Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura

2012, 22 (1) 4-13

 

HASTA OÍR LO INFINITO

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UNTIL THE INFINITE IS HEAR

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Gabriel Gálvez Silva 1

1 Compositor

Departamento de Música. Universidad de La Serena galvezsilva@gmail.com

 

 


RESUMEN

 

El arte musical de Occidente ha sido impelido por su propia evolución a un estado de ya irreversible informalidad. Este escrito constituye una reflexión sobre la inmanencia musical tras una historia caracterizada por la transformacion permanente del pensamiento compositivo.

 

Palabras clave: música, nueva música, informalidad, experiencia estética, oír, ritmo, contemplación, silencio.


ABSTRACT

Western musical art has been driven by  its  own  evolution   to    state of irreversible  informality.  This paper constitutes a reflection about musical immanence after a history characterized by the permanent transformation of the compositional thought.

 

 

 

 

Keywords: music, new music, informality, aesthetical experience, hearing, rhythm, con- templation, silence.


“¿Cómo la mariposa nocturna escapará al fuego si lo desea ardientemente por morada?”

Farid Uddin Attar, Mantic Uttaír

 

 

“Nosotros, pobrecillos dejamos de oír el murmullo del que nos hizo, porque nos embriagamos escuchando nuestra propia algarabía.

Y ésta ha endurecido nuestros oídos”.

Gabriela Mistral Motivos de San Francisco

 

 

La revolución compositiva post beethoveniana, llevada a cabo tras la valoración romántica  de  las  desigualdades  de  la  música  con el lenguaje, comenzó por la simple desfiguración de la correcta retórica garantizada por los esquemas prediseñados, para devenir

de inmediato una experimentación extrema del hacer musical que abriría definitivamente la puerta a todas las informalidades imaginables. A la multiplicidad de significados que la músicapuede contener y al valor que adquirió la posibilidad de que no posea ninguno, se sumó la diversidad lingüística y poética, que se volvió ilimitada tras las múltiples propuestas de las vanguardias históricas. La música, apenas se hubo liberado del deber de “satisfacer” que le impusiera su antigua condición adjetiva, se deshizo incluso del sistema que permitía su propia articulación, como si su impulso mismo de vida no cupiera en la estrechez de una estructura preestablecida como la tonalidad. Y no  volvió  a  someterse  a  ninguna  otra,  quedando los compositores abandonados a un riesgoso e inagotable universo de posibilidades constructivas. Sobrevino el progresivo abandono de su puntuación, el inicio de una indagación hacia el interior y el exterior de la materia sonora, la extensión o la compresión extremas de su permanencia temporal. Así, fue desechada la vieja sintaxis logogénica para entonces ser probadas todas las gramáticas posibles, la heptafonía fue reemplazada por la dodecafonía, la microtonalidad y el ruido. Trascendiendo incluso lo sonoro, la paleta de materiales musicales también se volvió ilimitada; cualquier fenómeno puramente audible, incluido por cierto el silencio, pudo llegar a ser el sustento concreto de una composición musical, así como cualquiera su significado, cualquiera su forma, cualquiera su lenguaje, cualquiera su duración.

No obstante, la pulsión por la informalidad, o, parafraseando a Hoffmann, este deseo de hacer “de lo infinito su objeto”1 que parece poseer y consumir

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1 La frase de Hoffmann dice originalmente: “La música es la más romántica de todas las artes; es más: se podría decir que es la única verdaderamente romántica, puesto que sólo

lo infinito es su objeto.” (Citado por Fubini, 1999: 280)

 

