Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura

2012, 22 (2) 49-65

 

No verás: genealogía de la violencia en “La parte de los crímenes” de 2666 de Roberto Bolaño

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You Won’t Look: genealogy of the violence in “La parte de los crímenes” of

2666 by Roberto Bolaño

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Nibaldo Acero1

Doctor © en literatura

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

1nibaldo.acero@gmail.com

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RESUMEN

En este artículo abordaremos las representaciones de las fobias explicitadas en “La parte de los crímenes”, cuarto capítulo de 2666 (2004) de Roberto  Bolaño    la   función   fenomenológica y epistemológica que ellas cumplen. Profundizaremos en tres de los tras-tornos consignados: la sacrofobia, la ginefobia y la optofobia, haciendo hincapié en esta última fobia como fuente de  producción  de  violencia  sobre el cuerpo de la mujer. Junto con reflexionar las causas del estado mental en el norte de México implícito en la novela estudiada, analizaremos los efectos en el cuerpo de las mujeres viol(ent)adas en la ficcional ciudad Santa Teresa; la violencia organizada de la que es víctima y el uso lingüístico que   se   hace   de   su   cuerpo,   acto   relacionado

íntimamente al narcotráfico.

 

 

 

 

 

 

Palabras clave: optofobia, ginefobia, violencia, masculinidad.


ABSTRACT

In this article we will approach the representations of the explicit phobias in “La parte de los crímenes”, fourth chapter of 2666 (2004) of Roberto Bolaño and the function phenomenological and epistemological that they fulfill. We will penetrate into three of the recorded disorders: the sacrophobia, the gynophobia and the optophobia, emphasizing in the latter phobia as source of production of violence on the body of the woman. Together with thinking over the reasons of the implicit mental condition in the north of Mexico in the studied novel, we will analyze the effects in the body of the women “viol(ent)adas” in the fictional city Santa Teresa; the violence organized of the one that is victim and the linguistic use that is done of his body, act related intimately to the drug traffic.

 

 

 

 

 

Keywords: optophobia, gynophobia, vio- lence, masculinity.


Introducción

2666 es una obra cuyos cinco libros exploran argumentos disímiles y complejos, construidos a la usanza de bloques escriturales, donde la lectura es a veces una práctica trágica (Piglia, 2005), tal como lo es muchas veces la trama. Sin embargo, podríamos objetivar su tema central, si se pudiera, en los crímenes de carácter ginéfobo que la novela trabaja. Estos asesinatos  están  basados  en  hechos  de  crónica  roja  reales  que  Bolaño recoge y despliega en su escritura, los cuales acaecieron preferentemente en la década de los noventa en Ciudad Juárez. Alrededor de cuatrocientas

mujeres fueron asesinadas en el norte de México entre 1993 y 1997.

El escritor nacido en Chile conoció bien aquel espacio desértico. Llegó al DF a los quince años y exploró las ciudades del norte de ese país, las que se impregnaron en su poética plagándola de “tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos y ventiscas de arena” (La universidad desconocida 383). Bolaño abandonó físicamente el país en 1977, pero siguió car-gando en su memoria y letra, en su historicidad (Benjamin, 1999). México es la tierra de su adolescencia y juventud, de lo infra de su “po-ética”, nación que ha sido el escenario de gran parte de su trabajo literario.

 

A continuación se desplegará una panorámica de la investigación, en la que se apreciará una lectura más bien ética de 2666, abriendo algunos conceptos y nociones para que este estudio se encamine hasta dar con la genealogía de la violencia, en tanto hecho moral. Más que elaborar un “artículo de fronteras” (de tanta seducción para la academia, hoy por hoy), se intentará, transversalmente, materializar la impugnación que ficcionaliza Roberto Bolaño en ésta, su última novela, sobre todo en “La parte de los crímenes”, capítulo en el que nos enfocaremos.

 

En el primer apartado de este artículo habrá una aproximación a la idea del desierto como tierra de nadie: lugar sin límites para la violencia y la impunidad. Aquí, realizaremos un conciso análisis comparativo con la voz de Juan Rulfo rescatada en el texto Autobiografía armada de Reina Roffé. En el segundo apartado del artículo se abrirán las definiciones de las siguientes enfermedades: sacrofobia, ginefobia y optofobia; donde se pondrá énfasis en la última de las fobias denominadas para entender la sociedad enferma de Santa Teresa. Acto seguido, realizaremos una comparación periférica con Pedro Páramo de Rulfo, en tanto que aquel libro desarrolla el imaginario mexicano de la masculinidad como productora de violencia y, entre aquel cultivo, la ginefobia, como una de sus producciones atávicas. Pedro Páramo es un libro que podemos entender como la apología de la venganza violencia masculina, siendo citado por el mismo Bolaño en 2666. En el tercer apartado


se abordará la problemática de la violentación organizada y sostenida sobre el cuerpo de la mujer en aquella ciudad desertificada. Se comparará, en este ocasión, con el texto aún inédito “La semántica del luminol” del escritor Yuri Herrera, en pos de esclarecer la violencia de la que es víctima, su diseminación sistemática y la semántica existente tras la laceración y el abandono “visible” de sus cadáveres.

