Recolecciones de pérdidas
Compilations of Losses
Felipe Cussen
Universidad de Santiago de Chile, Chile
felipecussen@gmail.com
Recibido: Junio 2019 Aceptado: Noviembre 2019 Publicado: Junio 2020
Citación: Cussen, F. (2020). Recolecciones de pérdidas. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 30(1), 18-28. DOI: 10.15443/RL3002
Dirección Postal: Román Díaz 89, Providencia, Santiago, Chile
DOI: doi.org/10.15443/RL3002
Resumen: La categoría “recolecciones de pérdidas” alude a una serie de libros que compilan obras literarias, visuales, cinematográficas, fotográficas o musicales, que no podemos leer, ver o escuchar. En este ensayo se reúnen una gran cantidad de ellas, con el fin de analizar sus características e interpretar los efectos que buscan provocar en el lector.
Palabras clave: Obras inexistentes - Obras desaparecidas - Antologías - Historia de la literatura - Historia del arte
Abstract: The category “compilations of losses” refers to a series of books that compile literary, visual, cinematographic, photographic or musical works that we can’t read, see or listen to. In this essay I gather a large number of them, in order to analyze their characteristics and interpret the effects they seek to provoke in the reader.
Keywords: Non-existent works - Missing works - Anthologies - History of Literature - History of Art
Me he propuesto recolectar recolecciones, un tipo muy particular de recolecciones: aquellas que compilan obras literarias, visuales, cinematográficas, fotográficas o musicales, que no podemos leer, ver o escuchar. He llamado “recolecciones de pérdidas” a esta serie de libro (así como artículos y páginas web), que acumulan las viscisitudes de estas obras y sus creadores. La condición de “pérdida” puede responder a una obra que fue pensada o planificada pero no llegó a finalizarse, o se finalizó pero no pudo ser difundida, o incluso, aunque fue difundida, fue destruida o desapareció. En todos estos casos, se trata de obras a las que sólo podemos acceder de manera indirecta, en la medida en que alguien nos habla de ellas. Y, lo más importante, en tanto se nos entrega una cierta cantidad de datos, nos permite imaginarlas y, aún más, se apela a nuestro deseo de tener una experiencia estética imposible.
Para delimitar con mayor precisión el campo en el que me voy a enfocar, quisiera señalar antes algunas categorías similares1 que no incluiré en esta muestra: 1) obras potenciales, es decir, ideas o instrucciones para obras que podrían o no realizarse. En estos casos, éste fue el formato definitivo escogido por el autor, y no se trata, como veremos a continuación, de proyectos interrumpidos o abortados;2 2) obras ficticias, de las que se entregan algunas especificaciones o las vidas de sus autores igualmente ficticios. Aquí, si bien podemos tratar de concebirlas, no existe un modelo real al que estarían aludiendo de manera directa, y lo que predomina es su función dentro de narraciones mayores;3 3) investigaciones sobre la destrucción de obras reproducidas de manera masiva, particularmente libros. En estas ocasiones, prima la preocupación por un daño importante a nivel cultural y social, pero, a diferencia de obras únicas, el daño no es irreparable.4
Las recopilaciones que me interesan, en cambio, provocan en el lector la sensación de pérdida por aquello a lo que jamás podrá acceder. Un punto muy llamativo, sin embargo, es que he encontrado muestras de esta obsesión por las obras inexistentes en textos de características y propósitos muy diversos, ya sea investigaciones académicas o periodísticas, en catálogos e inventarios, en ensayos y testimonios personales, e incluso en novelas o libros de poesía. Podría decirse, entonces, que se trata de un subgénero transversal que cruza, además muy diversos soportes. En su mayoría, se trata de esfuerzos antológicos, abiertos a distintos países y épocas, aunque hay algunos escritos desde una perspectiva individual. Si bien comencé desde el ámbito literario, pronto descubrí varios referentes a otras disciplinas artísticas, que por motivos de espacio, no incluiré en estas páginas.5 Lo principal, en cualquier caso, es que mi atracción no se debe tanto al contenido ausente de aquellas obras referidas, de las cuales tenemos noticia de modo indirecto, sino a las motivaciones y estrategias que subyacen a estos proyectos tan eruditos como absurdos, que tratan de decirnos una y otra vez: “mira lo que nos estamos perdiendo...”.
Quiero comenzar con dos libros que quizás son los más conocidos de este grupo y que, además, fueron los que detonaron mi interés por este asunto: Artistas sin obra. “I would prefer not to” de Jean-Yves Jouannais y Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, que comparten, como se observa, el eco del famoso personaje creado por Melville. Ambos, además, se sitúan al borde de esta categoría, pues en rigor no prestan tanta atención a las obras inexistentes como a las trayectorias y anécdotas de artistas y escritores que, habiendo podido realizarlas, dejaron de hacerlo o ni siquiera llegaron a hacerlas.