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a la música occidental, fue nada más que asumida por Beethoven y sus herederos, pudiendo ser  descrita  la  historia  misma  de  este  arte  como el continuo fracaso, deconstrucción y reemplazo de sus estructuras, abundando los ejemplos de “nuevas músicas” (Ars Nova, Seconda Prattica, etc.) que han basado su mayor o menor novedad en el abandono y adopción de soportes y sistemas de organización. La genuina problemática del escenario compositivo actual, donde el rótulo “Nueva Música” se sigue utilizando con un evidente sentido de propiedad, es que, tras haberse vuelto inabarcable en su atomización, ya no permite vislumbrar ninguna poética hegemónica cuya trasgresión sea auténticamente trascendente, perdiendo importancia y significación este gastado concepto de lo “nuevo” que necesita de lo “viejo” para adquirir sentido. Luego, ¿dónde radica la novedad de la música que todavía adjetivamos como nueva si ya no en su dimensión puramente compositiva, que a estas alturas se verifica como sencillamente irrelevante?

¿”Neue Musik” es entonces sólo una inerte y superflua denominación?

Si aquí es planteada su intrascendencia no es porque al compositor que escribe le interese especialmente lo musical o artísticamente novedoso. La presente reflexión ha surgido a partir de la observación in situ del incuantificable hacer musical periférico, postmoderno, indefinible, característico de un número importante de jóvenes compositores chilenos que debiendo consciente o inconscientemente a la historia musical de Occidente la prueba de que ninguna estructura es mejor que otra, inventan su música, arte sonoro o como se le quiera llamar, en total despreocupación de cuanto no sea lo puramente audible. Hablo de compositores, muchos de ellos al menos inicialmente autodidactas, que podrían clasificar tanto al interior de la solemne oficialidad de la academia como de la irreverente acracia de la contracultura, que publican sus obras ya sea en festivales universitarios, temporadas de conciertos, eventos underground o Internet, que pueden escribirlas como no escribirlas, concebirlas a partir de instrumentos tradicionales, doctos, populares, de juguete2, computadores, cacerolas o plumavit. Da lo mismo. Ya ninguna de estas opciones es signo o defensa de algo más que el probar y el gustar mismo del sonido y el silencio. Son estos compositores, los que ciertamente ya no lamentan la distancia con Europa y sus devaneos, quienes testimonian mediante sus obras siquiera la posibilidad que hoy por hoy tiene la música de desplegar en plenitud su mera condición de música.

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2 Como la obra Atrás (2007) del compositor chileno Francisco Silva, escrita para instrumen- tos de juguete ejecutados por seis instrumentistas. Atrás fue estrenada por el Taller de Música Contemporánea de la Pontificia Universidad Católica de Chile, bajo la dirección de Pablo Aranda, durante el III Encuentro Internacional de Compositores en Chile, Goethe Institut, Santiago, agosto de 2008.

 

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He aquí, por si a alguien le interesa, la circunstancia básica para una actualizada noción de novedad musical: la oportunidad inédita que hoy tenemos de descubrir (o redescubrir) un ethos y un telos intrínsecamente musicales, que, en íntima y recíproca identificación con la experiencia estética profunda, otorguen orientación y razón de ser a la estructura que sea, poética, matérica o funcional. Luego, podemos abrazar con jubilosa entereza la pulsión misma de la música por la infinitud y exonerar todo adjetivo ineficiente para resignificarla, por fin, como nada más que música. Vacíos de sentido han quedado los intentos históricos por inventar “nuevas” seguridades, las búsquedas de “nuevos” marcos o bases, la atención prestada tanto al pasado como al futuro en busca del ya revenido prestigio de lo “nuevo”. Al margen de la ilusa orientación social de Occidente concedida por el progreso material y el mercado, al menos su arte musical se encuentra en condiciones de volver a apreciar la realidad como pura presencia, siempre y en todo momento; el territorio como infinitamente vasto e incierto, siempre y en todo momento; cualquiera posibilidad de proceder apenas como operativa y transitoria, siempre y en todo momento.

