Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura
2010, 20 (1) 29-41
Hacia una educación como ética
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Towards a education as ethics
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Marco Cortez Burotto 1
1 Magíster en Estudios Latinoamericanos mención filosofía.
Profesor de las cátedras de Filosofía Educacional y Construcción del Conocimiento. Universidad de La Serena.
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RESUMEN
Este artículo ofrece una interpretación de la educación a la que se concibe como un ejercicio eminentemente ético orientado a rescatar la memoria de las víctimas del olvido al que se las pretende condenar. La ética no se concibe en todo caso como una rama cualquiera de la filosofía sino como la “Filosofía primera”. Siguiendo esta directriz se enfrenta el desafío que supone el mal a una ética que quiere situarse más allá de los relativismos culturales. Para lo anterior se escoge Auschwitz, no como una fecha histórica más, sino como símbolo que da que pensar (Ricoeur). También se presenta la contraposición entre “ética” y “moral” priorizando en caso de conflicto entre ambas a la primera por sobre la segunda. Igual cosa se hace con la problemática relación entre la justicia y el derecho privilegiándose la primera por sobre el segundo.
Palabras clave: Educación, ética, moral y cultura.
ABSTRACT
This article provides an interpretation of education which is conceived as an exer- cise eminently ethical aimed to rescue the memory of the victims of the forgotten who is them to condemn. Ethics is not intended in any case as a branch of philosophy but as the “first philosophy”. Following this guideline faces the challenge that it is evil to an ethic that wants to be beyond the cultural relativ- isms. For the above chosen Auschwitz, not as a historical date, but as a symbol that gives to think (Ricoeur). Also is the contrast between “ethics” and “moral” prioritizing in the event of conflict between the two the first above the second. Same thing is done with the problem- atic relationship between the judiciary and
the law favoring the first above the second.
Keywords: Education, ethics, morality and culture.
La educación puede ser abordada desde varias perspectivas, como por ejemplo desde el campo de la psicología, de la sociología o de la
antropología. En todas esas miradas se arroja una nueva luz que permite mirar el fenómeno de la educación desde diversos ángulos. En el presente trabajo, abordaremos la educación desde una mirada ética, la que si bien siempre ha estado presente de una u otra manera, se la ha abordado en términos muy generales como una parte de la cultura llegándose inclusive a confundirla con la moral. La ética se concibe como un elemento anexo a la educación pero no como algo que la determina y contribuye a definirla. Planteamos, por el contrario, que la ética no se reduce a la cultura, como sí ocurre con la moral, sino que constituye una instancia a la que denominaremos como “meta-ética”, que trascendería las distintas culturas permitiendo además el poder evaluarlas. Esta instancia, en nuestra opinión, la instaura el Otro, pero concretizado en un nivel ético-político y ético- antropológico mediante la figura de la víctima.
En consideración a lo anterior, lo primero que se abordará en este artículo es un tratamiento de la ética en tanto que “meta-ética”, para a continuación entrar a discutir el problema que nos presenta el mal, lo que abarcará la mayor parte del trabajo, a fin de concluir brevemente con unas reflexiones acerca del derecho y su relación con la justicia.
Empezaremos por decir lo que esta ética no es para luego intentar un acercamiento más positivo a la realidad concreta de una educación orientada a no olvidar la memoria de los que vieron sus vidas injustamente tronchadas. Una “meta-ética” no es lo que hasta aquí se suele denominar con el nombre de “ética” y lo anterior obedece a una razón muy sencilla. La ética tal como se la ha entendido frecuentemente se presenta como una rama de la filosofía cuyo objeto de estudio no es otro que el conjunto de usos y costumbres tal y como se reconoce en una sociedad determinada. Lo que la ética hace es reflexionar sobre los fundamentos que orientan a una sociedad en relación con los usos y costumbres que predominan en ella. Llamaremos “moralidad” a lo aceptado socialmente y que se perpetúa por intermedio de la educación. La educación se ha entendido tradicionalmente como la consolidación de los usos y costumbres al interior de una sociedad mediante la acción e influencia que ejercen las generaciones mayores sobre las más jóvenes (Durkheim). En oposición a esto último, planteamos una educación considerada como una instancia destinada a rescatar la memoria de las víctimas y ayudar a prevenir
que la barbarie de Auschwitz no vuelva a repetirse.