Empiezo, pues, por Artistas sin obra, un ensayo publicado originalmente en 1997. Esta abundante compilación de casos conlleva, como también veremos en otras recopilaciones, una crítica a la historia del arte tal como la conocemos, que se ha centrado en aquellas obras efectivamente producidas y, en cambio, ha omitido “la crónica que resultaría de otros criterios, como por ejemplo una relación de los fenómenos artísticos según la idea, o según el gesto o la energía. Esta crónica discreta relataría las Vidas poco ilustres de artistas que no han producido objetos, pero que no por ello han dejado de ejercer una influencia fundamental en su época” (2014, pp. 23-24). Estos personajes han privilegiado más las prácticas sociales que implica la vida de artista, antes que la creación; por ello, su estrategia de validación es distinta: “al rechazar con violencia, ironía o inocencia, la lógica industrial y mortífera del museo y la biblioteca, estas sumas inmateriales, estas ideas no escritas, estas poesías vividas, por vitales que sean, sólo pueden confiar en la memoria y en el mito para atravesar las épocas” (2014, p. 25). Por sus páginas atraviesan distintas categorías de artistas sin obra, como los artistas conceptuales, los dandys, o los plagiarios. Uno de los ejemplos más claros de este tipo de figura es, a mi juicio, el de Félicien Marboeuf, “el más grande de los escritores que nunca escribieron” (2014, p. 70), quien “tenía una concepción de la literatura tan idealizada que nunca pudo creer que un hombre, quienquiera que fuese, pudiera un día tener el genio suficiente para darle forma” (2014, p. 73).
Es más, existe un ejemplo paradigmático de artista sin obra en las letras nacionales que perfectamente podría entrar en el libro de Jouannais: el “chico” Molina, activo participante de las tertulias literarias santiaguinas que nunca publicó un libro. Una famosa anécdota cuenta que, para acallar los rumores, leyó como si fueran propios unos fragmentos de El lobo estepario de Herman Hesse, antes que se tradujera al español. José Miguel Ruiz se animó a editar una antología con los textos que se supone son suyos, pero advierte: “Sé que al publicar estos textos corro el riesgo de que alguno pudiera no ser de él, pues en los originales no existe separación entre sus poemas y los que ha transcrito de algún poeta que le gustaba” (2016, p. 13). Jouannais también deja un espacio para algunos libros que fueron finalizados, pero que no pudieron ser difundidos, y menciona la biblioteca Brautigan, fundada por Todd Lockwood en homenaje a Richard Brautigan y su novela The Abortion. Está compuesta por “libros rechazados por los editores, obras abortadas, en suma, que se han quedado petrificadas en ese estadio del manuscrito al cual se suma algo peor que el oprobio: el veredicto a menudo tan injusto como definitivo del fracaso. Libros, pues, que no existen” (2014, p. 113).
El carácter sonriente y despreocupado de Artistas sin obra contrasta con el tono más melancólico que predomina en el segundo libro que determinó mi interés por esta categoría, también signado por el personaje de Melville: Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, publicado en 2000 y escrito en parte por el influjo de Jouannais, según asegura el autor en su prólogo a la edición española de Artistas sin obra (2014, p. 17). Una diferencia importante es que, en este caso, esta obra está enmarcada como una novela, con un protagonista oficinista empeñado en rastrear lo que llama el “síndrome de Bartleby”, aquella “pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores . . . no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre” (2000, p. 12). Lo que leemos a continuación son las “Notas a pie de página que comentarán un texto invisible” (2000, p. 13), por las que desfilan algunos conocidos maestros de la renuncia, como Rimbaud, Rulfo, Salinger, e incluso el ficticio Clément Cadou, quien para olvidarse de escribir decidió “pasarse toda la vida considerándose un mueble” (2000, p. 35), y que fue inspirado por Marboeuf, “un ágrafo del que he tenido noticia a través de Artistes sans oeuvres (Artistas sin obras), un ingenioso libro de Jean-Yves Jouannais en torno al tema de los creadores que han optado por no crear” (2000, p. 35). También inventa a Robert Derain, autor de “Elipses littéraires, una magnífica antología de relatos pertenecientes a autores cuyo denominador común es haber escrito un solo libro en su vida y después haber renunciado a la literatura” (38).
