El mal y la máquina dionisíaca: la literatura a través de Foucault, Deleuze y Baudrillard
The Evil and the Dionysian Machine: the literature through Foucault, Deleuze and Baudrillard
Citación: Leal, H. (2018). El mal y la máquina dionisíaca: la literatura a través de Foucault, Deleuze y Baudrillard. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 28(2), 325-336. DOI: 10.15443/RL2824
Dirección Postal: Avenida Alemania 0281, Temuco, Chile
DOI: doi.org/10.15443/RL2824
Heber Leal
Universidad Mayor, sede Temuco
Chile
heber.leal@umayor.cl
Resumen: El artículo propone que la literatura configura espacios donde emerge el pensamiento del afuera: forma de pensar que se opone a las nociones de interioridad, sentido común y buen sentido. Para ello se revisan las categorías de transgresión, descentramiento y absorción de los significados, triada que se desprende de las filosofías de Foucault, Deleuze y Baudrillard. Se concluye que el mal se articula como principio de incertidumbre y la noción de literatura que se presenta alude a la producción de un laboratorio donde se instala esa metafísica maldita. Se trata del despliegue de la máquina dionisíaca de producir sentido dentro del contexto de la pérdida de referencia y de la ruptura del pacto de verosimilitud.
Palabras clave: literatura y mal - pensamiento del afuera – transgresión - descentramiento - absorción de significado - máquina dionisíaca
Abstract: The article proposes that the literature configures spaces where the thought of the outside emerges: a way of thinking that opposes the notions of interiority, common sense and good sense. For this, the categories of transgression, decentralization and absorption of meanings are reviewed, a triad that emerges from the philosophies of Foucault, Deleuze and Baudrillard. It is concluded that evil is articulated as a principle of uncertainty and the notion of literature that is presented alludes to the production of a laboratory where that cursed metaphysics is installed. It is about the deployment of the Dionysiac machine to make sense within the context of the loss of reference and of the breach of the plausibility pact.
Keywords: literature and evil - thought of the outside - transgression - decentering - absorption of meaning - Dionysian machine
1. Introducción
A lo largo del siglo XX, los filósofos Michel Foucault (1926-1984), Gilles Deleuze (1925-1995) y Jean Baudrillard (1929-2007) formularon una serie de nociones críticas que permiten ponderar la producción literaria en relación al tipo de pensamiento y a la lógica de sentido que en ella se aloja. Los dos primeros autores rastrearon el origen de una nueva metafísica, eventualmente antiplatónica y antimoderna, encargada de estudiar las singularidades nómades, los gestos de resistencia y las paradojas de sentido; mientras que el tercero ha formulado una concepción sobre el mal que no se restringe a las típicas oposiciones dialécticas ni a etiquetas teológico-morales convencionales. Michel Foucault considera en Teatrum Philosophicum que, a pesar de las dificultades para poder evidenciar la raíz esta nueva metafísica, podemos detectar su recorrido en la producción intelectual de ciertos escritores, tales como Sade (quien dejó al descubierto la desnudez del deseo), Hölderlin (porque anunció la ausencia de dioses y el desamparo en el que se halla el lenguaje), Nietzsche (ya que denunció la legitimidad de la metafísica tradicional descubriendo en ella el ardid de la gramática y el sustento de la verdad en quien detenta la palabra), Mallarmé (al señalar que el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra), Artaud (en quien el discurso devino en expresión violenta del cuerpo y grito de desesperación), Bataille (para quien el lenguaje se constituye en un acto transgresivo, a partir del cual el sujeto se quebranta, surgiendo así el discurso del límite), y Klossowski (con quien se manifiesta la experiencia del doble, la exterioridad del simulacro, la multiplicidad teatral y demente del yo).
Y es precisamente George Bataille (1897-1962) quien en 1951 propone por primera vez un estudio detallado sobre la literatura y el mal en su libro homónimo. Sus investigaciones giran en torno a la presencia de la transgresión dentro de la tradición literaria. Considera que la literatura constituye un espacio que hace posible la confesión de los deseos más ocultos e infames, espacio donde se ponen a prueba los límites convencionales que determinan la vida buena. Constata que desde el Marqués de Sade en adelante la literatura ha trazado una nueva manera de entender el arte, una manera que no es ascesis ni mímesis, sino posibilidad de transfiguración del individuo en bestia.
Jean Baudrillard, por su parte, ha estudiado la idea del mal en La inteligencia del mal y lo ha hecho desde una perspectiva no dialéctica, sino desde la noción de reversibilidad que alude al mal como potencia que antecede cualquier discurso del bien, incluso insiste en que es una potencia primitiva a diferencia del bien que es una construcción axiológica: su postura está en contra de la dualidad bien/mal, pues considera que la idea de mal es más profunda que una dicotomía. Considera que pese a la condición de carencia y de negación que se le ha atribuido a la noción de mal dentro de la tradición filosófica y teológica, se puede comprender el mal como una situación metafísica caótica que constituye la base sobre la cual se construye algo coherente llamado bien; por ende, dentro de un trasfondo inverosímil se erige la verosimilitud que tiene como principal característica la idea de realidad.