Adorno (1998) propone un verdadero programa de acción en relación con este punto inspirado en un único objetivo: que Auschwitz no vuelva a repetirse. La práctica pedagógica y la reflexión filosófica no pueden soslayar este importante aspecto.
Según Adorno, “la exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que plantear a la educación. Precede tan absolutamente a cualquier otra que no creo deber ni tener que fundamentarla” (Adorno: 79). Semejante imperativo categórico no precisa de que se lo fundamente sino que es él su propio fundamento.
Ahorabien: loquedeberíaprecisarseenesteprogramadeacciónpropuestopor Adorno es la forma que deberá asumir la ilustración como única herramienta eficaz contra la amenaza de que dicha barbarie vuelva a reiterarse.
Adorno reconoce igualmente que “el pasado sólo habrá sido superado el día en que las causas de lo ocurrido hayan sido eliminadas. Y si su hechizo todavía no se ha roto hasta hoy, es porque las causas siguen vivas” (Adorno: 29).
Superar el pasado no consiste en olvidarlo sino en volver a recordarlo a fin de que no pueda volver a reiterarse. Recordar el pasado significa hacerse cargo de la historia y no pretender que aquí no ha pasado nada. Pero este “hacernos cargo” asume una forma bien precisa y esta forma no es otra que la ética. Una educación para la ética como único antídoto que puede prevenir que la monstruosidad que representa Auschwitz no se repita jamás.
La ética es “meta-física” y precede a la ontología. Lo anterior se explica fácilmente porque cuando hablamos aquí de una “ética” lo hacemos traduciendo una experiencia anterior a toda otra experiencia pensada desde una dimensión fenomenológica. La experiencia ética es previa a la experiencia fenomenológica. La razón de lo anterior es muy simple: la experiencia fenomenológica es aquella experiencia sometida a la reducción fenomenológica la cual desconecta cualquier remisión a un mundo empíricamente existente por sí mismo. Sólo queda la vivencia como pura donación de sentido. Pero la experiencia ética sugiere un sentido que no procede del yo puro sino de una exterioridad. Esta exterioridad es la del Otro.
Siguiendo a Lévinas (1995) llamaremos Mismo al Yo y Otro a la tercera persona, en este caso, al Él. Distinguiremos entre el “Tú” y el “Él”. La segunda persona es también otra pero no el Otro. El Otro se caracteriza por su alteridad radical que escapa a cualquier representación por parte del Mismo.
Llamaremos “lenguaje” a la relación ética por excelencia donde ambos miembros se absuelven tan pronto entran en contacto entablando una
suerte de comercio ético. Siempre siguiendo a Lévinas (1995) afirmamos que la relación ética es por definición una relación de ente a ente previa a cualquier comprensión que involucre el ser. No se trata de una relación
sujeto-objeto sino de una relación sujeto con sujeto. Concluimos que la ética no sólo es previa a la ontología sino que en último análisis permite fundarla. Lévinas insiste: “Lo que caracteriza inicialmente al otro no es la libertad, de la que se deduciría a renglón seguido la alteridad; la esencia del otro es la alteridad” (Lévinas: 131).
Para Lévinas (1995), el Otro es lo absolutamente Otro lo que habla a las claras de la eminencia en que se traduce la llamada que el Otro le formula al Mismo. La relación ética descansa en la asimetría en la que se encuentran sus miembros, pues el Otro no tiene obligaciones que lo aten al Mismo mientras que el Mismo es siempre culpable frente al Otro aunque personalmente no lo sea. El Mismo es culpable frente al Otro no por alguna culpa en especial de la que es menester que responda. Es culpable porque siempre, no importando la celeridad con la que se apresure a responder ante la llamada del Otro, llega atrasado, y ese atraso obedece a que su tiempo no es el tiempo en el que se formula la llamada del Otro. Asistimos a una diacronía radical que rompe la sincronía de la conciencia. La conciencia se ve desfondada por la presencia acusadora del Otro y su llamada que lo acusa aun cuando personalmente no lo sea.