Antonio Valdecantos presentó hace pocos años Misión del ágrafo. Con pocos ejemplos y mucha conceptualización, entrega su versión de este tipo de escritor, al que define como un asceta extremo que “de llegar a publicar alguna vez seis o siete cuartillas, suscitaría con ellas una atención mayor que la provocada por seis mil o siete mil páginas” (2016, p. 24). Los ágrafos conocen bien su valía, y son capaces de “determinar con precisión exhaustiva qué libro dejaron de escribir cada año y cada temporada, y qué llevó a desechar cada uno de esos propósitos” (2016, p. 81). A pesar de lo que pudiera suponerse, lo define como “casi un exacto Antibartleby, que, ante cualquier sugestión para que escriba algo, contestará con toda la ironía que es posible en este mundo: ‘Yo, por mi parte, preferiría hacerlo’” (2016, p. 47): su opción no se debe a la melancolía, sino más bien al orgullo.
Otros ensayistas ya habían valorado antes la potencia de las carreras truncas de escritores célebres; George Steiner, por ejemplo, mencionaba a Hölderlin y Rimbaud en su ensayo “El silencio y el poeta” de 1966 (2003, pp. 64-65) y un año después, en “La estética del silencio”, Susan Sontag se refiere, además de Rimbaud, a Wittgenstein y Duchamp. En ellos, su gesto es relevante en la medida en que se detuvieron sólo una vez que demostraron su talento (2002, p. 18); más que artistas sin obra, pues, son artistas con obra que en un momento de sus vidas optaron por callar. Tom Fisher profundiza en esta problemática en Writing Not Writing. Poetry, Crisis, and Responsibility, al analizar las extensas pausas en la producción de George Oppen, Carl Rakosi y Bob Kaufman, y la detención definitiva de Laura Riding. En todos estos casos, se trata de poetas que se enfrentan a circunstancias históricas que ponen en cuestión el sentido de su práctica (2017, p. 5). Al final de su libro alude a la huelga iniciada en 2011 por Eileen Myles, quien propone dejar de escribir poemas para resistir la guerra (2017, p. 131).
En los recuentos de trayectorias vacías y fallidas de Jouannais, Vila-Matas y otros, no es posible determinar con precisión qué es aquello que no hemos podido disfrutar: sólo cabe proyectar qué es lo que se habría producido a partir de las obras previas de estos artistas, y en algunos casos ni siquiera contamos con eso. Las recolecciones que mostraré a continuación, en cambio, se centran en obras específicas que no fueron finalizadas o desaparecieron. Por lo mismo, el modelo con el que se juega puede ser el de la biblioteca. En su artículo “Les livres fantômes”, Claude Le Roy se refiere precisamente a las distintas variedades de libros que han desaparecido de “la bibliotèque officielle” (1996, p.51), tanto aquellos que alcanzaron a concretarse pero luego fueron arruinados, destruidos, robados, sacrificados por el autor o por otros, o que apenas fueron anunciados o prometidos como la continuación de un volumen ya publicado” (1996, p. 51). Luego ofrece algunos ejemplos que podrían ser los más añorados, como los sonetos que Dante intercambió con Cecco Angiolieri o el mítico Livre de Mallarmé (1996, p. 51). Alexander Pechmann recurre a la misma metáfora en La biblioteca de los libros perdidos, en el que un personaje que se presenta como el “subbibliotecario” nos guía por “una infinidad de salas con una infinidad de libros, manuscritos, hojas sueltas, papeles ilegibles y urnas que contienen las cenizas de obras quemadas o bien están llenas de recortes de papeles” (2011, p. 14). Su descripción de los tipos de obras perdidas es muy detallada: “aquellas que, en el curso de los últimos decenios, fueron destruidas por azar o accidente, en arrebatos de ira o delirio, o bien con total sangre fría, por autores, editores, herederos, abogados, curas, pedagogos, tiranos, soldados, censores y lectores; de aquellas que sucumbieron a calamidades naturales, fueron escondidas en lugares secretos o escritas en lenguas incomprensibles y letras indescifrables, de suerte que nadie puede leerlas” (2011, p. 15). Los grados de pérdida son variables: “La mayoría de esas obras se han perdido para siempre, algunas se han vuelto a descubrir en circunstancias extrañas, otras han podido reconstruirse tras su destrucción gracias a ciertas anotaciones conservadas” (2011, p. 15), y a veces prácticamente no hay ninguna información: “Ni nombre, ni título, ni contenido, ningún informe, ningún testimonio que permita sacar conclusiones sobre una obra perdida. Esos manuscritos sobre los que hasta ahora no se ha transmitido nada, esas obras sobre las que nadie ha sabido ni ha podido jamás decir nada, constituyen la mayor parte de nuestra biblioteca” (2011, p. 16). Es ésta, ciertamente, la masa oscura que siempre late detrás de cada autor conocido, de cada libro publicado. Los distintos capítulos pasan revista a manuscritos destruidos, libros que nunca fueron escritos (de los que sólo conocemos alguna mención directa o indirecta por parte de sus autores), además de la categoría de libros ficticios que, cuya condición es, a veces, relativa: “un sinnúmero de libros que uno quisiera situar en el reino de la fantasía porque son mencionados exclusivamente en textos de ficción, aparecen de pronto en catálogos y anaqueles donde nadie hubiera supuesto que estarían” (2011, p. 151). Por último, en la línea de Jouannais y Vila-Matas, incluye una sala muy peculiar, la de los “Autores sin obra”, “una habitación misteriosa que no contenía libros, rollos ni tablillas de barro, sino bustos de mármol, retratos al óleo y fotografías tanto de personajes célebres como de otros desconocidos, que hubieran podido ser escritores si múltiples motivos no los hubieran alejado de la escritura” (2011, p. 223).