1 Sonora como escena del crimen

 

Soñé con una mujer sin boca

Amberes /Bolaño

 

En “La parte de los crímenes” de 2666, los estados de Sonora y el de Chihuahua son resignificados en una ciudad ficcional: Santa Teresa1. Ésta es además el signo de Ciudad Juárez. Ciudad y signo desértico rayano a los Estados Unidos de América. “Arcadia” para los seres más miserables entre los miserables, provenientes comúnmente del sur de México (Oaxaca), también de Honduras y Guatemala. Santa Teresa es una ciudad que funciona como antefrontera2, penúltima opción de sobrevivencia y, en muchas ocasiones, verdadero “límite del deseo”, si se quiere.

 

En medio de este desierto de Sonora se encuentra la ciudad ficcional, siendo la última urbe septentrional de México. En aquel desierto, podemos comprender más de una frontera , etimológicamente hablando. La frontera3,

 

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1                      Interesante es considerar el que Ciudad Juárez y el desierto de Sonora, sean resig- nificados y ficcionalizados en una ciudad que posee nombre de santa. Bolaño no es descono- cedor de la genealogía y significado de las palabras. Su saber etimológico lo hace escoger meditabundamente los nombres tanto de sus personajes como de los espacios literarios que “funda”. Al respecto, al menos son ocho las santas católicas denominadas Teresa: de Ávila, de los Andes, de Lisieux, Benedicta de la Cruz, de San Agustín, de Jesús Journet, Couderc y de Calcuta. A una de ella, Teresa de Ávila (de Jesús), se le separó el brazo de su cadáver. Otra, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, es “exterminada” en Auschwitz. Prácticamente to- das estas teresas sufren en carne propia los embates de la violencia, de la guerra, algunas de ellas son consideradas incluso mártires. Ahora bien, el origen del nombre Teresa tendría al menos dos raíces posibles. La primera, provendría del griego Therasia, que es el nombre de una de las islas de las Cícladas, la que significaría “verano”. La segunda de las posibilidades más estudiadas es la que propone que procedería del término latino tharasia, que significa “cazadora”.

2                     En el lenguaje militar de la España del siglo XIII, la antefrontera es considerada como la retaguardia del campo de batalla, del territorio en conflicto, donde reside la po- blación militar y en donde se encuentran las bases de aprovisionamiento de los núcleos más avanzados ubicados en la frontera misma.

3                     Aun cuando no hay una diáfana raíz indoeuropea donde sustentar este vocablo latino, entendemos que su principal origen proviene del término frons. Kaldone Nweihed, en su libro Frontera y Límite en su Marco Mundial. Una aproximación a la “Fronterología”, señala: “En cuanto a su origen etimológico frontera proviene de frons,la frente de la Civitas

 

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como “campo de batalla” comprende decenas de obstáculos geográficos, comúnmente fatales para un espalda mojada. Laberinto para polleros y coyotes. Vertederos clandestinos operan como tajamares para el desierto o para la ciudad, como margen de una urbe en expansión desesperada y de una miseria también en progreso.

 

Santa Teresa es una ciudad industrializada, en vías de desarrollo, que se complejiza con la instalación estratégica de maquiladoras en su perímetro y con la efusión de vertederos clan-destinos (abismos que suben), como el temido El Chile. “El desierto es un mar interminable. Éste es un buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres” (Bolaño, 2004: 698). El desierto de Sonora acaba así, transfigurándose en una tierra de nadie “interminable”, yerma plataforma, en la práctica, sin jurisdicción, donde el derecho también es un espejismo. Lugar perfecto para la ejercitación y evidencia de la impunidad. Los basurales oficiales y los vertederos clandestinos, junto a los bordes del desierto, se desempeñan como depósitos de cadáveres de los femicidas, galerías donde, finalmente, se exhiben estos “cuerpos que hablan”, idea que desarrollaremos más adelante.

 

La ciudad también se hace laberinto. Entre colonias menesterosas, la oscuridad todopoderosa, los vertederos y el terror del desierto que inviste de intemperie a la periferia de Santa Teresa, cada mujer que vuelve de la maquila o del colegio se adentra en meandros fatales sin estambre alguno. Los tentáculos de la depravación y de la corrupción también se adentran en la urbe y desertifican la moral de los santateresanos. La idea del desierto como laberinto, la aprecia Heriberto Yépez en el cuento de Jorge Luis Borges “Los dos reyes”. El mexicano compara el espacio fronterizo desértico con el laberinto a través la cita del argentino: “harto más complejo que los laberintos cretenses, [es] el abierto laberinto de su desierto” (Yépez, 2004: 138). No sólo la ciudad se hace laberinto, también el desierto que la rodea. Sonora como un verdadero infierno, meandro equidistante a todo consuelo. Obstáculo inhóspito e incesante para alcanzar el paso a los EUA, ni siquiera para cruzarlo. Sonora se configura al unísono en tierra de nadie y en laberinto. En una máquina (o maquila) de impunidad:

 

“Los hechos, según la investigación policial, se circunscribían a una pelea mantenida por la pareja ante la negativa de Gabriela Morón a emigrar a los Estados Unidos. El

 

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Máxima de los romanos, la cual avanzaba como la visera al casco, como el espolón a la proa, anunciando el movimiento del imperium mundi”. A la luz de las palabras de Nweihed y los acercamientos etimológicos a la palabra, frontera es un término que conserva una significación de enfrentamiento, de “estar frente” a un territorio opuesto, más que un límite (término geopolítico), frontera podría entenderse como un territorio en constante enfrentamiento y disputa.

