledge

I. Uno de los aportes más relevantes en teoría de la metáfora, por sus consecuencias heurísticas para esclarecer asuntos relativos al conocimiento, proviene de un abordaje científico sobre el tropo. De este modo, el tratamiento de lo que se ha dado en llamar semántica cognitiva tiene en ella, específicamente en la que se caracteriza como metáfora conceptual, a uno de sus temas medulares para re-describir la formación y constitución de nuestro sistema conceptual. Me refiero específicamente al enfoque de Lakoff y Johnson (1986) desde su conocida obra Metáforas de la vida cotidiana.1

Esto va en consonancia con una suerte de clima de época, pues en mayor o menor grado todos los enfoques contemporáneos sobre la metáfora coinciden en otorgarle una función decisiva para investigar nuestros modos de conocer, es decir, se habría superado en buena medida la restricción a dispositivo retórico lingüístico cuya función consiste en adornar un discurso eventualmente intrincado o complejo, para volverlo más atractivo o didácticamente accesible. Sin embargo, los rendimientos que se esperan de ella para semejante contribución han de medirse con los procesos de formación conceptual.

En efecto, aún para sostener que nuestra comprensión es constitutivamente metafórica -como sostiene aquella posición vigente y tal vez de mayor influencia en esos estudios- se establece una relación específica con los conceptos; en su caso, para sostener que los sistemas conceptuales se forman vía metáfora. Y para el caso en que también se pretende hallar en la metáfora una contribución decisiva al conocimiento, pero ahora relacionada con el momento de invención, será el concepto el encargado de establecer las condiciones para que esa contribución sea provechosa; pero allí se acepta una tensión entre ambos no resoluble en ninguno de los extremos.

Ahora bien, en los dos casos estamos ante un procedimiento que pretende incidir, seguramente con distintas consecuencias, en la re-descripción de nuestras habituales nociones de verdad, referencia, relación con el mundo, por nombrar las más recurrentes, pero para cuya justificación se depende, tengámoslo en cuenta, de un modo configurador del sentido que obedece a una estructuración lingüística.

Sugiero entonces, y a mostrarlo me dedicaré en este artículo, que no serán las mismas consecuencias si asumimos la especificidad del procedimiento lingüístico para establecer relaciones provechosas con los sistemas conceptuales, o si ignoramos este nivel de especificidad en aras de avanzar sobre la constitución de los mismos.

Para ello, propongo revisar algunos de los núcleos decisivos en la obra mencionada, con el objetivo de ilustrar los problemas de esta segunda consecuencia, y pasar luego a comentar brevemente algunos de los aportes de Ricoeur como ejemplo de la primera. Advierto en la obra de Lakoff y Johnson una innecesaria insistencia en la omnipresencia de la metáfora, obra que bien podría haber prescindido de ella para llegar al resultado que buscan; este es: modificar la caracterización tradicional en la formación de conceptos y su relación con los procesos de configuración de expresiones lingüísticas. Por su parte, advierto en la obra de Ricoeur una delimitación muy provocadora, aunque tal vez clásica, entre metáfora y concepto, pero precisamente porque sabe explorar su funcionamiento lingüístico al ubicar aquella en el acontecimiento de sentido que se produce con el enunciado inventivo y que requiere un especial trabajo de interpretación.

Cabe añadir que en el trasfondo de mi propuesta reside la sospecha de que previo a contestar sobre los rendimientos cognitivos de la metáfora debería ser indagada la relación más general que procuramos establecer entre lenguaje y concepto. Así, surgen algunas de las siguientes cuestiones: el lenguaje ¿sólo expresa y vehiculiza al concepto, o ambos se co-determinan? Y si es el lenguaje el metafórico, ¿en qué sentido lo es, qué tipo de configuración lingüística cumple esa caracterización: se atiende a la formación de la palabra o del enunciado?

Esto es de especial interés tenerlo en cuenta como horizonte en nuestra indagación, más allá de que podamos contestarlo en estas breves páginas, pues nos permite especificar el tipo de consecuencias que se pretende extraer a partir del aprovechamiento de esta figura del lenguaje.

