La “rostridad” en el estallido social chileno de 2019: acerca de la estrategia político-policial de mutilación ocular

“Faciality” during the Chilean social outbreak in 2019: on the political-police strategy of ocular mutilation

Silvana Vetö Honorato

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Universidad Andrés Bello

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Cristóbal Durán Rojas

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Universidad Andrés Bello

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Citación: Durán Rojas, C. & Vetö Honorato, S. (2021). La “rostridad” en el estallido social chileno de 2019: acerca de la estrategia político-policial de mutilación ocular. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 31(1), 202-217. doi.org/10.15443/RL3112

Dirección postal: Universidad Andrés Bello, Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Fernández Concha 700, Las Condes, Santiago de Chile

Resumen: Este artículo propone una lectura interpretativa de la mutilación ocular como estrategia político-policial sistemática aplicada durante el llamado “estallido social” comenzado en Chile en octubre de 2019. A partir de una elaboración del concepto de “rostridad”, desarrollado por Deleuze y Guattari, sugerimos que dicha estrategia sugiere, por una parte, el reconocimiento anticipado de la potencia subversiva de la revuelta, difícil de desactivar por los poderes gobernantes. Por otra parte, que la mutilación no solo apunta a los ojos sino también a las subjetividades que estos parecen organizar, las cuales aparecen ante el poder como clandestinas o nómades. Por ello, la mutilación ocular puede ser leída como una estrategia político-policial de re-subjetivación utilizada por el gobierno para desactivar una revuelta política que también se define por líneas de resistencia que se fugan de dicha estrategia.

Palabras Clave: Estallido social - Chile - Mutilación ocular - Rostridad - Subjetivación

Abstract: This article posits an interpretative reading of ocular mutilation as a systematic political-police strategy applied during the so-called “social outbreak” in Chile, which began in October 2019. Based on the concept of “faciality”, developed by Deleuze and Guattari, we suggest that such strategy suggests, on the one hand, the early recognition of the subversive potentiality of the revolt, difficult to deactivate by the governing powers. On the other hand, we hypothesize that the mutilation not only targets the eyes, but also the subjectivities that they seem to organize, which appear before the power as clandestine or nomadic. Therefore, ocular mutilation can be read as the political-police strategy of re-subjectivation used by the government to deactivate a political revolt which is also defined by lines of resistance that escape that strategy.

Keywords: Social outbreak - Chile - Ocular mutilation - Faciality - Subjectivation

Si el rostro es una política, deshacer el rostro también es otra política, que provoca los devenires reales, todo un devenir clandestino. […] Deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad.

Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas

1. Preámbulo: El “estallido social”

En octubre de 2019, luego del anuncio de un nuevo incremento en el precio del Metro en la ciudad de Santiago, estalló en Chile el levantamiento social más amplio, transversal y profundo desde las Jornadas de Protesta Nacional realizadas entre 1983 y 1986 contra la represión dictatorial del régimen de Augusto Pinochet. Lo que comenzó la semana del 7 de octubre como protestas al interior de algunas estaciones del Metro y que estalló con una acción coordinada por estudiantes secundarios el lunes 14 de octubre en una evasión masiva en una serie de varias estaciones, fue escalando y mutando rápidamente, hasta que el viernes 18 del mismo mes fueron incendiadas alrededor de 25 estaciones y la revuelta social ya se había hecho masiva.

Desde el primer momento, las autoridades del gobierno de Sebastián Piñera no lograron comprender el carácter de las acciones y apelaron a la necesidad de canalizar un descontento, pero reducían todas las manifestaciones a una causa única: el alza del pasaje (Mentiras Verdaderas, La Red, 17, 10, 2019). Como señalan Balbontín y Salas, para el gobierno, “la reducida narrativa científico-matemática de la realidad (…) hizo invisible la complejidad social de lo real” (2020, p. 12), evidenciando el divorcio entre la racionalidad técnica de quienes toman las decisiones y el conocimiento práctico de los y las habitantes del país en su habitar cotidiano. Sin embargo, como no quedaron dudas en los días que siguieron, se trataba de una protesta generalizada y de movilizaciones que no se podían ver limitadas a una demanda central. “No son 30 pesos, son 30 años”, fue una de las primeras consignas del denominado “estallido social”, increpándose directamente al extenso proceso de transición a la democracia llevado a cabo desde el fin de la dictadura militar, como responsable de perfeccionar y perpetuar el neoliberalismo en Chile. En efecto, dicho modelo implicó no solo la transformación de las relaciones económicas –flexibilización, competencia, privatización, ingreso y primacía del mercado financiero internacional, consumo, etc.–, sino también, como bien subraya Kathya Araujo, “una nueva oferta de modelo de sociedad” (2019, p. 18), cuyos caracteres tal vez más notorios son un individualismo y una meritocracia profundamente naturalizados y arraigados.

Las protestas y movilizaciones actuales, aunque precedidas por las movilizaciones estudiantiles entre los años 2006 y 2011, así como por las revueltas feministas de 2018, han sido también muy diferentes de estas. Tal vez la diferencia más evidente ha sido la respuesta del Estado: las masivas evasiones del Metro en Santiago, junto a las quemas y a los saqueos (sobre todo a grandes cadenas de supermercados), sirvieron como el argumento que tomó el Gobierno para decretar un estado de excepción constitucional, en vistas de garantizar el orden público. Al día siguiente, en cadena nacional, el presidente Piñera declaró que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”, sin dejar sospechas de que se trataba de acciones de un grupo organizado: “Estamos conscientes de que tienen un grado de organización, de logística, que es propia de una organización criminal”, llegando incluso a señalar que “(…) sabemos lo que están preparando para mañana” (CNN Chile, 21, 10, 2019).