Si bien lo maligno ha sido definido por una tradición discursiva de índole religiosa encargada de ubicarlo dentro de los límites del oprobio (sufrimiento, transgresión, carencia de bondad y pecado), Baudrillard considera, tal como Nietzsche en La genealogía de la moral, que el bien es una construcción moral posterior a los valores primitivos de la vida. El mal es el reino de las singularidades nómades y el fondo impersonal que salta entre signo y signo sin agotar su renovación. Entiende entonces el mal como una constante relación de significantes que se seducen entre sí y que desvían el significado apartándolo de una referencia concéntrica:
Singularidades nómades que ya no están aprisionadas en la individualidad fija del Ser infinito (la famosa inmutabilidad de Dios) ni en los límites sedentarios del sujeto finito (los famosos límites del conocimiento). Algo que no es individual ni personal, y sin embargo es singular, en absoluto un abismo indiferenciado, sino que salta de una singularidad a otra, emitiendo siempre una tirada de dados que forma parte de un mismo tirar siempre fragmentado y reformado en cada tirada. Máquina dionisíaca de producir sentido, y en la que el sinsentido y el sentido no están ya en oposición simple, sino copresentes el uno en el otro en un nuevo lenguaje (Deleuze, 2005, p. 141).
La tradicional dicotomía entre el bien y el mal, tal como la propuso Friedrich Nietzsche a fines del siglo XIX, es planteada ahora como una necesidad con plataforma antropológica orientada a clasificar la realidad desde generalizaciones y dicotomías que le ofrecen al hombre un espacio donde poder ubicarse y tomar posición existencial de manera coherente y bajo la soberanía de una ley. Esta forma de configurar los valores responde a una visión que se puede rastrear en el sesgo del sentido común que opera en el comportamiento humano como ideal de acción. Es parte de la operación selectiva del pensamiento. Deleuze en Diferencia y repetición, y Foucault en El pensamiento del afuera llaman reflexión a este fenómeno de pensamiento; mientras que denominan repetición y afuera a la lógica opuesta. En la República de Platón, en la Ética a Nicómaco de Aristóteles, en la Suma Teológica de Tomás de Aquino, en la Crítica de la razón práctica de Kant y en la mayoría de las obras de filosofía práctica o moral ha prevalecido el supuesto de que una reflexión adecuada acerca del comportamiento humano debe basarse en hábitos consensuados o en leyes universales. Michel Foucault arguye en El pensamiento del afuera que el sentido común se debe asociar al pensamiento de la interioridad que ha predominado en Occidente y que se institucionalizó tras la aparición de filosofía moderna. Es la creencia de que todo lo que está regulado por una secuencia temporal permite suponer la causalidad de los hechos y de los pensamientos, de las ideas y de las acciones, de las intenciones y de sus consecuencias. Pero hay otro tipo de pensamiento (deshumanizado, diverso, material, ficticio) que reacciona al anterior y que por su cualidad excéntrica ha sido poco atendido en la historia y de paso depuesto precisamente por la hegemonía del pensamiento de la interioridad.
Nietzsche supone una tesis genealógica para responder a la desatención y menosprecio que se ha constituido en torno al pensamiento de la inmediatez1: indica que el pensamiento occidental es fruto de una mutación de los valores hecha por la clase sacerdotal respecto de los antiguos del heroísmo griego. Si bien la hipótesis que plantea Nietzsche no tiene valor empírico para la historia filosófica, sirve como ejercicio lógico para poder responder al movimiento existencial que radicalizó lo civilizado de la conducta humana en desmedro de lo salvaje. Foucault simplifica más las cosas y señala que sólo se trata de la prevalencia de un tipo de pensamiento que tuvo su mejor tiempo en la modernidad y que aún ejerce su influjo por medio de la racionalidad, el sentido común y la clínica. El mal apunta a la ruptura del bloque antropológico que configura el horizonte axiológico en torno a la figura humana como parámetro ontológico y al sentido común como su referencia epistemológica de normalización. El desafío del mal no es el bien, sino la tarea de soltar el eje que satura las intensidades. El bien sólo es la máscara de la necesidad antropológica instalada por el cogito. Por ello, el problema del mal rebasa el problema moral y constituye más bien una interrogante respecto de la relación de las palabras con las cosas mismas. Su interés se orienta a desarticular el determinismo y liberar el sentido, por lo que se debe entender que fuera de la dicotomía es posible pensar en la desembocadura de un vitalismo de las singularidades y no sólo suponer sin más la decantación del nihilismo postmoderno. La posibilidad de pensar el mal y, sobre todo, de hacerlo dentro del espacio literario, supone visualizar formas de lenguaje descentradas que propicien dichas singularidades en nuevas prácticas artísticas. Es desfondamiento y superficie, como la música para Schopenhauer o la voluntad de poder para Nietzsche. Nietzsche emplea este concepto en Más allá del bien y del mal para proponer una lógica intramundana que se asocie al vitalismo y que critique cualquier metafísica transmundana referida a la promesa de una vida después de la muerte.