Como se observa, es muy frecuente que en este tipo de recopilaciones se combinen la categoría de pérdida que he querido destacar con la de libros ficticios u otras. Patricio Pron ofrece una amplitud mayor en El libro tachado, pues también incluye libros realizados con prescindencia de un autor, borrados, falsificados, así como censuras o destrucciones masivas de volúmenes ya publicados. Estos casos se combinan con algunos más específicos de autores que destruyeron sus propias obras (por ejemplo Moliére y su L’homme de cour (2014, p. 79) al igual que Heinrich von Kleis y su “Robert Guiscard” (2014, p. 80). En todo caso, la suma de estos ejemplos forman parte del propósito general que es compartido con el de otros autores ya citados: “concebir una historia de la literatura cuyo tema no sea lo que la literatura es y ha deseado ser, sino lo que no es y no ha querido ser. Una historia, pues, que . . . concibiese su objeto de estudio como una literatura caracterizada por la interrupción, la inexistencia, la borradura, el silencio y la negación de sí misma” (2014, p. 16). Un proyecto pensado con un similar espíritu abarcador es The Missing Books de Scott Esposito, un libro electrónico publicado en 2016, luego en 2017, y que está concebido como un work in progress. La categoría “ausente” abarca también libros fictios, libros que estaban perdidos pero aparecieron (como Livro do Desassossego de Fernando Pessoa (2017, p. 23) y algunos no finalizados, The Books That are Yet to Be,como Progress y Exterior Signs of Wealth, prometidos por la humorista y ensayista Fran Lebowitz, quien se ha declarado enferma de Writer’s Block por más de treinta años (2017, p. 4).
Uno de los libros más completos en este campo es The Book of Lost Books. An Incomplete History of All the Great Books You’ll Never Read de Stuart Kelly, que cuenta con una primera edición en 2005 y la segunda en 2010 y que, como su subtítulo indica, está destinada a ir variando en cada nueva versión. A diferencia de Pechmann, Pron o Esposito, el ordenamiento no es por tipo de pérdida, sino cronológico, y cubre una gran cantidad de casos desde la antigüedad (Safo, Sófocles, Aristófanes) hasta nuestros tiempos, pero también lo anima un espíritu similar: “The entire history of literature was also the history of the loss of literature” (2010, p. xvii). Al inicio, sin embargo, entrega una clasificación que calza mucho con la que aquí estoy presentando: algunos de estos libros perdidos han sido destruidos (por ejemplo manuscritos quemados por los autores), otros están ausentes pero han sobrevivido porque alguien los recuerda o tomó notas (por ejemplo el Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure), otros fueron robados o extraviados, algunos no fueron finalizados debido a la muerte del autor o, simplemente, fueron únicamente planificados (2010, p. xvii-xix). Un dato curioso es que, como cuenta al final, este mismo The Book of Lost Books estuvo a punto de convertirse también un libro perdido: una vez que finalizó el manuscrito y lo envió por e-mail al editor hizo una celebración en su casa pero, al día siguiente, se dio cuenta que le habían robado el computador y no tenía otro respaldo: “I almost liked the irony: that The Book of Lost Books was one email away from being a lost book itself. It would have made a good conceptual art project, but a lousy start to a literary career” (2010, p. 431).