Si bien Chile tiene una fuerte tradición histórica de represión y criminalización de la protesta social, incluso en su historia reciente posdictatorial, los dichos del presidente parecieron justificar anticipadamente la extendida violación de los Derechos Humanos (DDHH) de manifestantes civiles de todas las edades perpetrados por las Fuerzas de Orden y, aunque en menor medida, por las Fuerzas Armadas, desde los días inmediatamente posteriores a la entrada en vigor del estado de excepción. Huelga decir que este registro de violaciones sistemáticas de DDHH, con acciones que fueron –y siguen siendo– respaldadas activamente por el gobierno, ha puesto en tela de juicio la idea misma de “recuperación” de la democracia.

2. De un ojo perdido a un ojo ganado

Entre las violaciones de DDHH que se perpetraron desde el comienzo de las protestas sociales, como asesinatos, torturas, violencia sexual, detenciones ilegales, entre otras,1 el uso de las llamadas “armas no letales”, que disparan balines supuestamente de goma, fue tremendamente llamativo.2 Durante los primeros dos meses de movilizaciones, se pudo comprobar que las FF.AA., y principalmente Carabineros, utilizaron estas armas disparando directamente al rostro de civiles, produciendo lesiones oculares de gravedad con pérdida total o parcial de la visión en uno o ambos ojos que, al 6 de diciembre, ascendían a 352 casos.3 Este actuar policial alcanzó su punto más dramático el viernes 8 de noviembre cuando, durante una de las manifestaciones, Gustavo Gatica, un estudiante universitario de 21 años, recibió proyectiles en sus ojos, dejándolo con un Trauma Ocular Bilateral Severo por el que perdió completamente la visión de manera irreversible (CNN Chile, 26, 11, 2019). Otro caso emblemático de pérdida total de la visión en ambos ojos, a lo que se sumó la pérdida de los sentidos del gusto y el olfato, fue el de Fabiola Campillai, de 36 años, quien fue impactada en el rostro por una bomba lacrimógena –otra arma “no letal” utilizada sistemáticamente por la policía chilena– cuando se dirigía a su trabajo el 26 de noviembre de 2019 (Ciper Chile, 27, 1, 2020).

Dado el gran número de víctimas impactadas por proyectiles de distinto tipo en el rostro y, particularmente en los ojos, se puede conjeturar que no se trata de hechos accidentales ni de acciones incompetentes. Tal como han señalado numerosos medios de comunicación (sobre todo internacionales), organismos de DDHH, servicios hospitalarios y diversas instituciones, la sistematicidad de esta forma de violencia policial demuestra que no se trata de “errores” ni de “excesos” motivados individualmente, sino de una estrategia concertada y sistemática que ha tenido como efecto cegar a la población, y cuyas implicancias, efectos y alcances multidimensionales se vuelve necesario pensar de manera urgente (González, B., et.al., 2019). De allí que no sea descaminado afirmar, como hiciera el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Manuel Kukuljan, que se trataría abiertamente de “violencia ejercida por el Estado en la forma del uso sistemático de armas y procedimientos destinados a mutilar, como forma de control del orden público” (The North Post, 8, 11, 2019).

La lectura “intuitiva” que se ha hecho de este actuar policial ha sido certera. Ha apuntado a que con ello se pretende evitar que veamos aquello que hemos comenzado a ver: la desigualdad, el abuso constante del empresariado y las élites gobernantes, la violencia de un sistema neoliberal sin cortapisas, entre otros. Una de las más importantes consignas del estallido social ha sido “Chile despertó”; despertar que ha sido asociado también al “abrir los ojos”. En ese sentido, numerosas pancartas, afiches, stencils y grafitis callejeros, han acompañado esa consigna con ojos sangrantes, mutilados, tachados, en señal del precio que se ha debido pagar por este despertar. “Paradójicamente, el daño infligido a la visión parece expresar también la represión al término de una agnosis visual generalizada: aquella que durante años había impedido reconocer lo que se estaba viendo” (Johansson, 2019: 2-3).

Como indica un grafiti en las calles de Santiago, junto a un dibujo de dos ojos, uno de los cuales llora sangre: “Vivir en Chile cuesta un ojo de la cara”, aludiendo también a la importante desigualdad del país. Asimismo, las pancartas han contrapuesto la “ceguera de lxs asesinxs” que disparan “a los ojos del pueblo”, con aquello que el pueblo ha comenzado a ver a pesar de los disparos y mutilaciones. Otra pancarta señala: “¡Qué tanto vio Gustavo Gatica para que el Estado asesino, opresor, torturador, lo cegara!”. Es por ello que, tanto Gatica como otras víctimas de mutilación ocular, han enviado el mismo mensaje a seguir movilizándose: “Sigan luchando. Por favor, no pierdan la lucha. No podemos permitir que todos estos sacrificios, toda la sangre que se ha derramado, todos los esfuerzos que se han realizado queden en nada” (Tele13; 12, 11, 2019). O, como afirma para un reportaje del New York Times, otra de las víctimas, Pablo Verdugo, una vez dado de alta y de vuelta en la protesta: “Si ganamos algo, si cambiamos algo, este ojo va a ser un ojo ganado, no un ojo perdido” (New York Times, 2019: s.n.).