Aún más, cuando se propone que nuestro conocimiento es metafórico, como sostiene la posición de Lakoff y Johnson, ¿se lo hace desde una evaluación que va desde el lenguaje al concepto pero que toma entonces al primero como dato, como epifenómeno a partir del cual se evalúa indirectamente el modo de formación del sistema conceptual, o supone a la dimensión lingüística como irrebasable, y por ende fusionada con la conceptual? En este sentido, ¿es suficiente tomar al dato lingüístico ya producido y estabilizado más o menos en nuestro vocabulario -aún si se mostrase que es metafórico- para fundamentar de ese modo nuestra cognición? Emplear un vocabulario que genealógicamente pueda describírselo diseñado de modo metafórico, ¿nos compromete con un aparato conceptual constituido del mismo modo? Para decirlo brevemente: ¿pensamos y actuamos como hablamos? ¿Hay en nuestro decir el testimonio sígnico de nuestro comportamiento conceptual con el mundo?

Y si lo que se propone en el otro modelo es trazar un límite al constituyente lingüístico metafórico, en aras de defender la formación conceptual como proceso independiente en determinado nivel, ¿se logra con ello abstraer un núcleo no metafórico? Y si es así, ¿ese núcleo responde a una formación lingüística que debiéramos adjudicar a un orden literal? Como veremos, la ubicación de la metáfora como proceso “vivo” en el enunciado refuta las consecuencias genealógicas que Ricoeur critica como propias de las reconstrucciones que trabajan con metáforas “muertas”. En ese sentido, la tensión que sugiere Ricoeur no es de orden exclusivamente lingüístico, si por tal cosa entendemos la pugna inmanente al sistema entre univocidad y equivocidad, o entre literal/directo y figurado/ indirecto. Será de orden lingüístico, pero si lo entendemos orientado a la comprensión interpretativa, por lo cual una vez ubicada la metáfora en el enunciado y ya no en la palabra, se evitan las discusiones sobre la fertilidad o no de reparar en la formación del vocabulario -discusión siempre retrospectiva-; en cambio se alienta la búsqueda de lo que pueda ocurrir de significativo hacia delante, es decir, el significado por venir.

II. En relación con Lakoff y Johnson (1986), hay que concederles -gracias a sus detallados exámenes de expresiones cotidianas- lo sugerente y atractivo que resulta descubrirse hablando en metáforas. Nunca deja de sorprendernos advertir que nuestros más pedestres comportamientos lingüísticos, aun los más habitualizados y afanados por mantenerse en un registro literal, pudieran estar determinados por formaciones que nos preceden y que habrían surgido inevitablemente de procesos metafóricos.

Con esto se procura un ejercicio crítico muy provechoso -se nos promete- gracias al cual podríamos reparar en cuán indirecta es nuestra relación conceptual con el mundo, del que solemos hablar, según sostienen, inadvertida y erróneamente como si nos hubiese sido dada la posibilidad de un trato directo, objetivo, claro y distinto con él.

Como sabemos, el ambicioso proyecto de los autores apunta a socavar cuanta pretensión de objetividad haya postulado la filosofía, tanto desde enfoques gnoseológicos, (llámense racionalistas, empiristas e incluso de síntesis, por ejemplo la kantiana) como, y aquí aparece el asunto de interés, desde enfoques semánticos, aquellos que pretendieron mediante procesos de definición, ofrecer las condiciones necesarias y suficientes para asignar significado al vocabulario empleado para referirnos al mundo.

Para esto, sostienen que nuestros conceptos son en mayor medida metafóricos, describiendo por tal cosa un modo de procesamiento de información en cuya base está pensar un asunto en términos de otro. Diríamos, de un modo un tanto sentencioso: en el principio estuvo la transferencia de sentido.

Ahora bien, esta descripción, que en términos peirceanos bien puede caracterizar nuestra interacción global con el mundo de modo inferencial, mediado y conjetural, no por ello debe ser metafórica. De hecho no lo es para Peirce, dado que describe una interacción anterior y más abarcativa que sólo la relación lingüística con el mundo, pues toma a un representamen como elemento presente a la conciencia para reenviarlo a un objeto, ausente, gracias y según un interpretante que los vincula. En cambio, para el caso de nuestros autores es imprescindible presentarla como tal, pues de ese modo pretenden describir un proceso de formación de conceptos, pero para cuyo acceso dispondríamos de una figura del lenguaje. Así, es clave para entender el alcance de su propuesta y también lo que considero sus limitaciones, tener en cuenta que se trata de un análisis semántico del asunto, pues con ellos, a diferencia del modelo semiótico, se establece una relación cuyo anclaje es el significado lingüístico; lo cual nos devuelve a las preguntas que hicimos en el apartado anterior.