 

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sospechoso Feliciano José Sandoval ya lo había intentado en dos ocasiones, siendo en ambas devuelto por la policía de fronteras norteamericana, lo que no había menguado su deseo de probar suerte por tercera vez. […] Ga-briela Morón, por el contrario, jamás había cruzado la frontera y tras encontrar trabajo en la [maquiladora] Nip-Mex, en donde era bien considerada por sus jefes, por lo que no descartaba un pronto ascenso y una

mejora salarial, su interés en probar fortuna en el país vecino era prácticamente nulo”

Bolaño (2004: 488)

El anterior párrafo nos hace reflexionar acerca de una problemática no planteada al comienzo, pero no por eso menos importante. En la novela de Bolaño, el cruzar la frontera mexico-norteamericana, el “pasarse de la raya” como mienta Crosthwaite, pareciera objeto que seduce exclusivamente a los hombres. El sueño-americano (The american dream) es patología de quienes creen y buscan candorosamente un paraíso automático (right now!)… en su aplastante absoluto: sólo hombres, al menos en esta parte de la novela. La mujer san-tateresana en su gran mayoría trabaja en una maquila o estudia esperanzada en construir con ello un destino mejor. No hay en la polifonía femenina de esta parte de 2666, una voz que desee cruzar la frontera con fervor o sin él. El límite territorial y gnoseológico para la mujer de esta parte es Santa Teresa misma, no hay afán en arriesgar la vida cruzando el desierto. Quizás por lo anterior, gran parte de los crímenes de mujeres son cometidos justamente en el desierto de Sonora. El desierto es sinécdoque exclusiva de la masculinidad del norte de México, territorio de interminable oscuridad, donde lo ominoso transa directa y tenebrosamente con la impunidad.

 

Los cadáveres femeninos en algunos casos, son abandonados allí, en plena Sonora, en otros, los cuerpos trasladados hasta Santa Teresa. Luego de ser vejadas, violadas y asesinadas, las mujeres no son enterradas por los criminales, ni siquiera con un mínimo de esmero. Cuanto más, sepultan sólo su cabeza: “El asesino o los asesinos no se molestaron en cavar ninguna tumba. Tampoco se molestaron en adentrarse demasiado en el desierto. Simplemente arrastraron el cadáver unos cuantos metros y allí lo dejaron” (Bolaño, 2004: 489). Pareciera que no hay intención de desaparecer sus cuerpos ni de que estos no sean descubiertos. Deliberadamente son lanzados no lejos de las orillas de las carreteras del desierto, abandonados en los vertederos de la periferia cual escombros, incluso cerca del edificio de la policía.

 

Los cuerpos de los hombres en desgracia (perseguidos por la justicia, amenazados por los narcos), por el contrario, desaparecen, el desierto se los traga. No dejan huella (Bolaño, 2004: 578). Mientras que los cuerpos de las mujeres, en desintegración, putrefacción (pero no desaparecidos), pareciesen operar como dispositivos didácticos con patentes e implícitos mensajes para el aprendizaje del resto de las mujeres de Santa Teresa. Más


adelante volveremos a este punto.

En  este  momento  sería  propicio  detenerse  y  analizar,  primero,  a  los emisores de estos mensajes. Para ello nos valdremos de una intertextualidad manifestada por el mismo Bolaño en 2666: la referencia a una obra de Rulfo, Pedro Páramo. Juan Rulfo, a través de la (auto)biografía construida de Reina Roffé, nos podría entregar una visión sobre estos productores de violencia:

 

“[…]casi toda la tierra caliente del país es violenta[…] Pero antes, Michoacán, Jalisco, otros estados, los sitios por donde cruza la tierra caliente, eran zonas de mucho conflicto. Hay explicaciones. En primer lugar, son zonas muy aisladas. La tierra caliente le da una característica a la persona muy especial, en donde importa muy poco la vida. […]son tipos que no les importa que los maten en cualquier momento. […] Y el calor, el bochorno, la

misma miseria que sufre esa gente, pues creo que causan el carácter violento.”

Roffé (1992: 12-13)

En palabras del mexicano, la violencia es una problemática histórica de México. “Tipos” (como los consigna Rulfo) masculinos y desérticos sin un concepto de vida aprehendido, son capaces de dar muerte y morir sin mayor consciencia de aquello. En las anteriores palabras de Juan Rulfo también hay un eco de su experiencia de niñez, recogida también por Reina Roffé. En plena revolución, Rulfo presenció la aniquilación de hombres y mujeres en su aldea, fratricidio que lo marcaría para el resto de su vida. Esto, sumado a su conocimiento de un México desértico, su sensibilidad y capacidad de ver, lo transcribe en una especie de teoría psicográfica4, donde el lugar (aislado), la “tierra caliente” y la miseria, educa la violencia de estos hombres, quienes no poseen un concepto de vida y/o no otorgan valor a las suyas, y, por añadidura, a la vida de los demás. Continuando con esta problemática, mas retornando nuevamente a “La parte de los crímenes” de 2666, recogemos el siguiente extracto para ilustrar:

 

“Erica Mendoza no veía la tele pues estaba preparando la comida. Los niños dormían. De pronto Olivárez se levantó, cogió un cuchillo y le pidió a su primo que lo acompañara. […] Luego se internaron en el desierto y procedieron a violarla.[…] Tras ser violada por ambos Olivárez comenzó a asestarle puñaladas a su mujer.[…] De vuelta en la casa Segovia temió que Olivárez la emprendiera con él o con los niños, pero éste parecía haberse sacado un peso de la espalda y se le veía relajado, al menos tan relajado como las circunstancias lo permitían.”