Si es posible sostener que el ver permite la construcción más o menos organizada de un archivo, y que dicho archivo actúa como una memoria que da cuenta de los modos de existencia que forman la vida en común, sería lícito afirmar que la mutilación ocular produce, de facto, una mutilación de la memoria. Sin embargo, por nuestra parte, buscaremos detenernos en una veta que no necesariamente contraviene, pero que sí se diferencia de esta lectura intuitiva de la violencia del proceder policial. A nuestro juicio, el procedimiento interpretativo que advierte en la mutilación ocular únicamente una herramienta de control público (que obedece a una estrategia no declarada), insiste solamente en la dimensión de la pérdida, sin detenerse en sus alcances, y sin concederle un estatuto de análisis explícito a la afirmación de Verdugo: “un ojo ganado”. No se trata, por cierto, de una afirmación indolente que desmerezca la grave y traumática experiencia de quienes han perdido sus ojos y la visión, sino de introducir otros elementos analíticos que permitan pensar el reverso y las implicancias políticas de dicho proceder.

A partir de la práctica de mutilación ocular, llevada a cabo por la policía en Chile desde octubre de 2019, no solo buscaremos comprender cómo dicha práctica político-policial se ejerció como forma de respuesta a una forma de revuelta social que escapaba a las formas más tradicionales de la protesta –sostenidas todavía en la confianza en la representación política y en la democracia– sino que intentaremos dar cuenta de los avatares que estarían implicados en aquello que se intenta destruir anticipadamente en dicha revuelta, a partir de la mutilación ocular. Reuniremos elementos analíticos e interpretativos para proponer que dicha mutilación sugiere el reconocimiento anticipado de una potencia subversiva de lo acéfalo y de formas potencialmente vagabundas, clandestinas y nómadas de movilización política que, en Chile, al menos hasta ahora, habían sido exitosamente desactivadas por los poderes gobernantes. Como intentaremos mostrar, reparando en los desarrollos de Gilles Deleuze y Félix Guattari en torno a las políticas de la rostridad y al proceso de rostrificación, es posible dar cuenta de dos vetas contrapuestas implicadas en la mutilación ocular: una que busca distribuir espacios en base a una organización que procede mediante la asignación de subjetividades y significados, y otra que pareciera huir anticipadamente de dichas formas organizadas. Nuestra hipótesis es que la forma de revuelta que emergió en Chile en octubre de 2019 abrió un agujero y creó un punto de fuga a las organizaciones identitarias, a las subjetividades adaptadas y consonantes con el neoliberalismo instalado gracias a la dictadura militar y afianzadas durante los 30 años de gobiernos de centro izquierda y de derecha que le han seguido. Pensamos que la violenta respuesta del gobierno de Piñera dio fe, aun sin saberlo, de la potencia subversiva de un levantamiento que apuntaba a desbaratar dichas organizaciones identitarias y, con ello, a un devenir abierto, prófugo e indeterminado, que parecía poner en entredicho los modos de existencia más íntimos del neoliberalismo. Esta respuesta fue, a nuestro entender, un intento de reorganización de lo que parecía resquebrajarse, un intento de re-sujeción o de re-subjetivación de lo que escapaba.

3. Porque se puede ver sin ojos: cómo formarse otro cuerpo

Los ojos, en tanto órganos de la visión, ostentan un sitial privilegiado indisputable como lugar de producción de la mirada. Ellos comportan la posibilidad final de intelección y comprensión que distribuye cierta relación con el mundo y que, de este modo, enmarca nuestra relación con nosotros mismos y con los otros. A todo lo largo de la historia occidental, la mirada parece ser crucial en la construcción del yo y de la identidad, como ya ha dado cuenta la historia del psicoanálisis (Freud, 1988; Lacan, 1998). Sin embargo, los ojos no constituyen inmediatamente a la mirada. Y pareciera ser que lo esencial de la visión no es el hecho de ver algo, sino que el ver actúa como el acto mismo de conciencia (Henry, 2002, p. 35 sigs.). En un breve ensayo sobre la vista y los ojos, el psicoanalista Georg Groddeck pudo afirmar una tesis de larga data –aquella que establece que el ojo ya no es tan solo el órgano de la visión, el órgano primordial que vale también como metáfora del theorein o de la contemplación del espíritu en general–, pero también proyectó otras consecuencias: “El ojo es el instrumento de la vista, pero no todo lo que el ojo ve lo ve también su dueño. Naturalmente se puede presentar el problema inverso, es decir, si el hombre también podría ver sin ojos. Sí puede.” (Groddeck, 1999, p. 23) Groddeck afirma que habría un deslinde, cierta separación entre la subjetividad humana, en este caso, y el ojo. Pareciera dejar abierta la posibilidad de que el ojo fuera algo distinto de la mirada que, tradicionalmente, pareciera dominarlo y subordinarlo. Pero esta disyunción, como nos sugiere, no solo nos revela que el ojo puede ver más que su dueño. También nos propone, a través de numerosos ejemplos, entre ellos los sueños, que pensemos que se puede “ver sin ojos”, es decir, que la mirada también es más que la función del ojo en cuanto órgano. El ojo pareciera funcionar con autonomía respecto de quien se menciona como su “dueño”.

Para Deleuze (2002), el ojo no es solo “el ojo del hombre”, sino más bien un modo singular de resolver el problema de la luz: el ojo no es sencillamente un órgano determinado encargado de recepcionar estímulos, sino que es el resultado de una contracción, y que se va haciendo a medida de su capacidad de soportar la luz, de su potencia de verse afectado por ella. En este sentido, si el ojo es un órgano, no por ello es “órgano del hombre, su dueño”, órgano de quien se autoriza como su responsable o como el garante de su subjetividad. Esto podría querer decir que el ojo, en cuanto órgano, se define por una relación diferencial. Si esto es así, es importante preguntarse qué se pone en juego en la práctica de mutilación ocular, donde el órgano es realmente desligado de su dueño, y su función es, tendríamos que pensar, destruida en dicho gesto.