III. Según los autores, lo propio de la metáfora es que nos permite entender y experimentar un tipo de cosas en términos de otra; se trata de una teoría experiencial. Por ejemplo, la metáfora de la discusión en términos de batalla muestra que no sólo entendemos las discusiones de ese modo sino también que actuamos en consecuencia.

Sin embargo, para sostener esto se apoyan en la evidencia lingüística de la cual extraen los casos de expresiones metafóricas, aunque con el objetivo de sostener que:

la metáfora no es solamente una cuestión de lenguaje, de palabras meramente […] Las metáforas como expresiones lingüísticas son posibles, precisamente, porque lo son en el sistema conceptual de una persona (Lakoff & Johnson, 1986: 40-42).

Adviértase entonces que todo depende de establecer una distinción clara entre metáforas conceptuales (los esquemas abstractos) y expresiones metafóricas (casos individuales de la anterior, instanciaciones lingüísticas o realizaciones de lo anterior), pero para a continuación aceptar que las segundas exhiben a las primeras, que son su testimonio fiel y que no habría discontinuidad entre ambas. Por ejemplo, que ante la metáfora conceptual “LAS TEORÍAS SON EDIFICIOS”,2 pueden generarse distintas expresiones metafóricas como: “la base de su teoría no está clara”, “el argumento es poco sólido”, “esa teoría no tiene fundamento” y otras por el estilo.

Es importante insistir con esta distinción, pues precisamente el buen funcionamiento del modelo depende de poder distinguir ambos planos. Aún más, depende de aceptar no sólo que la metáfora conceptual genera varias expresiones lingüísticas, sino que la misma metáfora conceptual es inmune a su denominación, a su modo de darse lingüísticamente. Que, por ejemplo, la DISCUSIÓN ES UNA GUERRA da nombre a la misma metáfora conceptual que LAS DISPUTAS VERBALES SON ACTOS BÉLICOS.

Y esto a mi juicio es un serio problema, porque, por una parte, es fácticamente imposible describir el funcionamiento de los sistemas conceptuales de otro modo que mediante el lenguaje que lo expresa, pero sin embargo se pretende acceder a un nivel que no se vería afectado por distinciones terminológicas.3 Así, no serían inconvenientes serios para la teoría los fenómenos de sinonimia y homonimia, asuntos específicamente semánticos, aunque no necesariamente de orden cognitivo/perceptual.

Por otro lado: ¿de qué depende la constitución de estos esquemas conceptuales? De considerar, como sostiene Llamas Saiz (2005), los rasgos relativos al conocimiento general y compartido que los hablantes tienen de las cosas. Así, y siguiendo una línea de investigación iniciada por Eleanor Rosch, se alude a efectos de prototipicidad, para evitar la idea de una representación mental o de entidad fundadora de la estructura categorial. Cabe recordar que los estudios pioneros de Rosch apuntaron a diseñar una semántica de los prototipos, cuyo resultado fue modificar la caracterización del modo en que se constituyen los esquemas conceptuales o categorías del entendimiento. Los conceptos, se sostiene a partir de estos estudios y sus posteriores transformaciones, no se constituyen ni se deslindan globalmente sobre la base de un determinado número de propiedades especificas y constantes, comunes a todos sus miembros (las «condiciones necesarias y suficientes» que mencioné antes), sino que se forman a partir de ciertos ejemplos óptimos -los «prototipos»- por extensión asociativa en varias direcciones fundada en una semejanza mayor o menor con esos prototipos; por lo mismo, sólo presentarían límites imprecisos y borrosos. Como sostiene Coseriu:

esto debe entenderse en sentido tanto dinámico como estático, es decir, tanto con respecto al desarrollo como con respecto al modo de ser (o configuración) de las conceptos: así no serian homogéneos sino «difusos» (con centro y periferia), ya que su cohesión interna se da por la asociación con los prototipos, que funcionan implícitamente, en cada caso, como «puntos de referencia cognitivos (cognitive reference points); y no serian de por si «discretos», ya que en sus periferias se entrecruzarían con otros conceptos (Coseriu, 1990: 241).