El sujeto es unicidad pero esta unicidad es la del único, la del insustituible, que debe responder por el Otro, obligado a una relación sin reciprocidad.
Un problema surge en toda esta exposición que parece contradecir de modo radical lo que viene diciéndose de una ética concebida como “meta-ética”: dicho problema no es otro que el problema que guarda relación con el mal.
Entramos ahora a un problema que atraviesa la reflexión ética de un modo transversal. Este problema no es otro que el problema del mal, de la maldad objetiva, la cual no consiste en el mal que llevamos a cabo personalmente y del que debemos responder ante el tribunal de nuestra conciencia, sino del mal que forzamos a otros a cometer por nosotros. A la primera clase de maldad, la llamaremos “malicia” y a la segunda clase la designaremos como “malignidad” (Zubiri 1999), o sea, como una maldad en grado superlativo. A modo de ilustración, reproduciremos el siguiente pasaje que da cuenta de cómo la maldad personal se transforma de simple malicia en malignidad, al obligar a otros a perpetrar acciones perversas por nosotros, por nuestra instigación:
“Debo desterrar de mi pensamiento toda noción sobre los judíos como individuos. Ellos carecen de importancia /…/ Los judíos interrumpen nuestro camino. Es preciso descartar todo sentimiento, toda sensiblería, todas las nociones cristianas, caducas e inservibles de caridad y piedad”
(Green: 140-141).
Las reflexiones pertenecen al abogado alemán Erik Dorf, uno de los protagonistas de Holocausto, la novela de Gerald Green, cuya conciencia se ha visto tan anulada por las ambiciones más insensatas de la propaganda nazi, que lo conduce a justificar desde un punto de vista histórico y jurídico la famosa “solución final” referente al problema judío. Apreciamos la malignidad en toda su dimensión, porque ha desaparecido toda frontera entre lo lícito y lo ilícito llegando al extremo de avalar el asesinato masivo ordenado desde los órganos del Estado.
En la segunda parte de esta obra, el mismo Dorf antes de caer prisionero de los aliados, se extraña de que se lo considere un “monstruo”, un “asesino”, simplemente por cumplir órdenes mejor que nadie:
“Si llegan a capturarme, me mostraré tan valiente como nuestro Führer y me limitaré a decir que soy un honorable oficial alemán, que se ha limitado a obedecer órdenes, a actuar de acuerdo con mi conciencia y a creer profundamente en los actos que me ordenaron llevar a cabo… porque no tenía nada más en que creer” (Green: 371-372).
Dorf añade esta última justificación haciendo notar que para él “actuar conforme a su conciencia”, obedeciendo a ese tribunal supremo de que hablaba Kant, significa “creer en lo que le mandaron hacer”, pero aquí viene lo terrible: porque no tenía nada más en que creer.
Green coloca en boca del personaje anterior una última reflexión: “Dirán de nosotros cosas verdaderamente terribles. Pero jamás podrán empañar nuestra básica honradez, nuestro amor por la familia, la patria, el Führer” (Green: 372).