Bolaño (2004: 639-640)

 

 

 

 

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4                     La psicografía es una herramienta que aplica factores psicológicos, geográficos y antropológicos para estudiar los circuitos de movimiento de un grupo humano, perfilando comportamientos o patrones a partir de su desplazamiento en un determinado territorio.

 

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El mencionado Olivárez, días después, es arrestado mientras juega fútbol y no opone resistencia, más aun, ni se inmuta al señalar el lugar donde había apuñalado a su esposa: “Allí mero” (Bolaño, 2004: 639). La vida de Olivárez, como la de su mujer e hijos no poseen valor, para él su vida y la de ellos vale realmente un carajo. Aun cuando la anterior expresión carece de compostura académica, digamos, posee completo asidero en las palabras citadas de Juan Rulfo, provenientes del texto de Roffé.

 

La sígnica Santa Teresa es una tierra desértica, caliente y menesterosa, alejada de otras urbes, donde se evidencia en los hombres el desdén por la vida propia y por la vida de los otros: tierra estercolada para el cultivo de la violencia. En ambos contextos, tanto en 2666 como en la voz de Rulfo, se evidencia una producción de la violencia relacionada al desierto, la que con frecuencia se ha cortado por lo más frágil, fragilidad que, a ojos de estos “tipos”, tiene exclusiva relación con lo femenino.

 

 

2 Sopas. Híjole. Chale. Sácatelas. Las fobias de México

Una mujer decente y buena. Una mujer a la que tú, sin querer, tratas mal.

Por costumbre. Nos volvemos ciegos (o, por lo menos, tuertos) por costumbre, Harry, hasta que de pronto, cuando ya nada tiene remedio,

esa mujer enferma en nuestros brazos.

2666/Bolaño

 

En “La parte de los crímenes” de 2666, Elvira Campos, médico psiquiatra y directora del manicomio de Santa Teresa, se transforma en una voz autorizadaparadiagnosticarelayer, elpasaryeldestinodelaciudad. Campos, además de sus estudios y estatus sociocultural, es de las contadas mujeres que alzan su voz ante los crímenes, aunque lo hace en el ámbito privado. Especialista en enfermedades mentales, reconoce además las patologías que sufre México como cultura, su gravedad o pronto desahucio. La doctora Campos especifica al menos una quincena de las enfermedades de carácter mental que ha debido enfrentar en su ejercicio clínico o de las que se ha documentado: la gefidrofobia (miedo a cruzar puentes), la tricofobia (miedo al pelo), la hematofobia (aversión a la sangre) o “la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia que es el miedo a los propios miedos” (Bolaño, 2004: 479), entre otras. Del listado proporcionado por la doctora Campos, profundizaremos en tres enfermedades prescritas por la facultativa y que hemos consignado en la introducción: la sacrofobia, ginefobia y optofobia, ya que éstas están, en mayor o menor grado, íntima-mente ligadas a los


mecanismos de evasión de la realidad (pues las tres poseen un síntoma común diagnosticado por Campos, el de “no querer ver”) y la consiguiente degradación de la sociedad santateresana.

 

En un diálogo con uno de los pocos policías eficientes de la ciudad de Santa Teresa, Juan de Dios Martínez, la psiquiatra comienza el diagnóstico, luego de su auscultación a la sociedad santateresana:

 

“Hay cosas más raras que la sacrofobia […] sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia […] La sacrofobia es el miedo o la aversión a lo sagrado, a los objetos sagrados, particularmente a los de tu propia religión.”

 

Bolaño (2004: 477-478)

La sacrofobia podríamos definirla como la devoción descomedida a lo sacrosanto, lo que se transforma en miedo y éste en aversión patológica a todo lo sagrado. Este proceso implica en primer lugar una sobredimensión de la solemnidad en el culto, actitud enfermiza que termina elevando olímpicamenteloguadalupano, porejemplo, ydesnaturalizandolofemenino, debido al cotejo valórico y cultural que se hace con la Virgen. Después de esa comparación, la mujer ya no es sagrada. Esta desnaturalización, deshumanización de la mujer (por su constante comparación con lo simbólico), finalmente es un proceso de arrebato de todo lo digno de honra a lo femenino, despojándoselo y depositándolo en lo mariano. A la Virgen, única madre, quien todo lo ofrece, quien todo lo da y nada pide a cambio (Bolaño, 2004).

 

La sociedad fronteriza en vez de estar estremecida por los femicidios, lo está de entes provocadores como el profanador de iglesias que se hace llamar el Penitente. Ser que llora y orina desmesuradamente dentro de las iglesias de la urbe, descabezando con un bate de béisbol las esculturas: “Dos días después el desconocido entró en la iglesia de Santa Catalina, en la colonia Lomas del Toro, a una hora en que el recinto estaba cerrado, y se orinó y defecó en el altar” (Bolaño, 2004: 460). La atención se centra en el Penitente, hereje y peligro de fieles, clérigos y de santos de yeso. Juan de Dios Martínez, uno de los escasos policías eficientes, toma el caso.