Ahora bien, según Lakoff y Johnson este conocimiento según prototipos se realiza metafóricamente y a partir de dos grandes grupos metafórico-conceptuales: las metáforas estructurales y las orientacionales; es decir, aquellos casos en que un concepto está estructurado metafóricamente en términos de otro, y aquellos casos en que un concepto organiza un sistema global de conceptos en relación a otro. Rivano (1997) denomina a ambos grupos metáforas “simples” y “complejas”, pues quiere destacar -y eso es acertado- que las primeras caracterizan la relación entre dos conceptos (amor y viaje, por ejemplo) mientras que las segundas correlacionan un sistema (feliz/triste y arriba/abajo).

Sin embargo -y esto muestra las consecuencias de una descripción de la metáfora que pretende abstraerla de su ligazón con la palabras que la expresan-, los autores eligen llamar a las segundas “orientacionales” pues, como indican con insistencia, se trata de metáforas no arbitrarias, en tanto “tienen una base en nuestra experiencia física y cultural” (Lakoff & Johnson, 1986: 14). Se trata de orientaciones espaciales que surgen del hecho de poseer cuerpos y funcionar en un medio físico. Con esta descripción apuntan a establecer “la base experiencial de las metáforas” (19) y es cierto que tienen en cuenta la dificultad que existe a la hora de distinguir las bases físicas de las culturales para reconocer una metáfora dada:

aquello que podemos llamar experiencia física directa no es un mero hecho de tener cierta clase de cuerpo. Podría ser más correcto decir que toda experiencia es cultural hasta las raíces, que experimentamos nuestro mundo de modo tal que nuestra cultura ya está presente en la misma experiencia (Lakoff & Johnson, 1986: 57).

No obstante, a la hora de precisar el fundamento de este proceso establecen en primer término un criterio de reparto igualitario en las dos bases: “podemos hacer una distinción importante entre experiencias que son más físicas, tal como estar de pie, y aquellas que son más culturales, como participar en una boda” (Lakoff & Johnson, 1986: 57); pero, finalmente, inclinan la balanza hacia la base física cuando introducen un dualismo entre lo físico y lo cultural, curiosamente, mediante la distinción entre experiencias más delineadas y menos delineadas: la experiencia cultural, sostienen, es menos delineada de lo que hacemos con nuestros cuerpos:

mientras nuestra experiencia emocional es tan básica como nuestra experiencia espacial y perceptual, nuestra experiencia cultural es mucho menos claramente delineada en términos de

lo que hacemos con nuestros cuerpos (Lakoff & Johnson, 1986: 58).

Más curioso aún resulta advertir el carácter determinante, aunque de modo sutil, del primer miembro del par, aquél que permite a los autores hablar de metáforas y conceptos emergentes:

dado que hay correlaciones sistemáticas entre nuestras emociones (como la felicidad) y nuestra experiencia sensorio-motora (como la postura erecta), estas forman la base de conceptos orientacionales metafóricos (tal como la felicidad está arriba). Tales metáforas nos permiten conceptualizar nuestras emociones en términos más claramente definidos y relacionarlos a otros conceptos que tienen que ver con el bienestar en general: Salud, Vida, Control, etc. (Lakoff & Johnson, 1986: 58).

Los autores se empeñan por dejar en claro que no proponen considerar a la experiencia física como más básica que cualquier otra. Pero consideran fundamental distinguir entre la experiencia como tal y la forma en que la conceptualizamos. Así, afirman: “conceptualizamos típicamente lo no físico en términos de lo físico, esto es, conceptualizamos lo menos claramente delineado en términos de lo más claramente delineado” (Lakoff & Johnson, 1986: 59); lo cual resulta aún más difícil de justificar que la ya de por sí sospechable base en la experiencia física.

En verdad no debería sorprendernos este tipo de fundamentación; de hecho es lo único que a juicio de Pinker (2007) salva al modelo de un relativismo extremo. Pero sí, insisto, hay que tener en claro que exhibe una estrategia que sólo puede justificarse a instancias de desentenderse de un modo de configuración específicamente lingüístico. Con ello quiero sugerir, para este caso, un modo de configuración atento a la complejidad en la formación de los términos, que obedece a procesos no reducibles a una experiencia supuestamente más clara en su delineación, si por tal cosa entendemos la base físico/fisiológica.