Ciertamente merma en importancia la composición, por su futilidad. Queda en pie, de manera inamovible, nada más que la música, independiente de cualquier código, de cualquier forma, de cualquier materia, de cualquier tipo de conocimiento abstracto. Reverdece la valorización de la experiencia, mas no de la experiencia poética, mutable a fin de cuentas hasta la desintegración, sino de la primordial experiencia estética, habiendo demostrado su propia historia que la esencia de la música no coincide con aspectos cubiertos y recubiertos de demasiadas, desiguales e idénticamente válidas maneras. Su ethos y su telos no pueden sino coincidir con la simplicidad y la hondura del oír; ya está suficientemente ensanchada la apertura que permite la definición de la música misma como nada más que la extática pasión del auditor, lo que éste padece en tanto verdaderamente oye. Es verdad que aún hoy por “música” entendemos “arte”; la definición más lata de “música” ha estado, históricamente, indisolublemente ligada a la idea de “composición”. Recién en el siglo XX, especialmente tras la vanguardia post weberniana y los aportes de los compositores que probaron con la acusmática, la electrónica o la aleatoriedad, esta definición comenzó a incorporar de manera sustantiva al sonido, en cuanto mero fenómeno físico que, como tal, posee sus propias leyes y parámetros. Ambas propugnaciones (que sin duda devinieron fetichismos), la de lo “abstracto” versus la de lo “concreto” (Tosi, 1997: 798), han coincidido, pese a su divergencia, en la “objetividad cósica, casi fisicalista” (Adorno, 1985: 129) que han aportado a la definición de música. Sabemos, empero, que la música no es ni podría ser jamás una “cosa”. Sin duda es lo que oímos, pero sólo cuando de verdad oímos; entonces lo que oímos deja de ser “cosa” y se vuelve “experiencia”. Eso es la música: lo que pasa, o nos pasa, cuando de verdad oímos, la experiencia misma de oír.


No es fácil, desde estaperspectiva, precisarenquéconsisteoír. Delaexigencia con que muchas veces Cristo coronara sus enseñanzas, “el que tenga oídos que oiga”, se desprende que a juicio de una sabiduría así de radical tener oídos no es garantía de oír, pudiendo redefinirse este verbo si se entiende más bien como un especial estado de la conciencia, que trasciende la mera percepción física; tal es el sentido de lo señalado por Jorge Eduardo Rivera (1997) cuando aclara que el vocablo “oír”, tanto en griego como en latín, es el origen de “obedecer” (akouéin-hypakouéin; audire-oboaudire), encerrando su significancia más honda la salida de la estabilidad que supone el “propio yo” (éxtasis) para el consecuente sometimiento a la voluntad y sustancia de lo que se oye, cuando así se oye. Mas, ¿qué se oye finalmente cuando así se oye? ¿Qué se oye más allá de la cosa o lo cosificable, de los entes parciales que son tanto la idea compositiva como la materia acústica? ¿Qué oímos cuando lo que oímos es, o llega a ser, música? Rivera responde, taxativamente: “el ser, o si se prefiere, la realidad” (Rivera, 1997: 19). Evidentemente pretender aquí una definición de la realidad” sobrepasa en demasía las competencias del compositor que escribe. Valga recordar, sin embargo, como el hombre antiguo la caracterizó e interpretó simbólicamente, poniendo de relevancia su paradojal fisonomía, en cuanto misteriosa integración de elementos opuestos. Así lo atestiguan emblemas o representaciones como el Escudo de David, la Trimurti, el Caduceo de Hermes o el Taijitu. O bien textos religiosos o puramente sapienciales como el I Ching, el Libro de Job, el Bhagavad Gita o los fragmentos de Heráclito, cuyo pensamiento resulta particularmente significativo al momento de intentar, al menos, una descripción de la realidad que se devela en el oír. Y es que el verbo griego rheo, concepto fundamentaldelafilosoaheracliteana, parecetambiénserlarzderitmo. Efectivamente a éste lo entendemos de inmediato como fluencia, o mejor aún, como “propulsión vital” (Willems, 1964: 44). Y ciertamente también lo explicamos como una dinámica de antagonismo y complementariedad, esta vez entre los estadios que Aristóxenos llamó Arsis y Tesis, ocupando las denominaciones que recibían las dos instancias fundamentales de la danza: la inestabilidad corporal a que conlleva el levantamiento del pie, contrapuesta a la estabilidad consecuente tras su colocación en el suelo (Advis, 1979). Cuando de verdad oímos, es “ritmo” lo que oímos, la ladera sombreada de la montaña (Yin) en mutua verificación con la bandera que flamea al viento (Yang). Cuando así se oye, lo que se oye es la realidad misma en su dialéctica, abriéndose quizá la posibilidad no de entenderla sino de descubrir, en la aural experiencia, su “sentido” (Tao).