La última reflexión de este personaje ilustra uno de los dos conceptos que aquí deseamos someter a discusión: el concepto de moralidad. Nosotros afirmamos que la ética y la moral pueden entrar en conflicto y que es posible que existan personas que aún teniendo una moralidad carezcan en cambio de una ética. El abogado alemán tiene una clara conciencia de su valor como individuo moralmente intachable. Simplemente se limitaba a cumplir órdenes. Existe una moralidad que es la moralidad del deber cumplido. Lo que no existe es la ética, porque este mismo personaje carece a su vez de lo que aquí podríamos denominar como “simple humanidad”, permitiéndole apreciar al otro “ser humano” en toda su integridad. No ve al otro como otro ser humano. No existe para él. Dorf tiene una moralidad y por eso se extraña de que se lo moteje de “asesino”. En efecto: él no es un asesino desde el punto de vista de la moralidad del deber cumplido. Pero carece de ética y por ello no es capaz de hacerse cargo de la magnitud de su crimen. Sus reflexiones finales son tremendamente decidoras: no podrán achacarle nada referente a su honradez, a su amor por la familia o la patria. Eso es la moralidad. Lo que aquí está ausente es la ética. Encontramos una moralidad pero no una ética, porque no existe conciencia de que nuestros actos afectan a otros y que
dichos otros no son simplemente números, meros sumandos, sino que seres humanos iguales a nosotros al menos en dignidad.
Dorf tiene conciencia de su valor como “soldado de una causa”. Pero carece de una conciencia de que al lado suyo existen otros que no son como él y que pese a ello igualmente son seres humanos. Tiene una moralidad pero carece de ética.
Contraponemos la ética a la moralidad. Pero lo anterior es insuficiente, pues todavía nos hace falta enfrentar algunas objeciones que pudiesen formulársenos. En primer lugar, el argumento de la guerra parece una objeción de peso contra la validez incondicional que pretende la ética, ya que nadie duda que en el contexto de una conflagración armada las garantías éticas parecen quedar del todo suspendidas. Es lo que parece en el fondo querer decirnos el personaje del abogado alemán en la novela de Green. Los judíos eran los enemigos del Reich y por ello todos los medios de que se dispusiese a fin de apartar dicho obstáculo parecían justificados. Lo que parece una “monstruosidad” dada la absoluta desproporción existente entre las víctimas y sus victimarios resulta ser algo relativo después de todo, porque bien se podría esgrimir en defensa de los nazis o de cualquier otro régimen de corte totalitario que el bien mayor que se persigue es superior a la aparente maldad del momento. La decisión de emplear un arma de tanta letalidad como la bomba atómica en contra de civiles indefensos se podría justificar en aras del bien mayor que se perseguía en ese momento: la finalización de la guerra.
En la jerga castrense, por ejemplo, se habla de “daños colaterales” a fin de justificar las víctimas civiles en el curso de una guerra. Los mandos estadounidenses a menudo han recurrido a semejante argumento “técnico” para justificar las víctimas civiles en el desarrollo de la guerra de Irak. “Lo anterior si bien parece muy lamentable resulta inevitable si pensamos que se trata de una guerra destinada a ganar la democracia en ese país árabe”, se nos dice a menudo con la evidente intención de cerrar la discusión. En ese caso, el bien mayor es la democracia y el mal menor las víctimas civiles que en todo caso se podrían achacar al destino o a alguna otra causa imposible de prever.
Dejemos que los hechos hablen por sí mismos:
“Una comisión del Senado de Estados Unidos se conmovió cuando las lágrimas rodaron incontenibles por las mejillas del teniente coronel Neil Tetzlaff /…/ Antes un hombre atlético, Tetzlaff se había convertido en una persona frágil, desmemoriada e incapaz de un esfuerzo mayor” (Sohr: 257). El testimonio reproducido por el periodista Raúl Sohr muestra la investigación iniciada por una comisión del Senado Estadounidense acerca de la responsabilidad que le compitió al alto mando norteamericano en el empleo indiscriminado de uranio 238 más conocido como DU, al que se vieron expuestas las propias tropas americanas y la población civil, en el
contexto de la primera campaña del Golfo Pérsico en contra del régimen de Saddam Hussein. Siguiendo con el argumento esbozado más arriba, el daño colateral en el ejemplo aquí mencionado afecta por igual tanto a las propias tropas norteamericanas como a la población civil del país árabe. Sin embargo la pregunta que debemos formularnos es otra: ¿se deroga la ética y el derecho queda sin efecto en el curso de una guerra? ¿Es el bien mayor razón más que suficiente para justificar la cancelación de las garantías que la constitución de un país reconoce a sus ciudadanos?