IV. Permítaseme proponer algunos ejemplos de configuración lingüística indirecta de los términos, tal vez metafórica, que pueden ilustrar la índole del problema ante el que estamos; son cuatro:

El primero le llamaré el caso de la falsa etimología: según lo expuesto, por ejemplo, el término “fruto” en “el fruto de su trabajo” debería ajustarse a un traslado en el que “fruto” es el término origen, entendido como aquél que se recoge de las plantas o árboles, que es comestible y por ende permite pensar en el término meta, que da “resultado”. Sin embargo, como se encarga de mostrar Coseriu (1977), la etimología procede al revés, pues en latín proviene de fruición, disfute, placer, que se traslada entonces al alimento obtenido y disfrutable, al que luego se denominó “fruta” o “fruto”.

El segundo lo denomino, con Burke (1975), el proceso de ascenso y descenso platónico. El ejemplo claro es el término “espíritu”. Es común volverlo deudor de un traslado por una experiencia física, más claramente delineada sostendrían Lakoff y Johnson (1986), tal que aliento, soplo. Sin embargo, cuando lo empleamos para aludir al “espíritu de los pueblos”, al “espíritu de la ley” y ejemplos por el estilo, “espíritu” procesa información obtenida del momento de mayor ascenso, pues lo aplicamos para aludir a lo que subyace y permanece, lo importante, aquello que hay que atender y abstraer, por lo cual nada del primer traslado físico, el aire, contribuye a su empleo.

El tercero se subdivide en dos, para mostrar a partir de lo que parece un mismo concepto que la formación de la expresión puede obedecer a la configuración por el significante o por el contenido del significado: “me hizo la pera”, “me viene de perillas”. “Me hizo la pera” es sólo una contracción fónica de “me hizo esperar”, por lo cual se forma por el significante, la cadena fónico/acústica. En cambio, “me viene de perillas” sólo se explica por el contenido. Significa “me viene a la mano”, “es lo más cómodo o seguro de que aferrarme”, simplemente porque la agarradera de la montura en los caballos tiene forma de perilla.

Finalmente, el último caso tiene incontables ejemplos, pues surge de los problemas de traducción; tomaré uno conocido: la traducción de “fall in love”, “enamorarse”. En inglés, la metáfora reducible a experiencia más claramente delineada resulta transparente. En castellano, afortunadamente, no, pues aun si abusara de la preposición “en” que antecede a “…amorarse”, bien puede aludir a “estar en”, “habitar”, pero no necesariamente a caerse en ese lugar. E incluso en inglés, es curioso que mientras “fall in” significa “caer”, “fall” tiene como una acepción “otoño”; ¿”caer” entonces proviene de las hojas que se desprenden en otoño? ¿O es al revés?

En fin, lo que intento mostrar con estos cuatro casos es que no es fácil establecer una correlación entre formación de palabras y de conceptos y que la dificultad resulta de que se trata de dos sistemas heterogéneos, con reglas de constitución distintas y uno de ellos, al menos, discontinuo. Todo el esfuerzo teórico puesto en describir de un modo más complejo nuestro sistema de constitución conceptual enfatiza, seguramente para bien, la continuidad de los procesos experienciales, entendidos de modo global y dinámico; aun cuando, como vimos en el caso de Lakoff y Johnson, terminen buscando un anclaje en la base sensorio motora para asegurarse un sistema más claramente delineado. Pero no es aceptable esa estrategia para describir la formación de palabras, pues el sistema lingüístico del que depende es ante todo discreto, no análogo con la experiencia y en definitiva arbitrario. A su vez, no son homologables los modos de formación de palabras con los de enunciados ni con los de textos, por tomar tres configuraciones lingüísticas típicas.

VI. Dicho esto, ¿qué papel vendría a cumplir entonces la metáfora, a la que pretendemos asignarle un funcionamiento lingüístico? Por cierto, la metáfora nos pone ante el desafío de la motivación, de la no arbitrariedad que también juega un papel en la constitución del sistema. En cualquiera de los cuatro casos comentados incide la motivación: en el principio de economía que produce la contracción fónica, en la necesidad de hablar de aquello de lo que no se puede hablar y desde lo que no se conoce -en el caso del ascenso del término-, en la voluntad de traducción que nos demanda la otra lengua, en fin, en el simple recurso de apelar a una experiencia para dar cuenta de otra.