Esta desidentificación entre el órgano y el cuerpo-“hombre”, que sería su dueño, abre la posibilidad de repensar las nociones de subjetividad, sujeto y subjetivación, vinculándolas, antes que a la propiedad (privada) y al nombre propio, a la fisura y lo impropio. Recordemos, precisamente, que lo que aquí está en juego es un intento de tomar distancia de una comprensión de los órganos como elementos necesariamente subordinados o dependientes de una unidad trascendente que los organizaría y que les proporcionaría su sentido y función. Sin embargo, es necesario demostrar que oponerse a dicha concepción de los órganos, según el polo de la organización, no implica necesariamente la defensa de una indiferenciación o de una indiferencia cualquiera. En Diferencia y repetición, precisamente cuando Deleuze quiere definir “la diferencia en sí misma”, aparecen dos formas de la indiferencia: por un lado, “el abismo indiferenciado, la nada negra, el animal indeterminado en el cual todo está disuelto”, y, por otro, “la nada blanca, la superficie de calma recuperada en la que flotan determinaciones no ligadas, como miembros dispersos, cabeza sin cuello, brazo sin hombro, ojos sin frente” (Deleuze, 2002, p. 61). La primera indiferencia es la de lo indeterminado en su máxima indeterminación. La segunda es también una indiferencia en la cual hay indeterminación, pero no en términos de un abismo indiferenciado, sino una en la cual las determinaciones son flotantes, no-ligadas, y son indiferentes unas respecto de otras. Aquí hay algo recuperado. Es la indiferencia recobrada como calma, es lo blanco de una distribución todavía no fijada, donde los órganos están liberados.

Esta necesidad de pensar al ojo desligado de la mirada y de la visión viene dada, podríamos pensar, en un campo en el cual todavía no estén configurados los individuos que distribuyen dicho campo. En otros términos: así como el relámpago “se distingue del cielo negro, pero debe arrastrarlo consigo, como si se distinguiese de lo que no se distingue” (Deleuze, 2002, p. 61), el ojo, para distinguirse de la luz con que construye la visión, debe arrastrarla consigo. Así, al mismo tiempo que intenta diferenciarse, se vuelve indesligable de ella: “Hay algo cruel, y aun monstruoso, de una y otra parte, en esa lucha contra un adversario inasible, donde lo distinguido se opone a algo que no puede distinguirse de él, y sigue uniéndose a lo que se divorcia de él” (p. 61). Al perderse la sutura entre el órgano y su función (Deleuze, 2009), sería posible pensar en una liberación de elementos ordinariamente prisioneros. Eso es precisamente lo que Deleuze advierte en Lógica del sentido, donde una liberación así ya no está sujeta a las condiciones de la semejanza (y de la representación), produciendo una “superficie”, un “más allá elemental”, un “otro que no es Otro” (2013, p. 317).

Se nos abre una nueva imagen que, de otro modo, se nos ocultaba o sustraía: una imagen desconocida de las cosas, que “se desprende” en la superficie, un sobrevuelo de esta superficie (p. 317); una superficie densa o, como diremos luego, llena, poblada. Esto nos daría la posibilidad de dar cuenta de otras relaciones –o mejor, otras conexiones– entre órganos. Los órganos aparecerán dispersos, pero no en una dispersión pasiva, sino como aquello que actúa contra la unidad del organismo. En este punto, es importante recordar que “el cuerpo sin órganos se opone menos a los órganos que a esa organización de los órganos que se llama organismo” (Deleuze, 2009, p. 51). Se neutraliza al cuerpo como un organismo y se hace funcionar a los órganos de otra manera. El órgano ya no será un dato, sino una determinación del encuentro entre una onda de amplitud variable (es decir, en un nivel x) y fuerzas exteriores a él. Para el caso del ojo, puede decirse, entonces, que este emerge de su encuentro con la luz. En este sentido, el órgano se da, o se produce, en la sensación de ese encuentro: un “órgano provisional, que solo dura lo que duran el pasaje de la onda y la acción de la fuerza, y que se desplazará para posarse en otra parte” (p. 53).

Es por ello que, contra los órganos determinados que definen al organismo, el cuerpo sin órganos se define por “un órgano indeterminado”, por la “presencia temporal y provisional de órganos determinados” (Deleuze, 2009, p. 54). Por ejemplo, al referirse a la pintura de Francis Bacon, Deleuze puede decir que “al ojo, no lo trata como un órgano fijo” (p. 58), puesto que libera al ojo de “su carácter de órgano fijo y calificado”, haciendo de él un “órgano indeterminado polivalente” (p. 59). Los ojos no se definen únicamente por hacer posible en términos sensibles la mirada de una subjetividad; son, más bien, elementos flotantes de un cuerpo –elementos que parecieran decisivos en el rostro. Como si ese ojo se moviera por todos lados, por cada rincón, por cada pliegue. Así, es el ojo que puede ver el cuerpo sin órganos, recorriéndolo sin detenerse específica ni cualitativamente en ningún segmento determinado. En este caso, “la pintura nos pone ojos en todas partes: en el oído, en el vientre, en los pulmones (el cuadro respira...)”. (p. 59)