 

Los crímenes a mujeres no declinan, pero han pasado a un segundo plano noticioso. Podríamos juzgar que la sociedad santateresana ve más peligro en este Penitente que en los criminales de mujeres, incluso cuando ya se habla de un supuesto asesino en serie. Sin embargo, son las mismas personas afectadas  quienes  le  hacen  al  policía  Juan  de  Dios  Martínez  que  este


sacrófobo, apenas es un delincuente menor: “el cura de la iglesia de Santa Catalina le sugirió que abriera bien los ojos5, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa” (Bolaño, 2004: 471). En esta parte de 2666, se aprecia una desacralización del espacio, que se transforma en un campo de batalla fértil para la descomposición moral. El culto (la devoción) deviene en fobia, trastorno que prodiga su alteración en la epidermis de Santa Teresa, en la enajenación de los valores de una sociedad, impidiendo la regeneración moral de la ciudadanía.

 

La segunda fobia que indagaremos es la ginefobia. Más que un miedo a las mujeres, esta enfermedad manifiesta un odio violento hacia ellas. Una patología anclada en la sígnica Santa Teresa. En el mismo diálogo que se mencionó antes, entre el policía y la psiquiatra, emerge esta enfermedad y su ramificación:

 

“[L]a ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con los ropajes más diversos.

¿No es un poco exagerado? […] Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de

las mujeres.”

Bolaño (2004: 478)

La masculinidad del hombre santateresano ha sido una construcción que se reivindica en la viol(ent)ación del cuerpo de la mujer. El género masculino se  ha  de  definir  en  el  cuerpo  femenino,  el  que  opera  como  material iniciático (sexual y social), indudablemente siempre frente a otros hombres (estructuras de poder). Para el sociólogo Victor J. Seidler la mascu-inidad, como exploración de la identidad, se pone a prueba entre hombres de un mismo contexto, tendiendo siempre a afirmarse en normas culturales, ya sea siendo padre, yendo a la guerra, accediendo a la pornografía (Seidler, 2006). Sin embargo, la violencia de género en la sígnica y ficcional Santa Teresa no debería ser estudiada como un fenómeno de la violencia universal:

 

“[N]ecesitamos comprender la especificidad de las culturas masculinas en México y el papel que han desempeñado las tradiciones católicas en la legitimación del poder y la autoridad masculinos. El poder que puede llegar a tener los hombres depende en gran medida de la legitimación cultural de su autoridad. Si un hombre cree que tiene la legitimación de castigar a su pareja, y si cree que no es posible confiar en que las mujeres

digan la verdad y obedezcan por su bien, la violencia surgirá con mucho más facilidad.”

Seidler (2006: 51)

Se  debe  abordar  el  fenómeno  de  la  violencia  masculina  en  el  norte  de México como un fenómeno particular, según Seidler, intentando con ello

 

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5                     Como señalábamos, las tres enfermedades poseen el mismo sustrato de negar la realidad, de no “querer abrir los ojos”. Las cursivas son mías.

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no naturalizar, sino por el contrario reconociendo cómo ha afectado, por ejemplo, la cultura católica en la legitimación de esta violencia. Florece nuevamente el concepto de sacrofobia, de cómo la religión acaba siendo un verdadero problema sociocultural, como dice la doctora Elvira Campos.

 

El fenómeno de la violencia masculina del norte de México no puede acotarse (y agotarse) al análisis de una psicología individual o a la naturalización de la violencia en Latinoamérica, sino que debe asumir y contemplar las problemáticas de sexualidad, cultura y religión y las relaciones de poder como manifiesta R.W. Connell en Masculinities. Intentamos justamente en este estudio reconocer la legitimación cultural de la violencia masculina en potencia, materializada, posteriormente, en la violentación de la mujer: manifestación cruenta que agencia dos formas antípodas de percepción, cuya contrariedad axiológica la hace digna de ser reflexionada, pretendiendo dar con su origen.

 

La diputada Esquivel, personaje de “la parte de los crímenes” de 2666, es también de las pocas mujeres que en la novela estudiada da cuenta de aquella violenta masculinidad legitimada  culturalmente  y  también  es de las pocas mujeres que alza su voz: “Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo, dije. Es que tal vez lo sea, dijo Loya” (Bolaño, 2004: 779-780). Esta intertextualidad explicitada por Bolaño quiere dar fe de una actitud histórica del imaginario cultural mexicano: la de la masculinidad determinada por la no valoración de la vida, la insensibilidad y absoluta frialdad ante la muerte, ya que la actitud demostrada por Luis Miguel Loya, un policía privado avezado en los territorios de la muerte, no demuestra mayor interés ante el caso de la desa-parición de Kelly Rivera Parker, amiga íntima de la diputada. Se aprecia en el detective Loya una “cultura de violencia”, devenida de aprendizajes y experiencias con la muerte, que lo hacen parecer inconmovible frente a cada uno de los asesinatos y desapariciones que debe tratar.

 

Pedro Páramo entra en el texto de Bolaño como la apología de la violencia, su asentamiento histórico, referencia que gana significación si consideramos en la gélida actitud ante la muerte que se aprecia en el personaje Pedro Páramo de la novela homónima: “‘Hazte a la idea de que fui yo, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los riñones de este tamaño.’ Puso sus manos así, como si midiera una calabaza.” (Rulfo, 1997:37). El comportamiento al que se hace referencia la diputada Esquivel y, a la luz de su significativa mención del personaje Pedro Páramo, pareciera ser el de la potencia de hacer daño. Capacidad agazapada que forma parte del imaginario mismo de la masculinidad mexicana predominante. Parte importante de los personajes masculinos en “La parte


de los crímenes” de 2666 se rigen por esta cruda cultura de violencia que es paso inmediato para la producción de daño y, a la postre, para la legitimación de dar la muerte.