Giorgio Van Straten, por su parte, ofrece un panorama más acotado: sólo ocho libros perdidos, de autores bastante conocidos y que suelen repetirse en estos recuentos (Byron, Benjamin, Hemingway). Su definición de libro perdido excluye a aquellos libros olvidados (que pueden encontrarse y reimprimirse) pero también excluye a aquellos que “nunca nacieron; fueron pensados, ansiados y soñados, pero las circunstancias impideron escribirlos”; sí, en cambio, considera a “aquellos que el autor escribió, aunque en alguna ocasión no llegó a terminarlos; son libros que alguien vio, tal vez incluso leyó, y que luego fueron destruidos y nunca más se supo de ellos” (2016, p. 10). Su actitud, más que la del bibliotecario, es la del buscador de tesoros y, particularmente en el primer caso, nos ofrece además un testimonio directo: “El libro que leí (y no fotocopié)” (2016, p. 17). Corresponde al manuscrito incompleto de la novela Il viale de Romano Bilenchi, que leyó después de su muerte cuando su viuda se lo entregó para que lo revisara. Fue una lectura emocionante, y pensó “en hacer fotocopias, en salvar aquellas páginas, pero se impuso la lealtad a Maria, que me había hecho prometer que se la devolvería sin haberla copiado, a fin de conservar en su poder la única copia existente” (2016, p. 24). Ella, sin embargo, quiso respetar la voluntad de no publicarla en vida, y luego, cuando ella mismo también falleció, se supo que había quemado este manuscrito junto con los demás documentos. Esta imposibilidad de acceder a lo que se está buscando se repite en los otros capítulos, pues Van Stratten declara: “De estos ocho libros perdidos no he encontrado ninguno” (2016, p. 12).
Un proyecto colectivo, y enfocado específicamente en una tradición nacional es Vestigio y especulación. Textos anunciados, inacabados y perdidos de la literatura chilena. En la introducción a cargo de los editores Nibaldo Acero, Jorge Cáceres y Hugo Herrera Pardo determinan el valor provocativo del “vestigio”, “cuyo sentido, por medio de redes de asociación, puede de algún modo llegar a interpretarse, es decir, a especularse”, y que se puede presentar “como un contrapunto crítico a las diversas categorías de totalidad y unidad (autor, obra, tradición, libro, texto, etc.)” (2014, p. 15). Este concepto abarca “no sólo a textos perdidos, inconclusos, guillotinados o enunciados y nunca escritos, sino que también a aquellos autores sin obra, aquellos ‘bartlebys’ (Melville-Vila-Matas) que, a pesar de no publicar, significaron influencias relevantes para autores ligados a la tradición selectiva” (2014, p. 16). Asimismo, se destaca que estas ausencias resultan sintomáticas de un determinado contexto, pues dan cuenta de “todo un conjunto de coacciones que encaran los fundamentos mismos de la práctica cultural” (2014, p. 20). Herrera dedica su capítulo a la frecuente práctica de poetas vanguardistas como Vicente Huidobro de anunciar numerosas obras próximas a publicarse y en preparación, muchas de las cuales nunca aparecieron (2014, p. 210), y para ello recurre al concepto de “paratextos sin textos” planteado por Gérard Genette en la introducción a Umbrales (en Acero y otros, 2014, p. 195).
Hay también una interesante serie de frustraciones narradas por sus propios autores, en las que el interés reside, por supuesto, en que tienen bastante claro qué es lo que no consiguieron realizar. A veces la cantidad y variedad de estos fracasos es muy grande, como en Mis traspiés favoritos, seguidos de un almacén de ideas de Hans Magnus Enzensberger. Su campo de acción cubre el cine, la ópera, el teatro, las revistas, y la edición, y mezcla casos de obras que efectivamente fueron difundidas pero que no tuvieron la repercusión esperada, con casos en que no pudieron concretarse debido a factores externos; quien había encargado un guión, por ejemplo, lo rechazó. Pero también se refiere a sus traspiés literarios, que no le puede achacar a nadie más que a sí mismo. De entre ellos destaca Propina de la semana, una novela para adolescentes en la que se pudiera enseñar, de paso, los rudimentos de la economía, y que le resultó imposible de terminar” (2012, p. 151). El reverso positivo del libro está constituido con el “almacén de ideas”, un generoso compendio de ideas nunca concretadas, “una circunstancia por demás agradable, ya que me ahorra los esfuerzos y las decepciones, las victorias y las vergüenzas que se suelen pasar al avanzar el la concreción de estas seductoras propuestas” (2012, p. 166). En ambas secciones, Enzensberger suele acompañar algunos avances o fragmentos de estas obras, que permiten al lector hacer una idea más concreta. Lo mismo hace el sudafricano Ivan Vladislavic en The Loss Library and Other Unfinished Stories, una antología de notas o fragmentos tomados de sus cuadernos y las justificaciones de lo que ocurrió en los diversos casos: “stories I imagined but could not write, or started to write but could not finish. Most were drafted to some point before being put aside but a few went no further than a line or two in a