No basta con oponer la ética y la moral, porque se nos puede contra- argumentar que a veces se justifican las excepciones y la guerra parece ser el escenario favorito de quienes argumentan de este modo. Pues bien: quienes argumentan que la guerra y otros escenarios similares imponen una suspensión de las normas éticas y del derecho deben explicar al mismo tiempo como se proponen restablecer el imperio de la ley y del derecho una vez cancelados éstos. La debilidad inherente a este tipo de argumentaciones es que da por sentada la validez de las supuestas excepciones a la regla. Pero una vez lanzados en este camino la posibilidad de discriminar entre lo que se muestra como válido y lo que no desaparece. Si ya no podemos discriminar entre lo que es legal y lo que no lo es, si lo bueno y lo malo o lo ético y lo no ético se confunden, llega un momento en que nos quedamos sin argumentos para seguir amparando las supuestas excepciones, porque en ese instante son las propias excepciones la regla y no al revés. Una vez que desaparece el derecho sólo queda lugar para la fuerza sin otro límite que la propia fuerza, y entonces o nos proponemos como tarea la edificación de un nuevo derecho en reemplazo del antiguo o nos resignamos a que la sociedad toda se hunda en el caos.
En realidad, la guerra no cancela la fuerza incondicional que emana de las normas del derecho y de la moral. Por el contrario, lo único que hace la guerra es convalidar la universalidad que se desprende de las reglas de la ética, en el momento mismo en que se piensa que la ética ha quedado descalificada por la supuesta excepción que representa la guerra. El que argumenta de la manera antes descrita piensa que la guerra es la suprema excepción a la regla pero se equivoca. La guerra es la confirmación misma de la validez incondicional que emana de la ética y de sus preceptos. El bien mayor nunca podrá justificar la anulación de la ética y la suspensión aunque temporal de las normas del derecho.
La ética que se propone en este artículo no es lo que la filosofía conoce como “ética”, pues de acuerdo con la tradición filosófica imperante en Occidente la moralidad designa lo socialmente aceptado y la ética representa la reflexión teórica sobre lo anterior, mientras que para nosotros la ética y la moral se oponen por cuanto una es parte de la cultura y la otra no.
Tampoco la ética propuesta aquí puede confundirse con las distintas éticas aplicadas que se infieren del ejercicio de una profesión (la de médico o jurista,
por ejemplo). Nosotros pensamos que la ética concebida como auténtica “Filosofía primera” integra las distintas éticas parciales (la llamada “ética médica” o la “ética jurídica”) y las sobrepasa al propio tiempo. El bien sigue siendo el hilo de Ariadna de la ética, pero en el lenguaje de Lévinas el bien y la idea de infinito coinciden, por lo que aquí nos separamos de Aristóteles y nos aproximamos más a Platón. En efecto, la filosofía en Platón designa la ciencia del bien y la verdad y el filósofo griego entiende el bien como una idea situada más allá de la esencia (coincidente con Lévinas y su consecuente oposición entre dos ideas contrapuestas: la de totalidad y la de infinito.) Veamos algunas especificaciones sobre el bien que se han propuesto en la filosofía. La tradición cristiana establece una ecuación entre el ser y la bondad contraponiéndoles resueltamente el no-ser y la maldad. El mal es puro “no- ser”, y dado que todo cuanto existe es tal y como debe ser, la maldad no es nada real sino la simple “ausencia de bondad”.
En San Agustín, encontramos esta doctrina más o menos explicitada: “Pero, entonces, todo cuanto existe es bueno, y el mal, aquel mal del que
andaba buscando el origen, no es sustancia, puesto que si lo fuese, sería un bien; no es, pues, ni sustancia incorruptible, pues entonces sería un gran bien, ni sustancia corruptible, puesto que ésta es buena en cuanto puede perder algo de bien” (Agustín: VII, 12).