 

Los personajes santateresanos de la unidad básica social, que a regañadientes llamaremos familia, operan como arcanos que repiten un patrón de violencia y sumisión; de rajaduras y de silencios de una norma cultural. De una tradición infesta. Sin embargo, se vislumbra la redefinición de lo femenino, que ha entrado en una lógica de mercado, abandonando el espacio de lo doméstico. El macho es el que no se ha redefinido, sólo ha intensificado las prácticas de la vieja escuela de la masculinidad. Se reitera y consagra la idea de la potencia de la violencia masculina, lugar común en el imaginario de la ficcional Santa Teresa y de México:

 

“Algunos mexicanos padecen ginefobia, dijo Juan de Dios Martínez, pero no to-dos, no sea usted alarmista. ¿Qué cree usted que es la optofobia?, dijo la direc-tora. Opto, opto, algo relacionado con los ojos, híjole, ¿miedo a los ojos? Aún peor: miedo a abrir los ojos. En sentido figurado, eso contesta lo que me acaba de decir sobre la ginefobia. […]produce trastornos violentos, pérdidas de conocimiento, alucinaciones visuales y auditivas y un comportamiento, por lo general, agresivo. Conozco, no personalmente, claro, dos casos en los que el paciente llegó hasta la automutilación[…] Con los dedos, con las uñas, dijo

la directora. Sopas, dijo Juan de Dios Martínez.”

Bolaño (2004: 478-479)

De la ginefobia, la doctora Elvira Campos pasa, en un lenguaje clínico, a referirse a la optofobia, pues ambos trastornos, ambas enfermedades mentales están fuertemente relacionadas en aquella ciudad-símbolo. Existe el miedo a ver la realidad, de apreciar el horror de la realidad, ver, abrir los ojos frente a los cadáveres en aumento de mujeres en la sígnica Santa Teresa (signo de México ergo de Latinoamérica) (Bolaño, 2004). Existe pánico de enfrentar a la ciudad verdadera, en este caso significada, pero también existe el espanto de reaccionar, de alzar la voz ante tantas injusticias e impunidad.

 

La ficha médica muestra una Santa Teresa con un cuadro clínico de ginefobia producida por una ramificada optofobia agudas en un país de sacrófobos y de mujeres torturadas, todo bajo un sistema sociocultural de narcotráfico. Es una ciudad en debacle moral, donde la misoginia es un brote macabro, pero síntoma al fin y al cabo, de una sociedad en coma: “Eso, sí, sopas, mucho sopas por aquí y sopas por allá, mucho híjole, mucho chale, mucho sácatelas, pero a la hora de la verdad aquí nadie tiene memoria de nada, ni palabra de nada, ni huevos para hacer nada” (Bolaño, 2004: 704). En la ficcional Santa Teresa las instituciones funcionan en tanto que son generadoras de discursos clínicos y jurídicos, los archivos hinchan sus bóvedas, existe una “orgía de la información” (Espinosa, 2006); la conservación de los casos se realiza través de miles de folios que, aunque intentan construir una memoria, generan


casi inmediatamente el olvido de los mismos.

La optofobia, “el miedo a ver” en 2666, es la representación de la médula misma de la sociedad santateresana, de su ciudadanía devastada, espantada y extraviada. Proponemos que esta enfermedad tiene gran responsabilidad en la configuración del macabro sistema político, policial y económico y el de los cárteles:

 

“Ese hierro bien bruñido a me hace pensar, disculpen la digresión, decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos policías.[…] ¿Pero qué pasaría si yo me acercara a uno de ellos y le

quitara las gafas y viera que no tiene ojeras?”

Bolaño (2004: 574)

Este sistema económico, el “ecosistema del mal” del que habla el escritor y académico mexicano Yuri Herrera (inédito), está articulado en la sígnica Santa Teresa por el poder del Estado, más el poder de la policía, más el de la administración de justicia, más el de la universidad local, más las redes de protección de cada una de estas instancias; y los cárteles que operan en la ciudad. La violencia está organizada, sustentada gracias a toda una maquinaria política y económica, cuyos productos, entre tantos, son la misoginia y la explotación laboral. Este sistema, engranado y todopoderoso, además, tiene la capacidad de ver. Posee y se aprovecha esa facultad. Pero, a la vez, impide que otros vean. Pocos son los realmente ven, la mayoría mujeres, quienes levantan su voz como gemidos en medio de un desierto interminable: “¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas” (Bolaño, 2004: 547). Mientras que la ciudadanía en general se acostumbra y acomoda a la oscuridad que parece luminosa, entre las calles de la industrializada Santa Teresa.