Sin embargo, presuponer eso no es lo mismo que asegurar las vías para que se produzca; allí están los etimólogos para discutir las presuntas génesis y sus recorridos que nunca son lineales.

Por ello, la motivación que está por detrás y por delante de la metáfora no habría que buscarla en las reconstrucciones del vocabulario; ese es el trabajo con las metáforas muertas. Se recoge, en cambio, una experiencia intensa y más genuina de lingüisticidad en el acto de enunciación, para el caso que nos ocupa en la formación arriesgada y provocativa del enunciado metafórico, allí donde producimos el conflicto y esperamos del intérprete su resolución.

VII. Ricoeur extrae de esta segunda caracterización lingüística de los procesos metafóricos una consecuencia positiva, pues aprovecha la tensión irresuelta entre lo arbitrario y lo convencional en la constitución de los campos semánticos que se produce bajo la apariencia de absurdo o contradicción en el acto de enunciar figurado, mediante una interpretación determinada que lo vuelva a configurar. La tarea del intérprete es precisamente la de resolver el conflicto explorando, en principio, las más diversas posibilidades de combinatoria de los significados primarios atribuidos por la lengua a un término dado, de lo cual puede eventualmente ocurrir una ampliación por nuevas asignaciones al término.

Sin embargo, no es esto último –explicar la formación del vocabulario- lo que interesa como acontecimiento de sentido, sino la invitación ante el enunciado metafórico de resolver la impresión de absurdo y a la vez descubrir en ello la posibilidad de explorar nuevos modos de relacionarnos con un asunto.

Aún más, Ricoeur sostiene que la metáfora nos permite ver las cosas de modo nuevo y creativo, pero para saber que estamos en presencia de ella debemos suponer una relación de interacción con un sistema de la lengua lexicalizada -momento que podemos denominar ‘explicativo’- y también un acto de comprensión por parte del intérprete; de ambos debe resultar una aplicación que los estabiliza transitoriamente. Con ella, el receptor se descubre provocado a ver el mundo de un modo nuevo, entonces tiene ya en eso un valor heurístico. Ahora bien, como dijimos, la manera en que se relaciona expresión y contenido es inusual, pues se parte de la recepción de una impertinencia semántica, de una experiencia de absurdo que debe superarse. De este modo, la actividad metafórica exige una revisión de todo el lenguaje en su relación con el mundo, pues si lo que se recibe de ella es en principio algo absurdo o una contradicción manifiesta, o un desvío del lenguaje, esto obliga a completar la recepción con criterios que suponen valores epistémicos como el de atribución de racionalidad al emisor, si es que esperamos de su acto de comunicación la pretensión de anunciarnos algo. Es decir, si no logro mediante interpretación superar el estado de absurdidad manifiesta es obvio que no pueda establecer una relación referencial para el enunciado metafórico y menos aún atribuirle poder cognitivo propio. De allí que haya que pensar a qué responde la actividad metafórica en esos momentos privilegiados de realización de metáforas vivas, pues con ellas el lenguaje muestra su potencia creadora de situaciones de enunciación nuevas mediante el establecimiento de relaciones insólitas entre los campos semánticos (Gende, 2005).

En este sentido, la metáfora está viva no porque vivifica un sistema de la Lengua constituido ni porque nos instruye acerca de su potencial de creatividad primigenia, sino, sobre todo, porque provoca la necesidad de pensar más a nivel del concepto. Surge así el carácter complementario de las dos modalidades de trato lingüístico y su mutua potencialidad para relacionarse con lo extralingüístico, pues -como sostiene Ricoeur- mientras la metáfora aporta al lenguaje un mundo pre objetivo en el que proyectamos nuestras posibilidades más propias, el concepto permite su articulación mediante procedimientos explicativos. Dicho de otro modo, si un primer resultado de la metáfora pareciera apuntar retroactivamente a recoger o reconocer lo inventivo que hubo allá, in illo tempore, un segundo resultado apostaría teleológicamente a recoger el guante de esa primera experiencia pero para proyectar nuevas posibilidades, incluso inesperadas; y para ello precisa ser articulada con el concepto.