Georges Bataille considera en La literatura y el mal que la literatura constituye la tensión que se genera entre la soberanía moral y las fuerzas liberadoras. Esta tensión posibilita una hipermoral que implica la trascendencia de la moral hegemónica por parte del individuo y que alude a una “infancia vuelta a encontrar” (Bataille, 1959, p. 8). Esteban Ponce Ortiz agrega que la literatura es un “espacio privilegiado para la búsqueda individual de los límites entre el bien y el mal” (2009, p. 17). Desde la perspectiva de Baudrillard, el mal no se debe entender únicamente como el combate individual que libra el sujeto contra una tabla de valores predeterminados; el mal más fascinante lo constituyen la fatalidad, el principio de incertidumbre, el destino trágico, la disolución de lo real, el juego del azar, el afuera y la seducción. El mal refiere, entonces, a la actualización de todas las potencialidades que se contraponen a los discursos del bien y que orientan las acciones hacia la disolución de los parámetros que rigen el comportamiento correcto. La fuerza reversible que atenta contra el bien para bloquear, obturar o evitar su normal funcionamiento constituye la actualización del mal. La irrupción del destino en la vida de los personajes de un texto y el despliegue del anatema por el sujeto de la enunciación constituyen los dos elementos de vital relevancia que hay que observar para detectar el despliegue del mal. La definición planteada por Baudrillard alude a la manifestación de conductas inmorales o ilícitas, pero fundamentalmente su reflexión consigna que el mal está relacionado con la presencia de fuerzas extrahumanas asociadas al destino y a su poder para desmontar los proyectos vinculados al orden social. Así, bajo esta lógica de lucha de potencialidades contrapuestas, las personas resultan ser proclives a la normalización desatada por el principio de realidad que remite al dictamen del sentido común, pero, al mismo tiempo, lo son a la desarticulación de dicho programa merced al principio de reversibilidad que opera sobre ellos cuando irrumpe la incertidumbre. El mal, por lo tanto, corresponde a la manifestación del principio de reversibilidad, a la conjura, al contagio y a la negación del principio de realidad. Situación que no se genera de golpe en la vida cotidiana, pero que sí se aprecia en toda su intensidad en el espacio literario.
Baudrillard apunta en La transparencia del mal que el mal es el poder del anatema, la energía satánica del réprobo, el fulgor de la parte maldita, la fatalidad y el destino. Aclara, sin embargo que “nos hemos vuelto muy débiles en energía satánica, irónica, polémica y antagonista; nos hemos convertido en unas sociedades fanáticamente blandas o blandamente fanáticas” (1993, p. 95). Se infiere de ello que cuando se hace referencia al bien en los discursos de orden público, no se hace alusión a un bien en sí mismo o a un contenido moral de extrema bondad, sino más bien a una actitud que asume el colectivo humano consistente en la supresión y el rechazo de las pasiones más agresivas que anidan en el individuo, a cambio de una actitud de dudosa pureza: el fanatismo blando. El discurso del bien está signado por una gestión calculada, un consenso virtual, una instalación de valores supuestamente positivos, un ejercicio de la buena conciencia y una minimización del mal vinculada a la profilaxis de la violencia provocada por “el resplandor del consenso” (Baudrillard, 1993, p. 97). Se trata, en definitiva, de una “fuerza condescendiente y depresiva de la buena voluntad que sólo concibe en el mundo la rectitud y se niega a considerar la curvatura del mal, la inteligencia del mal” (1993, p. 95). Baudrillard considera que “no se puede liberar el bien sin liberar el mal, y esta última liberación corre más rápido aún que la del bien” (2008, p. 136). Estas dos polaridades se liberan socavándose la una a la otra en un juego que no las termina por eliminar por completo, sino que las opone en secuencia infinita. En el caso del mal existe una “suerte de línea de fuga ante el complot terrorista de la felicidad” (2008, p. 140). En cambio, el discurso del bien refiere a un mundo transparente y operativo, vale decir, a la hegemonía del bien que se traduce en “la performance de la felicidad” (2008, p. 141); es decir, una cultura de la felicidad que reproduce el discurso de la desgracia y de la “imaginación técnica de la felicidad” (2008, p. 134). Ésta no es otra cosa que la performance de aquello que el autor de La transparencia del mal denomina “la locomotora suicida de la visión patética y del ánimo sentimental que demanda reparación” (2008, p. 138). En síntesis, ese resplandor del consenso diseña un universo radiante y listo para hacer pasar a los sujetos al otro mundo a través de la imaginación técnica de la felicidad. Así, el bien es entrevisto por Baudrillard como la puesta en escena de un laboratorio de homogenización desplegado por una imaginación patética, mientras que el mal es asumido como el terreno sinuoso que le da sostén parcial a esa maquinación.
El discurso del bien constituye una “crónica de la recriminación y el resarcimiento que abarca hoy todo el campo de lo social, confundido con el de los seguros y la seguridad” (2008, p. 146). Por otro lado, el principio del mal está determinado por la combinación de la rebeldía y la infidelidad:
El mal no tiene realidad objetiva. Muy por el contrario, consiste en el desvarío de las cosas respecto de su existencia objetiva, consiste en su inversión, en su retorno (hasta me pregunto si se podría interpretar el Eterno Retorno de Nietzsche en este sentido, no como un ciclo sin fin, no como una repetición, sino como una reversión, como una forma reversible del devenir: die ewige Umkehr) (2008, p. 155).