Para Lévinas, en cambio, el ser es el mal y lo es, por cuanto la ley del ser se inspira en el conatus y éste es violento. De hecho, el ser no puede permitir que permanezca lo que de algún modo lo limita, poniéndole límites. El ser sólo puede significar violencia y la violencia se desprende de su mismo ejercicio, porque el ser es antes que nada pretensión a continuar siendo y lo anterior por un tiempo indefinido. La ley del ser es amoral, pues no es otra que la ley del conatus y por ello la guerra pertenece a la esencia misma del ser.
Lévinas lo expresa magníficamente: “El interés del ser se dramatiza en los egoísmos que luchan unos contra otros, todos contra todos, en la multiplicidad de egoísmos alérgicos que están en guerra unos con otros y, al mismo tiempo, en conjunto” (Lévinas: 46).
En otro texto, Lévinas advierte que el ser es el mal no porque falte sino por exceso a tal extremo que causa espanto: “La noción de ser irremediablemente y sin salida constituye el absurdo fundamental del ser. El ser es el mal, no porque sea finito, sino porque carece de límites” (Lévinas: 87).
La doctrina del conatus la encontramos desarrollada en Spinoza. A fin de precisar todavía más lo que hemos venido diciendo vamos a tomar esta doctrina tal y como la presenta el filósofo holandés: “El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, no es nada exterior a la esencia actual de esta cosa” (Spinoza: parte III, proposición VII, 130).
Pero el filósofo prosigue su explicación añadiendo que el conatus no es nada más que el deseo por el cual una cosa persevera en su ser y lo anterior por un tiempo indefinido: “El esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su
ser, no envuelve tiempo alguno finito, sino un tiempo indefinido” (Spinoza: parte III, proposición VIII, 130). Según lo que se desprende de lo anterior, todo ser aspira antes que nada a continuar siendo y lejos de ser esto algo ajeno a su esencia es su esencia misma. Lo anterior se explica fácilmente, porque las razones por las cuales una cosa puede dejar de existir no pertenecen a la esencia actual de dicha cosa sino a alguna causa exterior y, puesto que la potencia de las causas exteriores sobrepasa largamente a la potencia de la cosa, ello explica la razón por la cual la cosa misma puede ser destruida no por un defecto que deba atribuírsele a la esencia sino por causas ajenas a esta última. Spinoza habla así del ser actual de una cosa, porque su ser formal corresponde a la “idea” que de ella existe en el entendimiento divino. La idea que Dios tiene de la totalidad de cuanto hay es eterna y no se destruye jamás. Para Lévinas, la ética surge cuando advertimos que el sentido no puede proceder del yo sino del otro el cual no se presenta como enemigo a quien madrugar y vencer, sino como el maestro que viene a impartir una enseñanza. Esta enseñanza es la que se lee grabada como a fuego en el rostro del otro: no matarás. Precisamente el “no matarás” impone un límite al ser, a su poder, pues señala un “más allá” del ser frente al cual el conatus se descubre como impotente.
Veamos lo que podemos desprender de lo anterior a fin de aplicarlo a nuestro problema: el de la relación entre educación y ética. Vimos que el argumento de los que proponían la guerra como excepción en la cual las normas del derecho quedaban suspendidas descansaba sobre un a priori. En efecto, para que el argumento en cuestión pueda tenerse por válido debemos reconocer el valor que tienen las excepciones en el ámbito de la moral y la prioridad del bien mayor sobre el mal menor. Pero hemos visto que en la guerra son las excepciones la regla y el mal menor sobrepasa al bien mayor, pues la desproporción existente entre la tragedia que entraña Hiroshima y el pretendido bien mayor que se esperaba alcanzar por el mecanismo de la bomba transforma a éste en algo irrisorio. Si lo que se deseaba alcanzar era la paz, entonces nos vemos obligados a tener que concluir que lo que se obtuvo no guarda relación con lo que se quería, y que el mal menor termina revirtiéndose dialécticamente sobre el tan publicitado bien mayor. No guarda relación en última instancia, porque si se perseguía la paz lo que se obtuvo fue la guerra fría dejando al mundo a merced de las armas nucleares. Adorno (1998) escribe a este respecto lo siguiente: “La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite valerme de la expresión kantiana; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego” (Adorno: 83).