Evidentemente, en su acepción de cambio, todo posee ritmo, lo que se oye y lo que no se oye. El ritmo que se oye está presente en absolutamente todo cuanto podemos oír. Lo que han hecho históricamente los hacedores de música no ha sido más que abstraer y reescribir con caracteres humanos el ritmo de la realidad; tal era el profundo valor que nuestra cultura otorgó


originalmente al fenómeno musical, baste recordar como para la tradición neoplatónica, y en particular para Boecio, la hecha por las personas, la musica instrumentalis, era apenas una imitación que posibilitaba el entendimiento del orden del Universo, que, presente dentro y fuera del hombre, también era explicado mediante nociones musicales afines: la musica humana y la musica mundana (Cullin, 2005).

Diversos autores, Jorge Martínez entre ellos, han señalado las implicancias simbólicas del parentesco etimológico entre cantar y encantar, así como de la doble acepción de canto, en cuanto “piedra” y “voz musical” (Martínez, 2009). Sabemos, no obstante, que cantar trasciende el mero concurso de la voz humana, aplicándose el mismo verbo a un desempeño instrumental análogo. Llama la atención al respecto como para los románticos el interés por el canto los hizo no sólo otorgar especial profundidad al repertorio vocal, proceso cuyo punto culminante y crítico será la Unendliche Melodie wagneriana, sino además identificar con tal acción páginas instrumentales altamente significativas: desde la Heiliger Dankgesang o las denominaciones vocales (Arietta, Cavatina, etc.) con que Beethoven tituló importantes fragmentos de su tercer periodo, hasta el sinfonismo de Brahms o Mahler, pasando por los Lieder onhe worte (ejemplos emblemáticos de la charakterstück romántica) y la relevancia absoluta de la melodía cantabile, el canto parece erigirse durante el romanticismo como la figura arquetípica del hacer musical, quizá precisamente por su atávico poder de “encantar”, esto es de remontarse al numinoso origen de toda música. Por eso es que, en los mitos, el encantado (o el encantable) es siempre un auditor, tal como el Cerbero ante Orfeo o los marinos griegos ante las sirenas; recordemos como Odiseo hizo que sus hombres se taparan los oídos precisamente para no dejarse encantar por estas hembras monstruosas, reconocidas como “músicas notables” por los mitógrafos de la antigüedad (Grimal, 1981: 483). Para los encantados el tiempo no pasa. Perrault cuenta cómo tras dormir un siglo, la Bella Durmiente del Bosque despertó con los mismos “quince o dieciséis años” que tenía al momento de su encantamiento; en esto radica la significación simbólica de la “petrificación” padecida por el encantado. Para quien en profundidad oye, efectivamente el devenir temporal parece suspenderse o, al menos, relativizarse. Según Alejandro Guarello, la música, “pese a que ocurre en el tiempo cronológico, genera su propia dimensión temporal. Una dimensión cuyas características se asemejan a las del tiempo de nuestros sueños” (Guarello, 1992: 9). Esta “compresión del tiempo”, que ocurre inconscientemente en la experiencia onírica, “podemos vivirla conscientemente al oír música, si transformamos nuestros hábitos de audición y logramos una verdadera atención sobre la obra”. Para Guarello, como compositor, lo fundamental es que ésta logre “constituir un microcosmos en sí, generando su propio tiempo”, o sea “reflejar la naturaleza en toda su plenitud incluyendo aquellos aspectos que de ella, hasta ahora,


nos son absolutamente desconocidos” (Guarello, 1992: 10).