De ahí el repudio implícito de todos los programas civilizatorios hacia las manifestaciones de rebeldía e infidelidad, pues constituyen la implosión que ejerce la curvatura del mal en los sistemas maquinados por la imaginación técnica de la felicidad. El problema del discurso del bien es que el mal no se puede erradicar, y pese a que se intente imponer la maquinaria de la felicidad, siempre habrá un espacio donde estalle la energía maldita, porque, entre otras cosas, es mucho más pretérita que su contraria.
El mal ejercido por la literatura no se subsume en la dualidad bien y mal moral, sino en la transición entre humanismo y deshumanización, cristalización y devenir, fijación del ser y movimiento. Si no fuese así, no se podría hablar de la experiencia de un más allá propio de una reflexión en contra de las dicotomías. El mal no debe entenderse como un antivalor, sino como el ejercicio de una transmutación. Es una topografía de la realidad, un recorrido por ella, un uso de otros sentidos y de otras sensibilidades que han sido coaccionadas por el reparto normal de la realidad ejercido por la cultura occidental. El mal como pensamiento nómade despierta el incesante interés por lo otro carente de clasificación, que ha sido excluido moral y clínicamente a través de la historia. Todas las fuerzas que operan en función de tal ruptura, el derrame de significantes, las paradojas y transgresiones, las tragedias posibles y los testigos mudos que asoman su rostro en alguna esquina, constituyen la emergencia del mal. El mal como categoría filosófica le otorga fundamento a ciertos procedimientos narrativos que se distinguen de aquellos asociados al discurso de la ley moral, en donde se privilegia la precisión, la veracidad, la buena voluntad y la razón. La ironía, la paradoja, el humor y la repetición responden a este ejercicio de transgresión. Tomando el concepto de repetición, podemos señalar que pensar el mal supone indicar que:
Ya hemos cambiado de elemento, ya no nos encontramos en el elemento de la reflexión. Descubrimos un pensamiento que vive el problema de las máscaras, que experimenta ese vacío interior propio de las máscaras, y que busca llenarlo mediante lo absolutamente diferente, es decir, introduciendo en él toda la diferencia entre lo finito y lo infinito, y creando de esta forma la idea de un teatro del humor y de la fe (Deleuze, 1995, pp. 65-66).
Bataille, siguiendo la molaridad en la definición de dichos conceptos, señala que:
Aquel que, de un moribundo, dice que ‘está a punto de reventar’ considera la muerte de un hombre como la de un perro; pero mide la degradación y el rebajamiento que opera el lenguaje soez que utiliza. Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento. Esas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos. Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado (Bataille, 2010, p. 141).
Existen posturas filosóficas que han planteado la necesidad de una nueva episteme en el campo de la moral y del arte. Además de Bataille, que sugiere que “al ser la vida humana un bien, hay, en la degradación aceptada, una decisión de escupir el bien, de escupir la vida humana” (Bataille, 2010, p. 144), Peter Sloterdijk (2010) considera que una fuente anímica importante es la heitkeit o alegría despreocupada ya formulada en el siglo XIX por Nietzsche. Se trata de un talante ingrávido que se ostenta para atravesar las imposturas de un mundo que gravita sobre una moralidad obturante.
La literatura, en este sentido, es un ejercicio de autoafirmación donde se efectúa la canalización timótica de la fuerza primordial del individuo. Las fuerzas timóticas son el orgullo, el valor, el arrojo, el impulso de autoafirmación, la exigencia de justicia, el sentimiento de dignidad, la indignación y las energías guerreras y vengativas. Estas fuerzas, en la práctica, arremeten contra la beatería cristiana y el enaltecimiento de la modestia, de la humildad y de todo lo relacionado con el desvío timótico, el que activa un substancialismo ontológico: “La ira garantiza la unidad de la substancia en la pluralidad de las erupciones” (Sloterdijk, 2010, p. 17). La ira es una no-impotencia y una no-indiferencia (Sloterdijk, 2010, p. 13). De acuerdo a esta lógica, Platón fue el desviador de ese impulso timótico primordial, pues lo sustituyó por un impulso erótico basado en el amor de lo que se carece. La ira, en este sentido, se distingue del resentimiento socrático: coacción intelectual que pretende subordinar el orgullo primordial irreductible. Sloterdijk critica la atmósfera psicopolítica que contempla al hombre como deudor y no como dador. Has de cambiar tu vida es un texto en donde critica precisamente los sistemas inmunológicos simbólicos.