Los ojos no solo serían, entonces, órganos de la representación, y ello permite conjeturar que las mutilaciones oculares ocurridas en el estallido social en Chile, no solo actúan como una estrategia de control policial (es decir, para herir, cegar o impedir ver lo que se ha comenzado a ver). La mutilación de los ojos de muchos/as ciudadanos/as fue dirigida, como intentaremos mostrar, hacia el presupuesto de un sujeto dado en un rostro, como si el ataque deliberado a esos ojos –un ataque al sujeto cuyo rostro se organizaría en torno a ellos– fuera un ataque hecho, según el dicho popular, contra “el espejo del alma”. Se intentó cegar a un sujeto como centro organizador de un rostro, pero la violencia del proceder policial reveló también la lectura de otra cosa, de un emerger otro en esos rostros. Lo que aparecía era otro tipo de sujeto, otra forma de subjetivación, que ya no respondía enteramente al rostro, o no al menos, como desarrollaremos en el siguiente apartado, al “rostro rostrificado” según una lógica imperante (el/la estudiante endeudado/a, el/la consumidor/a a quien su salario no le alcanza para comprar o pagar lo que desea, entre otras figuras), sino al “rostro como posibilidad de expresión” (Castro-Serrano y Fernández, 2017, p. 47 sigs.), es decir como fisura, como disolución de esos posibles y como apertura a nuevas formas de existencia, hasta entonces imposibles (Deleuze, 2002, p. 386 sigs.). El sujeto, las formas de subjetivación y el rostro pueden tener, entonces, siguiendo a Deleuze y Guattari, formas específicas y diferenciales de relación que vale la pena indagar para intentar comprender, desde allí, los acontecimientos del octubre chileno.

4. Los ojos: de la captura política a las líneas de fuga del proceso de rostrificación

Ahora bien, más allá de presuponer esa alianza entre los ojos que ven, pero que no solo ven sino que ocupan un lugar en la asignación de un rostro específico, es importante interrogarse sobre las dificultades enfrentadas por los poderes políticos (aunque también judicial, mediático, universitario, entre otros) para caracterizar al sujeto y la estructura de la protesta durante el estallido social, pues de dicha caracterización depende la estrategia político-policial diseñada para hacerle frente. Dichas dificultades emergieron debido a que efectivamente no se trataba del sujeto de la política, ni de la revuelta política tradicional, el cual se organiza en torno a agrupaciones y partidos (aunque también los haya habido de este tipo), pero tampoco se trataba del anarquista (El Mostrador, 3, 1, 2020). Se trataba de un “sujeto” de una especie particular, en pugna con las jerarquías que definen la organización del organismo, acéfalo y más parecido a las “fluctuaciones intensivas en que las identidades se pierden”, como señalaba Deleuze a propósito de una intervención de Pierre Klossowski acerca de Nietzsche (Deleuze, 2005, p. 161), de un flujo de intensidades desterritorializadas. Planteamos que fue esta dificultad para caracterizar al sujeto, esta imposibilidad de ver hacia donde debía dirigirse la respuesta político-policial, lo que desencadenó el ataque extremadamente violento y generalizado hacia los rostros, particularmente hacia los ojos –supuesto órgano– de quienes sí parecían ver, de la población que habitaba una arena urbana vuelta, hoy llamada “zona cero”. Zona indefinible, externa al reparto de la visión y de la inteligibilidad de los poderes político-policiales, donde es difícil decir qué identidades se defienden y se reclaman con los cuerpos que se enfrentan a la policía: ¿la identidad obrera, popular, feminista, la identidad minoritaria, disidente, la de los oprimidos? Ninguna de ellas, algunas y, por instantes, todas a la vez.

Como señala Deleuze en su prefacio al volumen Psicoanálisis y transversalidad, de Félix Guattari:

La expresión de Guattari, ‘somos todos grupúsculos’, señala claramente la búsqueda de una nueva subjetividad: subjetividad de grupo, que no se deja encerrar en un todo forzosamente dispuesto a reconstituir un yo, o lo que es peor aún un superyó, sino que se extiende a varios grupos a la vez, invisibles, multiplicables, comunicantes y siempre revocables. El criterio de un buen grupo no es que se considere único, inmortal y significante, como un sindicato de defensa o de seguridad, como un ministerio de excombatientes, sino que se ramifique hacia un afuera que lo confronte con sus posibilidades de sinsentido, muerte o fragmentación ‘en razón misma de su apertura hacia los otros grupos’. (Deleuze, 1976, p. 9)

Las fuerzas de seguridad se enfrentaban, entonces, no a una fuerza contraria pero análoga, sino a algo de un orden que les escapa, unas fuerzas “grupusculares”, siguiendo a Guattari. Ese “cuerpo sin órganos”, que se ha pretendido organizar mediático-políticamente en Chile bajo la denominación de “primera línea”, pero no es, ni ha sido, más que puntos que parecen líneas porque se desplazan, porque fluyen y escapan a gran velocidad. El disparo, que configura un ojo paradójicamente al mutilarlo, es parte de un intento de organización de lo inorganizado, de unificación de lo múltiple y heterogéneo. Se desprende de ese disparo, retroactivamente, el blanco al que ha apuntado, un rostro; poniendo en la mira a ese blanco supuesto, a ese ojo-que-representa-al-sujeto, ha producido al sujeto cuyo ojo lo representaría, pero que no estaba previamente allí. Como si se tratara de marcar, en el cuerpo social, a la protesta, hacer un rostro pretendiendo fijarlo como los “protestors” (disidentes, opositores, subversivos), cuando allí, antes del disparo, no había más que intensidades, flujos, cuerpos sin órganos.

En Mil mesetas, Deleuze y Guattari (2004) abren una reflexión notable respecto al rostro y lo que denominarán rostrificación. El rostro, afirman, es un sistema que diseña una superficie, un mapa. Un sistema que implica, al menos, una “pared blanca informe” de significación, que se marca con “agujeros negros sin dimensión” de subjetividad (p. 173). Esta intersección de elementos mixtos es un sistema que conformaría un rostro. Hay una pared blanca, donde se inscriben los signos, donde se labra el agujero, el surco, que constituye los ojos-agujero negros y la subjetividad. Pero no se piense, evidentemente, en una especie de tabula rasa, sino más bien en una “máquina abstracta de rostridad, que va a producirlos [los rostros] al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca, a la subjetividad su agujero negro” (p. 174). En esta pared se trazan círculos que bordean el agujero, y mientras más se aumenta la superficie de dichos círculos parecen ejercer un mayor llamado a completar con ojos, más dan a esa superficie una fuerza de captura. Los ojos se pueden multiplicar, pero el problema es ordenarlos, haciéndolos depender de una forma que los inclinaría a todos, que los haría arrodillarse a todos y cada uno frente al poder del rostro.