Pues bien: para nosotros, esa “fuerza” es la ética y una educación para la ética es la mejor salvaguarda, a fin de que Auschwitz no vuelva a repetirse. Pero se trata de una ética global, de una “meta-ética”, absuelta del relativismo cultural y de la moral, por cuanto entendemos que la moral es cultural y esta “meta-
ética” nos remitiría a una especie de “más allá” de la cultura. Postulamos un “más allá” de la cultura otorgándole un carácter genuinamente metafísico, viendo en ese “más allá” al Otro siempre en sentido levinasiano.
La ética es el hilo de Ariadna que permite salir de los laberintos de la cultura y posibilitar el enjuiciamiento de dicha cultura. Esa es la razón por la cual nos atrevemos a oponer la moral y la ética, y a afirmar que cuando el derecho y la justicia entran en conflicto debe primar la justicia y no al revés. Por lo demás, la justicia no se confunde jamás con el derecho positivo, ya que éste no es sino la plasmación de los consensos a que una sociedad ha llegado.
Pero debemos hacer frente todavía a otra objeción. Esta segunda objeción relativiza la responsabilidad que los sujetos tienen en el curso de los acontecimientos o mejor aun, se pretende hacernos creer que los individuos carecen casi completamente de control sobre lo que acontece a su alrededor, pues la mayoría de las decisiones que se toman y que gravitan sobre nuestras vidas son tomadas sin preguntarnos si estábamos de acuerdo o no. Lo que el individuo opine o deje de opinar se vuelve intrascendente o por decirlo de otra manera, irrelevante, porque las decisiones ya fueron tomadas obedeciendo a consideraciones de las que nada sabemos o conocemos muy poco. Peor aún: lo que los individuos opinen puede no corresponder a lo que viven diariamente sino a una especie de “falsa conciencia” que como sucede con la ideología no se condice con la realidad.
Ya Marx nos colocaba en guardia frente a esta no coincidencia del ser social y su conciencia:
“El consumidor no es más libre que el productor. Su estimación o preferencia depende de los medios y de sus necesidades. Unos y otras están determinados por su situación social, la cual, a su vez, depende de la organización social del conjunto. Efectivamente, el obrero que compra patatas y la querida que compra encajes siguen su respectiva opinión. Pero la diversidad de éstas se explica por la diferencia de posición que ocupan en el mundo, la cual es producto de la organización social” (Marx: 57).
La “opinión” de los individuos refleja la posición social que éstos ocupan al interior de una sociedad. Pero este “reflejo” no es inmediato sino mediatizado y por ello es que las ideologías no son un espejo sin mancha del mundo real sino en realidad un verdadero “espejo trizado”. La conciencia no coincide con el ser social. Ahora bien: como las “ideologías” son un producto discursivo de la conciencia pero esta “conciencia” no es sino una “falsa conciencia”, las “opiniones” de los individuos más que reflejar lo que éstos son lo que hacen es ayudar a encubrir lo que el mundo finalmente es. La conciencia que tienen los individuos no es la conciencia de lo que son sino de lo que ellos creen o
se figuran que son.
El argumento que hace de los individuos un simple juguete en manos de fuerzas que éstos no controlan es, hasta cierto punto, correcto. Pero lo que sucede es que toma la causa por el efecto y viceversa. Si los individuos de nada se enteran o si lo hacen ello acontece en un ámbito de extrema ideologización, ello se debe a que el propio medio está interesado en promover una “falsa conciencia” de parte de los individuos, a fin de que las “opiniones” de éstos traduzcan la relativa impotencia en que se encuentran sumidos los sujetos frente a sistemas sin rostro y gobernados por sus propias leyes. Es tarea de una “educación para la contradicción y la resistencia” (Adorno 1998) el provocar un quiebre en esta “falsa conciencia” descorriendo el velo ideológico que encubre la realidad. Lo que entiende Adorno por lo anterior es una educación que se niega a participar de la “falsa conciencia” dominante y la somete a una crítica que pone al descubierto su carácter mistificador y encubridor.