Ahora bien, en este planteo vemos que la metáfora se mide con el concepto y si bien no diremos que pierde la batalla, es cierto que recibe en primer término un dique de contención al dispendio interpretativo que podría favorecer aquella; se trata de “la destrucción de lo metafórico por lo conceptual en interpretaciones racionalizantes”. No obstante, también muestra que el dique de contención conceptual debería ser siempre revisado, pues librado a sus propias condiciones de producción de sentido contribuiría tan sólo al esclerosamiento de la comprensión que se atiene a lo ya sabido, a lo sedimentado de sus resultados. De allí que Ricoeur apuesta a un

estilo hermenéutico en el que la interpretación responde a la noción de concepto y a la de intención constitutiva de la experiencia que intenta manifestarse sobre el modo metafórico. La interpretación es, por tanto una modalidad de discurso que opera en la intersección de dos campos, el de lo metafórico y el de lo especulativo (Ricoeur, 1980: 399).

VIII. Para finalizar, considero que se llega a esta conclusión, que mantiene productivamente la tensión entre la sedimentación e innovación, gracias a un aprovechamiento muy específico de los rendimientos lingüísticos que ofrece la configuración del enunciado. La metáfora no es un asunto de palabras, como bien sostienen Lakoff y Johnson, pero no porque pueda describírsela por fuera de su configuración lingüística, sino porque la que le resulta adecuada se realiza en enunciados. Sólo de ese modo lo motivacional aporta a nuestra vinculación lingüística con el mundo algo más importante que la siempre discutible tarea genealógica sobre el sistema de formación de vocablos. No se trata de reconstrucciones más o menos racionales de lo que haya ocurrido en algún tiempo con nuestro lenguaje como sistema, sino de lo que está por venir y en ese sentido lo excede.

En síntesis: un asunto es descubrir que hemos sido creativos, quizá sin saberlo; otra, considero más importante, es descubrir que aún podemos serlo, y que para ello deberemos entrar en conflicto con lo ya sabido; de eso se trata la creatividad regulada.

Bibliografía

Burke, K. (1975). Retórica de la religión. Estudios de Logología. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Coseriu, E. (1977). El hombre y su lenguaje. Madrid: Gredos.

Coseriu, E. (1990). Semántica estructural y semántica cognitiva. VV.AA. Jornadas de Filología. Barcelona: Universitat de Barcelona.

Gende, C. (2005). Lenguaje e interpretación en Paul Ricoeur. Su teoría del texto como crítica a los reduccionismos de Umberto Eco y Jacques Derrida. Buenos Aires: Prometeo.

Lakoff, G. & Johnson, M. (1986). Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra.

Llamas Saiz, C. (2005). Metáfora y creación léxica. Pamplona: EUNSA.

Pinker, S. (2007). El mundo de las palabras. Una introducción a la naturaleza humana. Barcelona: Paidós.

Ricoeur, P. (1980). La metáfora viva. Madrid: Cristiandad.

Rivano, E. (1997). Metáfora y lingüística cognitiva. Santiago, Chile: Bravo y Allende Editores.

Notas

1. Como es sabido, el título en su idioma original es “Metaphors we live by”, que traducido da “metáforas por las cuales/según las cuales/ vivimos”, expresión más ajustada a los propósitos generales de los autores al redactar su obra.

2. Presento con letra mayúscula los esquemas metafóricos y con minúscula las expresiones que, según los autores, vehiculizarían a las anteriores. Adviértase que ya la mención de “esquema abstracto” es una presunción, pues precisamente a la hora de mencionarlo requerimos de una expresión lingüística, más allá del subterfugio empleado en el cambio de grafía.

3. Inesperadamente, nos encontramos ante un planteo fregeano del lenguaje, en el sentido de su conocida distinción entre expresión y contenido. Por supuesto que en este caso se propone una modificación radical a la pretensión de dar con conceptos inmunes a su modo de constitución; sin embargo se mantiene el supuesto de conservación de significado que no sufre las oscilaciones terminológicas, indispensable para trazar la distinción entre esquema conceptual y su expresión lingüística; entre significado y significante diríamos adoptando un vocabulario semiológico.