La rostrificación es un proceso que causa acontecimientos semánticos capturables y representables por los órdenes semióticos que definíamos (el significante y el sujeto). Es específicamente una codificación del rostro, como “imperio de uniformidad” que funciona imponiendo “coerciones rígidas a modos plurales de interpretación” (Bignall, 2012, p. 394). De ahí que se pueda decir que la rostridad “privilegia el agrupamiento conceptual de la identidad, la semejanza y la analogía, que enfatiza la posibilidad de la representación y la política del reconocimiento” (p. 396). Se hace un rostro reconocible y distinguible, y, por consiguiente, controlable:

Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. (Deleuze & Guattari, 2004, p. 174)

Sin embargo, esto no quiere decir que el proceso de rostrificación constituya sin más una clausura definitiva para un tipo de orden. Si bien “el rostro es una organización espacial estructurada que recubre la cabeza” y que, de este modo, oblitera su dependencia del cuerpo (Deleuze, 2009, p. 29), existen iniciativas de deshacer el rostro, para “hacer surgir la cabeza bajo el rostro” (p. 29). ¿Qué quiere decir esto en relación con nuestro problema? Que, pese a que la rostrificación persigue un fin confiscatorio, hay una línea que lo desarma, y que nos permite afirmar que “deshacer el rostro también es otra política” (Deleuze & Guattari, 2004, p. 192). Una cabeza se va dibujando donde solo tenía lugar la fijeza de un rostro; una cabeza incipiente, que solo actúa como trazo, como “trazos de rostridad”, como habría dicho Deleuze a propósito de la pintura de Bacon (Deleuze, 2009, p. 30 n), para referirse a la desorganización de un rostro, que tampoco desemboca en formas definidas y que sin embargo individualiza y cualifica una cabeza sin rostro. Del mismo modo en que se deshace el organismo para dar lugar a un cuerpo no atado al orden jerárquico del organismo, el rostro se deshace para dejar en su lugar una cabeza que busca escapar de la sujeción de sus rasgos.

Si bien podemos decir que “los elementos del mundo están organizados alrededor de rostros” y que “el rostro conlleva una preorganización del mundo desde la cual las experiencias se hacen posible” (Rushton, 2002, pp. 226-227), tendremos que empezar a considerar que esta no sería la única veta que está contemplada al pensar el proceso de constitución del rostro. El rostro contempla un carácter virtual en su definición, que no solo hace posible su actualización, sino que también mostraría inmediatamente vetas que no están dadas, que están en proceso de constituirse. La solidez de la organización del rostro se ve cada vez atravesada por rasgos de rostridad que quisieran romper dicha organización. Deleuze y Guattari piensan en el caso del tic. Si bien el rostro parece definirse por la organización de un conjunto de rasgos que son puestos al servicio de la significancia y de la subjetivación, el tic es la muestra de una lucha que se reanuda una y otra vez “entre un rasgo de rostridad que intenta escapar a la organización soberana del rostro, y el propio rostro que se cierra de nuevo sobre ese rasgo, lo recupera, le bloquea su línea de fuga, le reimpone su organización” (Deleuze & Guattari, 2004, p. 192).

Ahora bien, el sistema-rostro no es solo aquello contra lo que nos debatimos, “la medida de nuestras sumisiones, de nuestras sujeciones” (Deleuze & Guattari, 2004, p. 193). No es solo la figura de un “rostro-bunker” (p. 176), que atrapa y coagula el devenir. También nos impele a escapar de él, buscando inventar nuevos usos, moverse por ellos, hacerlos huir de sus formas y funciones. Digámoslo así: si el rostro comporta una fijación, una disposición de los ojos, si así se estratifican los ojos, se puede entender el uso sistemático de la mutilación ocular como política terrorista de Estado que apunta a una estrategia de reorganización de subjetividades, o, dicho de mejor manera, una nueva forma de subjetivación-sujeción. Hay rostros-bunker, organizados como verdaderas jaulas, pero también puede haber, aunque sean fugaces, rostros-clandestinos, propios de una corporeidad que se vuelve cuerpo sin órganos: “pecas que huyen hacia el horizonte, cabellos arrastrados por el viento, ojos que uno atraviesa en lugar de mirarse en ellos o de mirarlos en el taciturno cara a cara de las subjetividades significantes” (pp. 176-177).

En ese sentido, el rostro no solo implica una política, sino que se puede decir, con todo rigor, que “el rostro es una política” (p. 186), ya sea como forma de rostrificación desde los poderes y saberes establecidos, ya sea como formas de disolución y de fisura de ellos para devenir otro, para “constituir lo existente de otro modo” (Deleuze, 2015, p. 161). Disparar al rostro no es, entonces, tan solo atacar el órgano de la visión, de la mirada, del theorein, en el sentido de aquello que confiere identidad y reconocimiento, sino que también es desbaratar violentamente la “calma recuperada” que se organiza en torno al rostro y, a la vez, reorganizar los rostros en función de las necesidades del poder represivo del Estado, de reterritorializar los ojos subversivos a través de una operación de marcaje extranjera y violenta. Es decir, mutilar los ojos no solo implica impedir ver aquello que [de la sujeción] repentinamente se ha comenzado a ver –como en la lectura “intuitiva”, que caracterizábamos–, sino también dispersar los ojos, en el sentido de poner ojos en otros lados, de crear poblaciones oculares no segmentarizadas, que pueblan el plano –el plano urbano de la protesta, de la movilización–. En esta lectura, se podría entender que el Estado, a través de su brazo armado, tiende a cooptar y centralizar la distribución de los ojos, como operativa para el reconocimiento (facial) de las subjetividades.