2. Literatura y transgresión
La postura de Baudrillard es más descarnada que la de los otros filósofos franceses mencionados, pues señala en La transparencia del mal (1993) que nombrar el mal radica principalmente en enunciar la parte maldita que no se sustrae de la cotidianidad, pero que es blanqueada por el resplandor del bien. La mirada del protagonista se expresa a nivel ontológico y además la incertidumbre funciona como la efigie de la muerte. Lo que está en juego es el límite que se establece desde un marco de posibilidades morales. Y el límite de tal o cual conducta nace de la satisfacción o insatisfacción obtenida al obedecer un código social de convivencia. Foucault sugiere en el “Prefacio a la transgresión” de De lenguaje y literatura (1996) que la esencia de la transgresión es el movimiento de llevar los límites al extremo de sus posibilidades y, a diferencia de lo que se pudiese creer, no hay nada negativo en ese movimiento, pues no se trata meramente de romper los límites, sino de mostrar el puente que existe entre el límite y el afuera, y esto permite que el sujeto se redefina. Lo interesante de este movimiento de configuración existencial es que el límite muestra su porosidad y abre la posibilidad de que el sujeto se desvanezca en cuanto sujeto fundante y experimente el doblez del límite. La transgresión implica la experiencia de la desnudez del límite, permitiendo que éste límite y permite que se pliegue sobre su propio borde.
El sujeto que la experimenta sufre una desterritorialización del espacio de afirmación axiológico que sustenta sus creencias, espacio regido por la constancia y la coherencia que ostenta respecto del código de conducta correcta. Por ello, la apertura del gesto transgresor implosiona cualitativamente al sujeto moviéndolo o impeliéndolo a luchar contra sus creencias y, correlativamente, a desarticular sus principios y códigos de conducta. Sin embargo, para que la transgresión sea efectiva hay que aguardar a la apertura de una ilimitada producción de subjetividad que permita transitar dentro y fuera del límite. La transgresión, por esta razón, es el acto de profanar el yo de tipo cartesiano, el yo grávido; profanación que prolifera y se intensifica en la misma proporción en que se reitera el ritual de su experimentación. Georges Bataille, no muy distanciado de esta idea, señala que:
El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de manera general el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso a la violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que había entendido observar él mismo perdían su sentido; sus impulsos contenidos se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de moderar su exuberancia sexual y no temía ya hacer en público y de manera desenfrenada todo lo que hasta entonces sólo hacía discretamente (2010, p. 71).
La transgresión constituye así la “irrupción informal de la licencia” (2010, p. 73). Es un fenómeno indisociable de la prohibición que establece el orden social y, como manifestación violenta, supera la conducta primitiva de los animales. La transgresión se introduce en el mundo social de lo prohibido mediante la fascinación que amenaza con vulnerar el pavor constituido por la base religiosa de toda prohibición. Por ello:
La prohibición y la transgresión responden a esos dos movimientos contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la fascinación la introduce. Lo prohibido, el tabú, sólo se opone a lo divino en un sentido; pero lo divino es el aspecto fascinante de lo prohibido: es la prohibición transfigurada. La mitología compone -y a veces entremezcla- sus temas a partir de estos datos (2010, p. 72).
El aspecto más destacable de la transgresión radica en la superación de la actitud aterrorizada. No se trata del despliegue de la mera exuberancia contenida y, por lo tanto, de su aniquilación, sino de todo un mecanismo de superación del mundo profano y del mundo sagrado. La transgresión está vinculada a la conciencia de la muerte y al efecto que produce su fascinación; por ello Bataille (2010) y Foucault (1996) creen que la transgresión es un movimiento de exuberancia vital y de redefinición subjetiva. En ambas conceptualizaciones están las ideas de sacrificio y exceso que se oponen al pavor y al sedentarismo propio de la mera obediencia de lo prohibido. Bataille considera que nuestra naturaleza discontinua nos permite ver en la muerte “el sentido de la continuidad del ser” (2010, p. 87). La discontinuidad -que nos hace distintos unos respecto de los otros- se ve preservada ilusoriamente por el respeto de lo prohibido; mientras la continuidad -que representa la totalidad del mundo y que se abre por medio de la muerte- se inaugura con la transgresión. Tanto en el respeto de lo prohibido como en su transgresión lo que está en juego es la superación de la angustia de la conciencia y la inminencia de la muerte propia; por ende, sólo quien tiene “la fuerza suficiente para consumirse de inmediato y exponerse al peligro” (2010, p. 91) detentará el espíritu del transgresor y “la voluntad profunda” (2010, p. 92).
Foucault en El pensamiento del afuera sostiene que la literatura abre la posibilidad de mostrar un pensamiento que transgrede “la vieja trama de la interioridad” (2008, p. 24), que se relaciona con la condición discursiva y predominante del lenguaje; ésa que ha sido morada de la filosofía moderna acostumbrada a dividir la totalidad en sujeto y objeto. La tradicional forma de generalización desplazó lo que Deleuze denomina las “coexistencias”2 (1995, p. 68). La literatura, en este sentido, es la posibilidad de textualizar el mal, pues su quehacer consiste en el arte de escribir las coexistencias y no las generalidades regidas por el pensamiento racional. La transgresión a través del pensamiento del afuera que la literatura ofrece no consiste en la negación de la interioridad para coronar el espacio de la exterioridad, ni tampoco en asumir que la exterioridad es la expresión de la experiencia de determinada corporalidad (como lo supone Nietzsche con el concepto de superhombre). La literatura es ficción y como tal evidencia “el espesor de las imágenes” (Foucault, 2008, p. 24). Foucault advierte que la literatura es la posibilidad de que el lenguaje enseñe su esencia al margen de su tradicional modo discursivo de proceder, y ejemplifica con Sade, Hörderlin, Blanchot, Bataille, Artaud y Klossowski. Y cuando analiza el modo discursivo del lenguaje alude al curso del pensamiento occidental y destaca que el afuera es el hiato dentro de ese contexto de pensamiento. Advierte que ese espesor de las imágenes corre el riesgo, en buena medida, de volver a la vieja trama de la interioridad que todo discurso reflexivo ha evidenciado como el mecanismo natural de escritura. Por lo tanto, no toda expresión literaria da cuenta de ese acontecimiento esencial del lenguaje nominado bajo la expresión afuera; hay algunas que vuelven a mostrar el uso tradicional del lenguaje discursivo, moralizante y dialéctico de la conciencia, y de su interioridad como centro administrador de experiencias normalizantes.