 

La impugnación de Bolaño en “La parte de los crímenes”, la hace gracias a una narración que roza la crudeza y lo lapidario, ya que son discursos clínicos y jurídicos los que predominan en esta parte de la novela. Los discursos  consignados  parecieran  transformarse  en   un   epitafio   para las ansias de justicia o de verdad. Esto, porque son, respectivamente, la penúltima (discurso clínico forense) y la última palabra (discurso jurídico) emitidas por el Estado ante los crímenes. Por consiguiente, entendemos que el desafío, la impugnación de Roberto bolaño de “abrir los ojos” está dirigido a los ciudadanos de Santa Teresa, a las mujeres, pero sobre todo a los hombres mexicanos y latinoamericanos desintegrados, con sus ojos cultural y voluntariamente vendados. Se puede reconocer esa impugnación colectiva, reto a visibilizar y enfrentar la realidad de una vez, tal como es: con todo su horror y demencia. Abandonar el temor: fobia o lepra o sarna en la piel de los “sígnicos” santateresanos, pues la impugnación bolañiana


posee un eco bestial que ruge en los oídos de los mexicanos, optófobos; que retumba en la consciencia misma de los latinoamericanos.

3 Todas Putas: de palatinos y beligerancias

Qué puta sidosa más caliente es la realidad

2666/Bolaño

La mujer santateresana: invisibilizada, silenciada y silenciosa en vida, habla a través de su anatomía. La mujer santateresana ha sido un ser obturado, furtivo en lo doméstico, esto hasta que las maquiladoras clavaron sus ojos en ella, como elemento de hacedera explotación. De pronto, gracias a un empleo (de paga miserable, pero caído del cielo) en las maquiladoras, la mujer se empodera, redefiniendo, como decíamos, su feminidad. Desafiando con ello al hombre:

 

“[Y] mientras él hablaba la puta bostezaba, no porque no le interesara lo que él decía, sino porque tenía sueño, de modo que concitó el enojo de Sergio, quien exasperado le dijo que en Santa Teresa estaban matando putas, que por lo me-nos demostrara un poco de solidaridad gremial, a lo que la puta le contestó que no, que tal como él le había contado la historia las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo. Y entonces Sergio le pidió perdón y como tocado por un rayo vio un aspecto de la

situación que hasta ese momento había pasado por alto.”

Bolaño (2004: 583)

En “La parte de los crímenes” de 2666 es posible apreciar que gran parte de las mujeres que han sido asesinadas, viol(ent)adas y torturadas  en Santa Teresa no son putas, sino obreras. Trabajadoras que han ganado una independencia mínima, pero independencia al fin y al cabo, respecto de los hombres, sobre todo a nivel económico: “¿Para qué queremos un hombre si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?” (Bolaño, 2004: 586). Esta quizás exigua, pero no menos importante emancipación, les ha costado la vida misma, la destrucción y escoriación de sus cuerpos, como si estos fueran texturas o tablas de piedra en donde la voz del hombre (ley) debe ir quedando grabada.

 

Yuri Herrera reconoce “rastros lingüísticos: ciertas expresiones clave, utilizadas para referirse a los espacios” (inédito) que aplica el Estado y/o los cárteles para manipular la comunicación, el lenguaje derivado o propio de la violencia. En nuestro caso, la resignificación no alude a los espacios, sino a los cuerpos femeninos viol(ent)ados. Los cuerpos viol(ent)ados hablan, van transmitiendo mensajes de los criminales. Las marcas de la violencia cambian en este lenguaje sin palabras o de léxicos tatuados, en estos símbolos-desgarros que continúan intensificando su orografía. Los cadáveres  de  las  mujeres  asesinadas  en  Santa  Teresa  funcionan  quizás


como las narcomantas, pero no son explícitos los mensajes, sino más bien abstractos. No son textuales como lo son aquellas telas con mensajes de los cárteles a la ciudadanía. Los cuerpos lacerados, en cambio, son glifos hitados en plena intemperie, cada vez escritos con más furia, pero, al parecer, igual de abstractos. Si hacemos un breve análisis de la violentación corpórea femenina, podremos comprobar que estos se intensifican y que, finalmente, existen mensajes con un destinatario (destinatarias) determinado, aun cuando los mensajes finalmente no sean vistos.

 

En los primeros crímenes archivados encontramos asesinatos vía destrozo (por los golpes recibidos) del  bazo  ;  la  incineración;  luego  las  roturas del hueso hioides; el “incrustarle en la vagina el trozo de madera”. Se comienzan a descubrir violaciones anales y vaginales, estrangulamientos, politraumatismos craneoencefálicos y cuchilladas (Bolaño, 2004: 448-500). Esta práctica se va vigorizando fractura de palatino, “algo muy poco usual en una golpiza” . Les siguen a este modus operandi los disparos de arma de fuego; el cercenamiento de pechos y las mordidas a los pezones, arrancándolos. Finalizando con la mutilación; el empalamiento; la deformación y la tortura hasta dar la muerte (Bolaño, 2004:565-666).

 

La enumeración de la violencia anterior no tiene la intención de “contar muertos”, de archivar para olvidar, como se puede inferir del artículo de Yuri Herrera anteriormente consignado, sino que se busca comprender cronológicamente un proceso y la acentuación de una abominable filosofía o ideología: la corporalidad femenina es una dimensión merecedora de ser violentada y punto:

 

“Le pregunté qué pensaba de las mujeres muertas, de las muchachitas muertas. Me miró y me dijo que eran unas putas. ¿O sea, se merecían la muerte?, dije. No, dijo el preso. Se merecían ser cogidas cuantas veces tuviera uno ganas de cogerlas, pero no la muerte.”