Los ojos –provisorios, indeterminados, no fijos, pero que hacen sistema– aparecen a título de “agujeros negros” (p. 74). Los ojos-agujeros negros, que se componen gracias a estratos o territorialidades son, sin embargo, algo descualificado, que ha pasado a una desterritorialización absoluta. Un agujero negro no funciona completamente al margen del rostro donde se inscribe. Los ojos no se oponen al rostro, pero la cuestión es que los agujeros negros “se distribuyen como” ojos. La mayor parte de las veces, calificamos como ojos no tanto a los órganos, dotados de cierta forma o función, sino pensando en que componen una distribución donde, por ejemplo, cada uno de los ojos aparece como variables, por consiguiente, relativas. Dos ojos, un par, para una cara, un rostro. Sin embargo, la rostridad también entraña una multiplicidad: los agujeros negros no solo encajan en una pared blanca. No solo se trataría de “aferrarse a un rostro” (Deleuze & Guattari, 2004, p. 191), dejándose engullir por un solo gran y terrorífico agujero y neutralizando todos los demás: “El paisaje se poblará de ojos o de agujeros negros” (2004, p. 187).

Una política de Estado, que se define en su ejercicio a partir del derecho de visibilizar y determinar quiénes son capaces de ver y quienes no, ciertamente administra la mirada y las identidades. Pero ello no impide que se pueda pensar un momento afirmativo en que el rostro se desdibuja. Allí, “los rasgos de rostridad desaparecen” y se entra en otro régimen, “en otras zonas infinitamente más silenciosas e imperceptibles en las que se producen devenires-animales, devenires-moleculares subterráneos, desterritorializaciones nocturnas que desbordan los límites del sistema significante” (p. 121). Y este deshacer concierne una política, una que conecta con cierta aceleración de las partículas que se ponen en juego en los contactos que definen a la política. Como indicábamos en el epígrafe: “Si el rostro es una política, deshacer el rostro también es otra política, que provoca los devenires reales, todo un devenir clandestino. Deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad. […] buscad vuestros agujeros negros y vuestras paredes blancas, conocedlos, conoced vuestros rostros, esa es la única forma de deshacerlos, de trazar vuestras líneas de fuga” (p. 192).

Más allá del rostro, lo que despuntó en el estallido social fue la función de lo que, en Mil mesetas, Deleuze y Guattari llaman las “cabezas buscadoras” (p. 194), especies de puntas de flecha que aparecen en el plano forzando la transformación del régimen de signos de maneras no predecibles. Que van más allá del primer caos desterritorializante y apuntan a la producción de nuevos regímenes de enunciación:

La inhumanidad primitiva, la del pre-rostro, es toda la polivocidad de una semiótica que hace que la cabeza pertenezca al cuerpo, a un cuerpo ya relativamente desterritorializado, en conexión con devenires espirituales-animales. Más allá del rostro, todavía hay otra inhumanidad: no la de la cabeza primitiva, sino la de las “cabezas buscadoras” en las que los máximos de desterritorialización devienen operatorios, las líneas de desterritorialización devienen positivas absolutas, formando devenires nuevos extraños, nuevas polivocidades. Devenir-clandestino, hacer por todas partes rizoma, para la maravilla de una vida no humana a crear. Rostro, amor mío, pero, por fin, convertido en cabeza buscadora... Año zen, año omega, año... ¿Habrá, pues, que concluir hablando de tres estados, no más, cabezas primitivas, rostro-cristo y cabezas-buscadoras? (p. 194)

Cabezas-buscadoras capaces de penetrar un régimen de signos que parece evidente, forzando a transformarlo. Una “cabeza-buscadora es entonces lo que explora el terreno más allá del rostro, el terreno desde el cual el rostro no es nada más que una extracción o una cristalización. En este sentido, las cabezas-buscadoras son un movimiento en el caos” (O’Sullivan, 2009, p. 254). Dichas cabezas-buscadoras podrían llevarnos a pensar en esa fuerza que impide la clausura del rostro, y que nos sugiere pensar en otra política para este. Una política más intensiva que reflexiva, si seguimos la distinción hecha por Deleuze entre un rostro reflexivo y uno intensivo (1984, p. 137). El primero sería el resultado de una individualidad producida a partir de una semiótica significante que distribuye de manera definida una sujeción (suponiendo así, por ejemplo, una emoción o identidad interna, ligadas a constantes de género), mientras que el rostro intensivo, en cambio, sería resultado de hacer pasar distintos rasgos o trazos de rostridad siguiendo la intensidad de cada una de las expresiones, como individuaciones no terminadas, y que ponen en entredicho el lazo estable entre la identidad y el rostro.