notebook. Parts of them were woven into longer stories or recast as episodes in novels before they were abandoned. One story was actually drafted and then lost, and my attempt to reconstruct it failed” (2012, p. 1). Un ejemplo divertido es “Gross”, un proyecto que nació con esta anotación en 1990: “To begin with a grand concept: write a novella in 144 paragraphs of 144 words. Divide the novella into 12 chapters of 12 paragraphs. Divide the paragraphs into 12-word sentences. Simple arithmetic: 124 = 20,736 words” (2012, p. 31). Basta leer esta estructura autoimpuesta tan compleja para entender fácilmente que no fue capaz de terminarla por falta de energía: “The thought of carving a text into 144 blocks of 144 words was more than I could stand. A conceptual mechanism can be every bit as intimidating as some massive machinery designed to crush rock or strech steel” (2012, p. 35). George Steiner opta por un acercamiento distinto en Los libros que nunca he escrito, pues en los siete capítulos dedicados a igual cantidad de libros que “tenía la esperanza de escribir pero que nunca a escrito” (2008, p. 11), no entrega muestras, ni se demora demasiado en anécdotas, sino que escribe unos ensayos en los que básicamente contextualiza y resume el contenido que habrían tenido esas obras. De todos modos, también explica algunos impedimentos que lo detuvieron: por el resguardo de su vida privada (2008, p. 107), o por no saber hebreo (2008, p. 142).
El más interesante de estos relatos en primera persona es, a mi juicio, Por qué no he escrito ninguno de mis libros de Marcel Bénabou. En este libro, publicado en 1986, cuenta su activa participación en el OuLiPo, en cuyas sesiones de trabajo y antologías había contribuido con ejercicios y notas, pero no con obras propiamente tales. Luego de un buen tiempo compartiendo con sus colegas, ya se estaba acercando peligrosamente al modelo de artista sin obra: “En un ambiente en el que escribir, y sobre todo publicar libros, constituye no sólo una actividad sino también un valor (a veces lo único que subsiste al final de un dilatado desmoronamiento), se singulariza uno mucho excluyéndose de la competición” (1994, pp. 12-13). A diferencia de los ejemplos precedentes, aquí nunca describe en detalle de qué se tratarían aquellos libros que sólo existen mentalmente, pues el foco no están en esas obras potenciales sino en la incapacidad general para escribirlos. Para ello, avanza concienzudamente en distintos argumentos, circunstancias, condiciones biográficas, intercaladas con citas de varios escritores, y así consigue “describir pacientemente los contornos de esta ausencia, por dibujar sus formas con la mayor precisión” (1994, p. 102). El final, paradójicamente, da muestra de su fracaso y a la vez el éxito que le permite escribir éste, su primir libro: “escribir que se querría escribir ya es escribir. Escribir que no se puede escribir, también es escribir. . . . en el momento preciso de dar fe de mi ineptitud para la escritura me descubriría a mí mismo escritor, y de la ausencia de mis obras fallidas se nutriría éste. Hermoso ejemplo de esa estrategia del quien-pierde-gana” (129).
Un escritor treinteañero, Felipe Becerra, también publicó recientemente un libro que pertenece a esta serie, La próxima novela. Su punto de partida es distinto al de Steiner, quien escribe desde una edad mayor y con una importante trayectoria a cuestas, pero también difiere de Bénabou, ya que él sí escribió un primer libro muy joven, que tuvo cierta resonancia, y tiene problemas con la escritura de su segunda novela, que le ha llevado mucho tiempo y muchas páginas. También aquí influye el medio literario, pues continuamente le preguntan: “Y la próxima novela, ¿cuándo? Con el paso del tiempo comencé a sentirme cómodo en esa espera, que ahora yo compartía con ellos. Mejor: con el paso del tiempo comencé a envidiar lo que ellos esperaban de mí. Así es que decidí unirme a ellos, y me senté con ellos a esperar. La próxima novela es esto: la espera de que llegue mi próxima novela –o lo que va sucediendo durante esa espera” (2019, pp. 44-45). Con ese fin va llenando varios cuadernos en los que se mezclan disquisiciones, recuerdos, viajes, fotografías, que no nos entregan información de la novela dilatada, sino de este proceso paralelo. El libro impreso combina la transcripción de estos textos con algunas páginas escaneadas de los cuadernos, que transmiten de manera más vívida el proceso. Me parece importante un apunte escrito a mano al comienzo: “Diferencia en el tipo de nota: La nota: / a) para no olvidar, para registrar/ b) la nota para postergar” (2019, p. 5). Esta idea de escribir algo menor para no escribir aquello que sí debería escribir es lo que se presenta de un modo espectacular en La novela luminosa de Mario Levrero (2008), un caso más exagerado que el los de Enzensberger y Vladislavic, en la que los pocos capítulos de una novela inacabada son precedidos de más de cuatrocientas páginas de un diario en el que el autor uruguayo cuenta la imposibilidad de escribirla.