Pero esta educación concebida aquí como un “ejercicio desmitificador” sólo puede cumplir con su rol mediante el “recuerdo” de las víctimas que el sistema sin rostro deja tras de sí. Es la víctima (Dussel 1998) el punto de inflexión en relación con el sistema, porque constituye frente al carácter positivo que asume el primero la negatividad máxima, su negación suprema. Una educación para el recuerdo resultará, pues, provocadora, pues se negará a reconocer la pretensión de bondad a que aspira el sistema vigente, confrontándolo con la víctima de sus propias políticas positivas.
Reformulemos nuestra posición: en relación con el argumento que plantea la excepcionalidad de la guerra, nuestra reflexión consistió en hacer notar que el argumento en cuestión adolecía de un serio defecto: para que se lo pueda tomar en serio, debe concederse a la excepcionalidad un valor supremo y en ese contexto, las excepciones se convierten en la regla de tal manera que el bien mayor que se buscaba termina siendo anulado por el mal menor que de simple medio se convierte en un fin en sí mismo. En relación con el segundo argumento, lo que se persigue es diluir las responsabilidades en los engranajes anónimos de un sistema sin rostro, pues las decisiones que en él se adopten se toman sin nuestra participación ni menos nuestro consenso. Pero el error que es posible advertir en este argumento consiste en que ya el recurso a la falta de responsabilidad por parte de los individuos esconde un principio de falsa conciencia, porque supone que los seres humanos somos el juguete pasivo en las manos de fuerzas que no controlamos, y que nuestras ideas u opiniones son sólo nuestras ideas u opiniones. Pero resulta obvio que si lo anterior es así se debe a que precisamente se cultiva en los individuos
la falsa conciencia de su falta de responsabilidad lo que se suele expresar hablando de un “borrón y cuenta nueva”. Pero esta “falsa conciencia” se promueve desde la educación conforme a la primera acepción que en este artículo le concedimos a la palabra en cuestión. En conclusión: la supuesta “inocencia” por parte de los individuos se invoca al precio de destruir las bases mismas del derecho. Si los individuos son sólo unos impotentes y exiliados patanes, no hay lugar para el derecho porque no existiría obligación alguna que cumplir, pues para que una obligación resulte vinculante debe presumirse la “responsabilidad” por parte de los individuos que es lo que en este argumento aparece negándose.
Entenderemos por “derecho positivo” “una específica normatividad reguladora de la conducta social del hombre” (Squella: 171). Entenderemos por justicia, en cambio, “el acto del hombre que inquiere por un criterio superior que establezca con cierta nitidez y exactitud aquello que debe ser, en relación con lo que son o pueden ser los derechos positivos dotados de realidad histórica” (Squella: 170-171).
Pues bien: nuestra posición final es la siguiente y puede resumirse diciendo que cuando se presentan conflictos entre la ética y la moral la que debe prevalecer es la ética. Lo mismo sucede cuando se presentan conflictos entre la justicia y el derecho (positivo). Es la justicia lo que debe prevalecer por sobre el derecho. En Alemania, durante el holocausto, ocurrió todo lo contrario de lo aquí defendido, pues prevaleció la moral por sobre la ética y el derecho por encima de la justicia.
Es evidente de que hasta Eichmann tenía una especie de moralidad, pero sin bases éticas esta moralidad es sólo barbarie, porque sólo queda espacio en ella para el cumplimiento de órdenes sin la mediación que le otorgaría una reflexión serena y racional, la cual por definición toma distancia de aquello que se dice y se hace buscando indagar por los fundamentos últimos de esto que se dice y se hace.
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