Oír es el sentido de la sumisión y la obediencia ante lo que “no se puede controlar o estructurar” (Schafer, 1993). Oír implica renuncia. Oír es pura contemplación. Para los sufíes, el estado de samá (“audición”) es la vía para alcanzar el de faná (“extinción”). El perfecto auditor se detiene y se calla para dejarse encantar por lo que él llama “música”, por la realidad y su ritmo, el temible río de Heráclito que se vuelve humanamente aprehensible en lo que se oye, cuando así se oye.

Por primera vez de manera explícita en la historia de Occidente, su música netamente artística puede ser creada ni para demostrar ni para competir, sino para satisfacer exclusivamente la condición de su propia existencia, que es ser oída y nada más. Al no fundamentarse sobre ninguna estructura o lenguaje específico sino sobre el oír, la música actual podría prescindir del adjetivo que la ha calificado como “nueva”, pues lo que envejece es la estructura o el lenguaje; el oír no. En cuanto música y nada más que música efectivamente puede exigir al auditor más que cualquiera otra manifestación musical a lo largo de la historia. Pero esta exigencia no es, en modo alguno, de conocimiento. ¿Qué conocimiento podría demandar el estado actual de un proceso de abolición incesante de estructuras insuficientes como para soportar la vocación por la infinitud? Nacida sólo para ser oída, la música del ahora, como toda música en cuanto mera música, en verdad no pide nada si no ser oída. Esto contradice un aspecto clave del chisme sobre su distancia respecto del auditor común, aquel que lo intimida con la supuesta exigencia de algún tipo de conocimiento previo, necesario para “entenderla”. Sabemos que esto no solamente es falso sino además imposible. El fenómeno rítmico, que toda manifestación musical devela auralmente, ha dejado de ser codificado para ser expuesto de modo cada vez más puro y primitivo, entiéndase primordial. El ritmo musical, tras la consolidación definitiva del sistema tonal acaecida en la Europa racionalista, devino lenguaje, por vocación inteligible como todo lenguaje. Para “entender” cabalmente la máxima proyección del discurso rítmico de la música tonal, vale decir su forma, quien oye debe necesariamente saber cómo interpretar este lenguaje. Y para poder ser interpretados es que los lenguajes o sistemas de la tradición fueron comunes y transmisibles, y por ende perfectamente reproducibles los artefactos sobre ellos construidos. Es imposible pretender actualmente una situación similar, porque un lenguaje o sistema de tales características, salvo a nivel de las efímeras relaciones epigonales, sencillamente hoy no existe. Si la música del presente “no se entiende”, es porque no se constituye sobre ningún lenguaje que deba o pueda entenderse.


Tanto el verdadero contenido como la verdadera forma de la música son los que destellan en la conciencia del auditor tras la captación voluntaria y atenta de la red de relaciones que constituye la composición propiamente tal. Es el auditor el que baja a la música de este limbo lógico y la trae al plano de lo genuinamente óntico. Por esto la audición debería ser considerada, a nivel educativo, como una destreza aún más importante que componer, tocar un instrumento o cantar, pues sin el auditor la composición no puede alcanzar realidad musical. Cuando la existencia de una “música absoluta” es cuestionada aludiéndose que este concepto no considera, en su afán autoreferencial, la participación del auditor, el argumento se equivoca desde el mismo instante en que lo separa de la música. La música es en el auditor; no en el sonido ni en la composición, sino sólo en la relación ársico-tésica que sólo por el auditor es descubierta entre los eventos audibles.