5. Conclusiones

Es plausible entender que algunos dispositivos de poder implican la necesidad de producir rostros, encadenando y capturando las posibilidades de la máquina abstracta de rostridad. Esto sucede especialmente en aquellos dispositivos que se revelan como autoritarios, donde se concibe, por ejemplo, que el orden, la paz y la disciplina son previos, o son condición de posibilidad de la democracia, de la igualdad, de la justicia, de la libertad; como muchos políticos han afirmado en Chile desde el estallido social de octubre de 2019, y como bien lo enmarca el título mismo del acuerdo al que llegaran los parlamentarios de gobierno y de oposición a mediados de noviembre, buscando acabar con las intensas movilizaciones: “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, sin mencionar que, para lograr la paz, era necesario el reconocimiento y el fin de la impunidad con que se continuaban violando los DDHH. Un rostro “marcado”, un intento de dominar con la destrucción del ojo; no meramente cegar o disminuir “posibilidades”, sino imponer mediante una marca irreparable el castigo. Pero estos ojos también serán la marca de la debilidad, del miedo que el sistema siente por aquello que lo cuestiona radicalmente, por las cabezas-buscadoras que se asoman horadando los rostros que se asignan de un lado u otro, para inscribirse en una distribución administrada por nuestros propios gestos.

El actuar mutilador actúa como un reverso de la organización del rostro, que aparece requerido para controlar la identificación, y que construye una identidad que es capaz de tomar posición al ver, observar y dar crédito de los hechos comunes. Muestra la organización policial-estatal de la mirada y del reconocimiento, pero desarmándola, desorganizando sus componentes. Al dispersar los ojos, descompone los rostros y compone otro paisaje, en el sentido en que “una composición es la organización misma, pero disgregándose” (Deleuze, 2009, p. 129). Los ojos ya no convergen en un mismo agujero central (Deleuze y Guattari, 2004, p. 215) o, mejor dicho, es posible advertir otros modos de realizar conexiones que ya no son las dadas por aquello que no es permitido ver en determinado momento. El diagrama se compone o distribuye de otra manera, la dirección de las fuerzas que lo atraviesan no está agotada. Sucede como si las mutilaciones expresaran y envolvieran fuerzas que no solo dicen relación con una pérdida o una captura letal, por mucho que evidentemente lo sean también. Por ello es muy importante considerar asimismo la relación que las mutilaciones oculares parecen tener con la afirmación de cierta acefalia del estallido y de la movilización (tanto la crítica de la falta de un orden o una cabeza, como la idea que hace de la falta de liderazgo un factor plenamente afirmativo): como si a falta de poder englobar los ojos-agujeros negros en un rostro tradicional, como un partido o una agrupación con determinadas demandas, los poderes del Estado hubieran tenido la necesidad, y se hubieran arrogado la fuerza, de rostrificar a través del gesto mutilador. Nuevos rostros, nuevo paisaje, donde algunos/as tienen un solo ojo y, por ese rasgo, político, pueden ser reconocidos/as, identificados/as.

Así, perder un ojo, ambos ojos, es también perder el rostro tal y como era. Perder la identidad que se creía tener, aquella en la que se creía sostenido el reconocimiento. Pero, como han señalado algunos de los afectados, también podría ser, colectivamente, el equivalente de ganar otras fuerzas; que ese ojo, como dice Pablo Verdugo, no sea un ojo “perdido”, sino que se traduzca en algo ganado. Podría ser abrir flujos que, en los términos de Deleuze, ya no tendrían por qué ser aquellos del recuerdo, el fantasma y la interpretación. Ya no tendrían por qué ser los del pasado, de la semejanza, de la mimesis. Es decir, no tendrían por qué ser más de lo Mismo, sino, tal vez, esta vez, algo Otro. Otros flujos que se separan, se conjugan o se desbordan. La mutilación no puede caer únicamente bajo el modelo de la castración, que activaría un trayecto o un impulso desde su único marco. Nuevos “programas de vida”, que suponen rebasar las organizaciones, que suponen una “inversión de órganos” (Deleuze & Parnet, 1980, p. 57). Recordemos que, contra un Estado central que, según Deleuze y Guattari, se constituye por “concentricidad de los distintos círculos o por la puesta en resonancia de los centros” (2015, p. 216), y que pone un “ojo central”, habría que buscar modos de descomponer la manera en la cual los centros de poder organizan las resonancias. Puede incluso ser que no estemos hablando de un mismo ojo en los distintos planos de referencia sobre él. En este sentido, la disputa por las miradas y las visibilidades tiene también que considerar que un “un ojo […] puede ser producido de varias maneras independientes, en la desembocadura de series divergentes, como el resultado análogo de mecanismos completamente distintos” (Deleuze, 2001, p. 50), y que cuando hablamos de “ojo” quizá estemos procediendo por analogía para referirnos a procesos y a formaciones disimiles en los distintos planos en que intentemos abordarlo.

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Notas

1. Todas ellas identificadas, confirmadas y denunciadas por organismos como el Instituto Nacional de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnistía Internacional, la ONU y Human Rights Watch, los cuales han investigado y emitido informes claros y contundentes al gobierno, conminándolo a detener estas violaciones. Más de 13 mil personas heridas durante los dos primeros meses de protestas, 2.500 denuncias por violaciones a los derechos humanos, registradas por la Fiscalía Nacional, 31 muertos en el marco de las protestas.

2. El Departamento de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Chile fue el primero en investigar la composición de los supuestos balines de goma (o “perdigones”), y que descubriera que estaban compuestos por, alrededor de un 80% de plomo y otros metales, y tan sólo por un 20% de goma (Comunicaciones DIMEC-FCFM, 18, 11, 2019).

3. Según la Unidad de Trauma Ocular del Hospital El Salvador, en Santiago, y la Sociedad Chilena de Oftalmología, entre el 19 de octubre y el 12 de noviembre, se registraron 174 pacientes con Trauma Ocular Severo, con pérdida total o parcial de la visión (Sociedad Chilena de Oftalmología, 12, 11, 2019). Para el 18 de febrero de 2020, el reporte de estadísticas realizado por el INDH reconocía 445 heridas oculares, con 34 casos de estallido o pérdida total del globo ocular (https://www.indh.cl/archivo-de-reportes-de-estadisticas/)