Cuando comencé esta recopilación hace unos pocos años, apenas tenía un puñado de referencias, y en poco tiempo mi listado inicial se ha expandido enormemente, tanto en ejemplos de literatura como otras artes. El efecto que me ha producido la suma de estas fuentes ha sido intenso: sentía alternadamente pena, risa, depresión, esperanza, que luego se mutaban en cansancio, casi indeferencia o incluso un placer morboso por conocer los fracasos ajenos, como si pudieran compensar los propios. Pero más allá de este verdadero atragantamiento de fatalidades, malentendidos y errores, también es posible establecer un balance con las principales características de este subgénero transversal.
Lo primero a destacar son los límites aún borrosos de la categoría de pérdida pues, como planteaba al inicio, en muchas ocasiones se funde con otras similares. Eso no me parece problemático; es más, creo que se corresponde precisamente con el tipo de fenómeno que se alude, pues al tratar de cercar una ausencia resulta mucho más improbable establecer límites precisos. También se pudo comprobar la gran variedad de casos y matices que existe entre la primera posibilidad de existencia de una obra, para la que bastaría simplemente un sujeto más o menos calificado para realizarla, hasta aquellas obras fueron terminadas. Los motivos que han impulsado estos proyectos de recopilación son, como se pudo ver, muy variados, y se mezclan afanes académicos, periodísticos o personales, y el tono a veces es puramente informativo, ansioso o melancólico, y en ocasiones la investigación se entrelaza con la ficción. A nivel amplio, podemos dividirlos en dos grandes grupos. El primero es el de aquellos que hablan de una amplia cantidad de obras, cuyo fin, como explicitan continuamente, es imaginar otra historia de la literatura, del arte, del cine, etc.. El segundo es el de escritores que se vuelven sobre sus propias obras inconclusas, con una perspectiva autobiográfica, más íntima, en la que se comparten las anécdotas y materiales que acompañan esas ausencias. Aquí prima, también, el intento por transmutar esos restos fantasmáticos para poder producir una obra nueva. Por último, aunque algunas de estas fuentes consultadas se basan sólo en una o pocas pérdidas, en la mayoría de los casos hay una intención antológica, en continua expansión. Detrás de este impulso tan fuerte, en cada uno de los proyectos y en la suma total de todos ellos, y más aún cuando abarcan distintas artes, percibo una intención profunda de acumular la mayor cantidad de pérdidas posibles como si de ese modo se pudiera paliar su ausencia.
Y aquí llegamos a un punto muy importante: ¿por qué han aparecido tantas de estas recopilaciones en los últimos años? Vivimos supuestamente en la época de mayor y más fácil acceso a obras de arte a través de nuestro computadores: podemos acceder a bibliotecas en línea, y también recorrer museos virtuales, y escuchar música y ver películas gratis en infinidad de plataformas. Es un lugar común, entre todo tipo de escritores y artistas, que finalmente se produce mucho más de lo que efectivamente se puede leer, mirar o escuchar. Es otro lugar común, entre todos, quejarnos porque no tenemos suficiente tiempo para ello, y con suerte alcanzamos, como explica con ironía Pierre Bayard, a opinar de libros que no hemos leído (2008, p. 11). Y así y todo, dentro de esta superabundancia, surge la urgencia por conocer, más encima, todo aquello que hemos perdido, esas infinitas ausencias que emiten un aura mucho más intensa.
Pareciera que, a diferencia de épocas pasadas en que la fugacidad y continua mutabilidad de las obras estaba mucho más asumida, hoy no nos podemos conformar. Una prueba es esta larga lista de recopilaciones, por supuesto. Pero también hay esfuerzos realizados con otros fines, como cuando las editoriales publican hasta los poemas adolescentes, los correos electrónicos y los apuntes en una servilleta de algún escritor de moda fallecido prematuramente. Incluso más: la amenaza de la pausa o la detención definitiva de los bartlebys de Vila-Matas se ha convertido en una frecuente estrategia comercial. Muchos poetas y novelistas suelen amenazar con que su reciente libro es el último que publicarán para irse a meditar a la India u otro destino exótico, y aunque sabemos que casi nunca es verdad, es un hecho que aumenta la ansiedad de sus lectores y críticos. Lo mismo ocurre con las giras mundiales de despedida de grandes bandas de rock que un par de años después vuelven, y hacen otra gira, y otra más. De más está decir que el resultado de la mayoría de estos retornos, rescates y resurrecciones no es más que una decepción.