La llamada “Nueva Música” es el más extremo confín al que ha llegado el arte musical de Occidente obedeciendo a su pulsión o vocación por la informalidad. Sería correcto afirmar que consiste en el paso más adelantado que ha dado en su evolución. Sin embargo este evolucionar es retornar a partir del momento en que la misma música permite re-conocer el oír como su dimensión inmanente. La misión implícita que ha cumplido la música artística de Occidente, y en especial la llamada “Nueva Música”, ha sido posibilitar en el individuo, siquiera artificialmente, aquel estado estético y extático que es el oír, entendido como el quedar a merced de lo que se oye, traspasando las fronteras del propio yo para perderse en la atención a un orden difuso que no obstante se relaciona misteriosamente con la conciencia. Este es su mayor, quizá su único mérito. La música del presente, donde lo que se creyó entender en una audición no será necesariamente corroborado en la siguiente, permitiría conjeturar que “entender” no es el verbo que mejor describe esta relación. Quizá la palabra “comprender” es más adecuada, pero no interpretada como un atributo del ego, sino como la experiencia de integración de la propia individualidad a una realidad mayor que, por cierto, no se puede entender. El visionario, ubicado al margen de la realidad (Schafer, 1993), tiene por vocación tratar de entenderla para quizá así intentar su dominio. El auditor, ubicado en el centro de la realidad, sólo puede aspirar a contemplarla para quizá así adquirir conciencia de que está en verdad comprendido por ella. Las culturas primitivas (primordiales) lo saben: la auralidad comporta la justa relación entre lo discreto y lo relativo. Y aquí no se trata de la acomodaticia relatividad de la cultura, obra a fin de cuentas “de ajedrecistas, no de ángeles”, sino de la inhumana relatividad del Universo, a la que sólo se puede oír, léase obedecer.

Quizá para quien haya recuperado o descubierto este oír, el arte musical puede dejar de ser relevante o necesario. Quizá no sea tan osado imaginar siquiera que ya cumplida su misión, obedeciendo a su propia pulsión por la


informalidad, nuestro arte musical termine por desaparecer. Se afirma que la música la hacen los humanos y que decir, por ejemplo, que los pájaros cantan no es más que alegoría. No es comprobable la voluntad cantora de los pájaros y por lo tanto no podemos saber si hacen o no hacen música. En cambio no podemos sino creerle a quien asegura oír música en un gorjeo o en un graznido. La música puede no hacerla el pájaro, pero no queda duda que el auditor si la oye. Y parece que esa es la música que el individuo occidental anhela oír, o volver a oír. No por casualidad la música contemporánea abunda en ejemplos metafóricos u onomatopéyicos respecto de fenómenos audibles o no audibles prodigados por la naturaleza: pájaros, nubes, constelaciones, cardúmenes, células. No por casualidad muchas de las composiciones mejor recibidas en la actualidad parecen querer imitar a toda costa el fenómeno vital, con su apariencia de bello caos y sus profundidades rigurosa aunque multidireccionalmente reglamentadas. No por casualidad la música de hoy le ha concedido, por fin, un espacio privilegiado al silencio. ¿Y qué significa en profundidad el hasta ahora inaudito silencio de la música sino lo que se encuentra más allá de la cultura, incontrolable, omnipresente y eterno? Pues ciertamente le llamamos “silencio” al simple hecho de que callemos los hombres; el resto de la creación no calla. El silencio de la música del presente parece constituir una invitación inconciente, preñada de inefable nostalgia, a volver a oír lo que está allende el horizonte de la cultura, esto es el rumor infinito de la creación. Y es en el rumor de la creación, entiéndase en el silencio de la Babel que los hombres hemos construido, donde se encuentra desde siempre y para siempre la voz del Creador. Quizá, para quien verdaderamente oye, el artificio estético que los occidentales llamamos música, con todos sus arbitrarios y prescindibles protocolos, esté ciertamente de más. Vale la pena preguntarse si tiene o no sentido el hacer réplicas a escala cultural de la vida misma cuando está abierta la puerta para poder calladamente contemplarla.

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