3. La literatura y el descentramiento
Foucault asocia en El pensamiento del afuera dos hechos históricos para llegar a concluir que el pensamiento del afuera posee una lógica propia que procede a contrapelo del pensamiento tradicional del yo. Uno: el desconcierto que causó la afirmación miento en el mundo griego. Dos: la puesta a prueba que causó en la ficción moderna el hablo. Foucault presume que mentir es violar la regla de no contradicción y conviene que el habla es un discurso contradictorio que viola la regla de pensar. La literatura en ese sentido sería la expresión del habla por antonomasia, debido a que no restringe su forma al ardid gramatical y moral que coarta la libertad de sentido en los discursos tradicionales. Así, mentir y hablar son dos procedimientos que violan la secuencia normal del pensamiento, desestabilizando mediante la paradoja y desbordando mediante la sucesión de imágenes. Y sugiere que “toda proposición debe ser de tipo superior a la que sirve de objeto” (Foucault, 2008, p. 3). En la expresión yo miento se mezclan sujeto y objeto, porque ella supone que el hablante afirma una verdad, pero al mismo tiempo el predicado niega la legitimidad del hablante. Y en eso estriba el mecanismo gramatical de la paradoja: que una cosa sea y no sea a la vez. El hablo no choca contra ningún margen y conjura la posibilidad del error.
La transitividad del propio lenguaje es el desierto y el vacío. Y es precisamente así como “el sujeto se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en ese espacio desnudo” (Foucault, 2008, p. 4). Por lo tanto, aquí hay un fenómeno de transmutación de las subjetividades que se permean por este proceso de liberación de los sentidos que suscita el hablo. El hablo instituye una dominación donde el lenguaje tiene derecho a no ser limitado. El pienso, en cambio, es un espacio donde el lenguaje tiende a ser restringido.
De hecho, el acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se entiende por literatura no pertenece al orden de la interiorización más que para una mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito al afuera: el lenguaje escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en la que cada punto, distinto a los demás y a distancia incluso de los más próximos, se sitúa en relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo (Foucault, 2008, p. 5).
Los conceptos que emplea Foucault para hacer alusión a la diferencia entre el hablo y el pienso son los de distancia y doblez. La literatura manifestaría el primero y el discurso el segundo3. La ficción occidental sería ese espacio neutro donde se procede por distancia o por desnudez. La fórmula del discurso, en cambio, radica en el pensamiento del pensamiento: un ejercicio en que el lenguaje se trata de explicar a sí mismo. Esta forma de pensar se asienta en la evidencia de que existo, mientras que la literatura expresa la posibilidad de pensar el ser del lenguaje: la experiencia del lenguaje o la experiencia del afuera.
Foucault coincide con Deleuze cuando señala que el modo discursivo del lenguaje se aprecia ya en Hegel con la intención de apuntar el lugar que la reflexión o pensamiento de la interioridad ha ocupado en la Historia Occidental. Hegel sustituye la verdadera relación de lo singular y de lo universal en la idea por la relación abstracta de lo particular con el concepto en general. Pertenece, pues, al elemento reflexionado de la representación, y por ende, a la simple generalidad. Representa conceptos en vez de dramatizar ideas: construye un falso teatro, un falso drama, un falso movimiento. Esa traición y desnaturalización de lo inmediato que inaugura Hegel al introducir la dialéctica en el pensamiento occidental tiene su movimiento de reversión en la literatura. Todo procedimiento dialéctico y hegeliano se puede denominar reflexivo, porque su procedimiento es la generalización conceptual. Y tanto la representación como la generalización forman parte de la reflexión; mientras que el fenómeno inverso, la inmediatez de lo particular, se puede expresar en la ficción. Al mismo tiempo, la ficción es el lugar del miento y del hablo, por oposición al mundo de la verdad y del pensamiento. Se trata de un movimiento que introduce la mediación para recubrir y ocultar las repeticiones. Dentro de la ficción hallamos sucesión de imágenes caracterizadas por las múltiples descripciones de lo inmediato, de factores que la óptica discursiva suele considerar insignificantes, pero que obtienen su real valor al evidenciar las coexistencias: no objetos o sujetos determinados, sino los más mínimos gestos. Las coexistencias que habitan dentro del lenguaje son las descripciones que acompañan al razonamiento, desbordándolo y desviándolo:
Al lenguaje de la ficción se le pide una conversión simétrica. Este debe dejar de ser el poder que incansablemente produce y hace brillar las imágenes, y convertirse por el contrario en la potencia que las desata, las alienta con una transparencia interior que poco a poco las ilumina hasta hacerlas explotar y las dispersa en la ingravidez de lo inimaginable (Foucault, 2008, p. 27).