El verdadero poder de las pérdidas sólo se da en la medida en que sigan siendo tales, que nos provocen una atracción difusa, que nos obliguen a imaginar. Así se libera su poder crítico, que nos invita a sospechar críticamente de la forma en que se han construidos los pétreos canones a los que tantos se aferran apasionadamente. Georges Didi-Huberman comenta que cada vez que intentamos construir una interpretación histórica “debemos tener cuidado de no identificar el archivo del que disponemos, por muy proliferante que sea, con los hechos y los gestos de un mundo del que no nos entrega más que algunos vestigios. Lo propio del archivo es la laguna, su naturaleza agujereada” (2013, p. 16). Todas estas recolecciones nos recuerdan precisamente eso: la fragilidad de los cimientos con que hemos construido la historia de la literatura o del arte. Por ello, cada vez que hablamos de un “clásico”, más allá de la genuina valoración que nos provoque, no podemos olvidar la inmensa cantidad de obras ausentes que con tanto o mayor mérito podrían merecer la misma denominación.
Hay otro efecto relacionado que provoca la lectura de estas recolecciones. Joaunnais señalaba que “emplear el término obra para designar entidades no efectivas, objetos no realizados, traicionando de ese modo la etimología de la palabra, plantea un problema” (2014, p. 28). Ese problema no atañe solamente a las obras perdidas, sino también a las presentes, pues nos lleva a pensar hasta qué punto gran parte de las piedras fundamentales de nuestra cultura no son sino el resultado de una gran cantidad de procesos muy diversos (transmisión oral, copias, adaptaciones, traducciones, etc.) que concurrieron para que las pudiéramos conocer. Al pensar en las numerosas peripecias, accidentes y malentendidos que atraviesan la creación artística, también la noción de una obra como una entidad fija y cerrada se difumina. Todas estas reflexiones, ahora, se integran y envuelven nuestra experiencia como lectores, y quizás permitan valorar de una manera más intensa los momentos cada vez menos frecuentes en que es posible este tipo de encuentros. Y al mismo tiempo, como una invitación, sigue resonando una última pregunta: ¿es posible disfrutar aquello que no existe?
Agradecimientos y financiamiento
Este artículo pertenece al proyecto Fondecyt Regular #1161021 “Poéticas negativas”, del cual soy investigador responsable. Una versión previa fue presentada el 6 de marzo de 2017 en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, en Ciudad de México, gracias al Tercer Concurso Apoyo Asistencia a Eventos Científicos Nacionales e Internacionales año 2016 de la Vicerrectoría de Investigación, Desarrollo e Innovación de la Universidad de Santiago de Chile.
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Notas
1. En el que es probablemente el estudio más antiguo sobre este tema, Lyon Sprague de Camp denomina “pseudobiblia” o “unwritten classics” a un amplio conjunto de libros no existentes: “unfinished books, lost books, apocrypha, and pseudepigrapha (falsely attributed books). Most recondite of all are books that were never written, but which exist solely as a title, with perhaps excerpts, in a work of fiction or pseudo-fact” (1947, p. 7).
2. La categoría “potencial” fue desarrollada particularmente por el OuLiPo (“Taller de literatura potencial”). De acuerdo a uno de sus fundadores, François Le Lionnais, “El objetivo de la literatura potencial es el de proveer a los escritores del futuro técnicas nuevas que puedan fomentar la inspiración de su creatividad” (Queneau et al., 2016 p. 56).
3. Algunos ejemplos bastante conocidos son Vacío perfecto de Stanislaw Lem, en el que se reseñan libros inexistentes, y La literatura nazi en América de Roberto Bolaño, que reúne las biografías de esa genealogía inventada.
4. Aquí pueden incluirse libros como Nueva historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la era digital de Fernando Báez (2013) y Libros en llamas. Historia de la interminable destrucción de bibliotecas (2007) de Lucien Polastron.
5. Entre los más importantes dedicados a las artes visuales, ver Charney, Delavaux, Gamboni, Mundy, Nosenzo; en fotografía, ver Steacy; en cine, ver Braund, Hall, Thompson; en música, ver MacDonald, Runtagh, y, para ejemplos de diversas artes, ver Lefebvre, y los dos dossiers organizados por Marc Escola y Laure Depretto.