Bolaño (2004: 613)

Es decir: no basta con la “fragmentación” (término tan posmodernamente ambiguo) de la que son objeto por parte de las maquiladoras (trabajo en serie, piezas para ensamblar, horarios con turnos irracionales, accidentes laborales). No basta con las “rupturas” que sufren las familias, ante el obligado abandono de los hijos. No  basta  con  los  silencios  religiosos que deben conservar ante el hombre en el hogar. Lo femenino debe ser violentado. Ciertamente, son pocos los mensajes depositados en el cuerpo ya cadaverizado de la mujer. Y, como decíamos, los mensajes texturizados sobre ellos conservan cierta abstracción aunque, probablemente, intentan ser didácticos: señales relativamente palmarias para que las santa-teresanas aprendan que con los hombres no se juega (Bolaño, 2004: 492). Que a los hombres no se les dice que no.


Ejemplificaremos nuestra última afirmación con el caso de Lucy Anne Sander. La norteamericana estuvo desaparecida por semanas en Santa Teresa, hasta que su cuerpo fue encontrado en la reja fronteriza (como si lo devolvieran a su lugar de origen). Presentaba “heridas de cuchillo, la mayoría muy profundas, en la región del cuello, tórax y abdomen. […]se estableció que había sido violada repetidas veces, encontrándose abundantes pruebas de semen en su vagina” (Bolaño, 2004: 512). El principal sospechoso era Miguel Montes, un mexicano que intentó ligar con Lucy Anne y a quien ella cortésmente rechazó. La amiga de Sander, Erica Delmore, no creyó que Montes fuese el asesino, pues no se veía un tipo machista ni violento. Harry Magaña, un policía de Arizona viaja para esclarecer el caso. Sigue sólo la pista de este hombre rechazado, a quien Lucy Anne Sander conoció unas horas antes. Harry da con el paradero de Miguel Montes y es emboscado. De Magaña no se sabe más.

Conclusión

Los crímenes contra mujeres en Santa Teresa, como signo del desértico norte de  México, es  un brote,  un síntoma  por donde  fluye la  savia de la brutalidad y lesa humanidad, que posee, por cierto, sus orígenes en la violencia masculina, aquí estudiada. Sin embargo, y siguiendo a Connell, esta masculinidad no sólo debe ser estudiada cual problemática religiosa o de legitimación cultural, también es menester y urgente asumir el concepto de masculinidad con sus problemáticas de relaciones de poder. Al respecto, Bolaño nos deja algunas pistas a seguir:

 

“En una ocasión, le preguntó a uno de los periodistas más viejos qué opinión te-nía de los asesinatos de mujeres que ocurrían en el norte. El periodista le contestó que aquélla era una zona de narcos y que seguramente nada de lo que pasaba allí era ajeno, en una u otra medida, al fenómeno del tráfico de drogas. Le pareció una respuesta obvia, que le hubiera podido dar cualquiera, y cada cierto tiempo pensaba en ella, como si pese a la obviedad de las palabras del periodista o a su simpleza la respuesta orbitara alrededor de su cabeza enviándole señales.”

Bolaño (2004: 582)

La configuración de la masculinidad preponderante en el sígnico y religioso hombre santa-teresano orbita, con frecuencia, alrededor de la actividad del narcotráfico. Hacerse hombre ya no es ir a la guerra o ser padre, la norma cultural ahora empuja a ser lo suficientemente macho, para  demostrar (ante otros machos) el “desprecio por la vida” como dice Rulfo y ponerse al servicio de los narcos. La cultura de violencia instala sus bases en este, relativamente, nuevo fenómeno económico y social, político y cultural. La violencia desatada y organizada sobre las mujeres santateresanas (“cazadas” y no “cazadoras”), decíamos, es un brote, un síntoma que connota y diagnostica, finalmente, un problema de mayor complejidad: el mundo del


“hipermaterialismo beligerante”, del que escribe Ed Vullamy y que cita Yuri Herrera en su conferencia “La semántica del Luminol”. Sistema donde la avaricia no deja piedra sobre los conceptos valóricos y las medidas culturales, creando nuevas reglas de “convivencia” para la sociedad civil.

 

Los cuerpos violentados de mujeres mexicanas, lacerados y excoriados con salvajismo, hace poco menos de veinte años gemían crípticamente de esta nueva organización de la sociedad: violenta, pero no en la oquedad funcional, sino que organizada y engranada: políticamente violenta, macabramente perfecta.

 

Estosmensajesemitidosnotuvieronrecepcn, nofueronvistosdepartedela sociedad santateresana: ginéfoba por optofóbica y sacrófoba por optofóbica. Por otra parte, las narcomantas, que señala Yuri Herrera en su artículo, explicitan ahora aquel lenguaje del omnipotente sistema del narcotráfico, de esta nueva sociedad fraguada en el miedo, en el espanto, ¡horror!, a ver y el pánico de denunciar la lesa humanidad en la completa oscuridad cultural, todavía más, “legitimada”. De aquí en más, ya no podremos (o no deberíamos) reflexionar o estudiar sólo (en) una sociedad enferma o en decadencia o enajenada —adjetivaciones que a todas luces funcionan como eufemismos— sino que a partir de esta nueva era de barbarie sistematizada y plenipotenciaria, deberemos hacer referencia a otro modelo de concebir la (limitada) vida que apenas respirará en medio del desierto de la codicia.

 

 

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