La ficción, a diferencia de la reflexión, posee como mecanismo textual esa transparencia interior que hace explotar las imágenes fuera de la gravidez del pensamiento moderno. La representación, dominio de la reflexión, hace producir y brillar las imágenes. Hegel creyó que el mal formaba parte de la necesidad histórica y dialéctica del bien, como si el mal fuese la prueba imprescindible para la aparición del bien en el curso del idealismo universal. Y en ello radica nuestra objeción hacia Hegel, pues el mal no es una excusa para que aparezca el bien, aunque en la práctica sea lo más conveniente; así como el ladrón no es la excusa para que aparezca el hombre probo y honesto. Michael Foucault postula el concepto pensamiento del afuera para aludir a una forma de pensamiento que opera a contrapelo del pensamiento tradicional concebido como cogito o experiencia de la interioridad del sujeto. Se trata de una experiencia del lenguaje consistente en la exposición de su desnudez: experiencia desplegada sin un sujeto que fundamente la expresión lingüística ni le dé significado a la verdad; se trata de un lenguaje fuera de la conciencia vinculado a una experiencia donde el sentido se ubica en un afuera respecto del yo de la enunciación. El afuera es siempre una morada cuya presencia atenta contra la rigidez e inmutabilidad del sentido común: es el reino del lenguaje del mundo, es el afuera de la razón y del centramiento reflexivo, es un despliegue de las cosas a través de sus superficies, es un viaje nómada por el encanto del mundo y su sujeción musical. En este sentido, pensar el afuera constituye una experiencia topológica del cuerpo y con el cuerpo, en que el límite entre lo racional e irracional se borra por la pasión. Y Bataille señala que “el sentido último del erotismo es la fusión, la supresión del límite” (2010, p. 135).
La función de la heterotopía es:
Crear un espacio de ilusión que expone cada espacio real, todos los lugares dentro de los cuales la vida humana es dividida, como todavía más ilusorio… O, al contrario, su rol es crear un espacio que es otro, diferente al espacio real, como perfecto, meticuloso, tan ordenado como el nuestro es desordenado, mal construido y revuelto (Foucault, 1999, p. 440).
Foucault señala que debemos ubicarnos en ciertos puntos donde se anuncia el advenimiento del afuera de modo subrepticio para poder rastrear esa experiencia en la Historia de Occidente, pues se trata de una práctica poco explorada y vivida más bien en el plano de la literatura que en otra área del saber. El pensamiento del afuera corresponde al ejercicio de un pensamiento que se deja llevar por la desnudez de un lenguaje que no procede de los centramientos discursivos platónicos ni modernos de la razón: rompe con los principios de no-contradicción, de identidad y de realidad. Este pensamiento consiste en una estrategia basada en rastrear el afuera:
La exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga, representándose a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje (2008, p. 11).
Si el pensamiento del afuera es la experiencia de ese derramamiento del lenguaje, entonces “el sujeto -el yo que habla- se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo” (2008, p. 10). El afuera es ese espacio desnudo del lenguaje donde el escritor, pese a emplear las reglas gramaticales, pierde su ubicuidad como cogito y se somete a la incertidumbre: ejercicio que jamás constituye obturación, sino el infinito derrame de sentido. Ese espacio desnudo está en el mundo que aún no ha sido tensado por completo por el lenguaje ordinario, pero que la literatura explora y sintetiza para refugiar la existencia nómade del escritor. Deleuze también aporta a lo propuesto por Foucault cuando alude a la indiferencia y a los desplazamientos necesarios para experimentar el afuera por parte del espíritu occidental y sedentario, que, dicho sea de paso, ha excluido al espíritu nómade que se destaca, en cambio, por el exceso y el descentramiento de sus cualidades:
Los nómadas han inventado una máquina de guerra frente al aparato del Estado, la historia nunca ha tenido en cuenta el nomadismo, el libro nunca ha tenido en cuenta el afuera. Desde siempre el Estado ha sido el modelo del libro y del pensamiento: el logos, el filósofo-rey, la trascendencia de la Idea, la interioridad del concepto, la república de los espíritus, el tribunal de la razón, los funcionarios del pensamiento, el hombre legislador y sujeto. El Estado pretende ser la imagen interiorizada de un orden del mundo y enraizar al hombre. Pero la relación de una máquina de guerra con el afuera no es otro modelo, es un agenciamiento que hace que el propio pensamiento devenga nómada, y el libro una pieza para todas las máquinas móviles, un tallo para un rizoma (1997, p. 28).
La relación de simetría que se establece entre nomadismo y el afuera emplea como metonimia las figuras respectivas del Estado y del Libro para mostrar el continente de significado. Detrás de las figuras autoritarias está el hombre legislador y el sujeto: la imagen interiorizada del orden del mundo. En ese contexto, el afuera constituye la experiencia en que se despliega una máquina de guerra que permite la configuración de un pensamiento nómade cuya particularidad es el habla (la producción literaria) y la contradicción (pensar a través de paradojas y exhibiendo vacios de sentido).
4. Las nociones de buen sentido y sentido común
La noción de pensamiento del afuera es una experiencia transgresiva en el mismo sentido en que lo es la noción de rizoma o sentido rizomático planteado por Deleuze, ya que consiste en un procedimiento encargado de “derribar la ontología, destituir el fundamento, anular el fin y el comienzo” (1997, p. 29). Se trata, así, de trazar líneas y no fijar puntos; en fin, de moverse en “sentido perpendicular” (1997, p. 29). El afuera no es tanto una invitación a permanecer en un absoluto (en la orilla opuesta o en el fondo del abismo) como una invitación a exhortar el entrar y el salir: socavar las orillas y horadar los límites.
Deleuze sostiene en La lógica del sentido que la doxa tiene dos continentes: el buen sentido y el sentido común. El buen sentido es “esencialmente distribuidor, pero la distribución que opera se hace en condiciones tales que la diferencia es puesta al principio, tomada en un movimiento dirigido que pretende colmarla, igualarla, anularla, compensarla” (Deleuze, 2005, p. 106). Es decir, “los caracteres sistemáticos del buen sentido son: la afirmación de una sola dirección; la determinación de esta dirección como yendo de lo más diferenciado a lo menos diferenciado” (Deleuze, 2005, p. 107). Por ello, la distribución fija y sedentaria que proyecta el buen sentido trae consigo una configuración de significado, pero nunca una donación real de sentido. La línea que traza, el movimiento que propone y el horizonte que muestra tienen como objeto prever el futuro. Los usos más frecuentes del buen sentido se pueden apreciar en las prácticas religiosas, en las pedagógicas y también en las científicas, porque implican la puesta en marcha de una hipótesis explicativa regida por generalizaciones y por conceptos hilvanados en una sola dirección, de manera que la llave entre el futuro y el presente estén en correcta sintonía y de modo que quien asista a tal destino experimente la salvación, el aprendizaje o la verdad. Una forma clásica de visualizar el buen sentido es el movimiento que va desde la locura hasta la cordura a través de la cura, la limpieza y el temor.
El sentido común, segunda manifestación de la doxa, “identifica, reconoce, del mismo modo como el buen sentido prevé” (Deleuze, 2005, p. 108). En este caso, no se trata del trazo de una dirección, sino de la constitución de un órgano. Es un movimiento de subsunción que remite finalmente a la configuración de una unidad, de un cuerpo y de un yo. Es también la instalación de la identidad: “Es un solo y mismo yo el que percibe, imagina, recuerda, sabe; el mismo que respira, que duerme, que anda, que come… No parece posible el lenguaje fuera de este sujeto que se expresa o manifiesta en él, y que dice lo que hace” (Deleuze, 2005, p. 108). Esto es posible en términos subjetivos, porque Deleuze sostiene en el caso objetivo que el cuerpo que veo, huelo, pruebo y toco es el mismo que percibo y que recuerdo. Por ello, unificar en un sujeto diversos estados psicológicos es un procedimiento proporcional a unificar diversas percepciones en un solo objeto; he ahí el sesgo del sentido común. Este procedimiento marca el inicio de la metafísica moderna y, con ella, el de las nociones de sujeto y objeto de conocimiento.
El buen sentido opera mediante la detención y la medición del movimiento; en el sentido común, en cambio, son la atribución y la identificación los mecanismos esenciales. La complementariedad tradicional que se establece entre buen sentido y sentido común constituye el ajuste de las nociones de Yo, de mundo y de Dios. La figura de Dios expresa la identidad absoluta y la dirección final del mundo; si Dios es la expresión máxima de la doxa, el mal lo es de la lógica del sentido.La paradoja, como forma del mal, consiste en invertir el buen sentido y el sentido común al mismo tiempo, de tal manera que el devenir-loco sea puesto en marcha y que desaparezca la identidad de la voz que habla. Cuando se habla de invertir el buen sentido no se trata de señalar como correcto el mal sentido, sino de mostrar como legítimas ambas direcciones, sin establecer lugares fijos de asentamiento. La paradoja no admite principio ni fin, sino un entre que es atravesado en todas direcciones.
5. La noción de mal como seducción y absorción de significados: el principio de incertidumbre
Jean Baudrillard considera en De la seducción que si existiese finalidad para el mal, éste dejaría de ser tal y pasaría a convertirse más bien en una nueva hipótesis del bien y se definiría su lugar en la hostil comodidad de sus márgenes prohibidos. Lo mismo ocurre con la muerte: para Baudrillard, la finalidad de la ésta radica en una suerte de eufemismo de la vida, al ser la trascendencia una burla en contra del principio de incertidumbre. El ejemplo de Orfeo, de acuerdo a la lógica baudrillardiana, es extensivo al caso del escritor. Si alguien preguntara a éste por qué escribe y el escritor contesta que porque quiero entender el mundo, conocerme, superarme, notaríamos la falsedad de tal tentativa, pues sería lo mismo que atajar a Orfeo a la salida de su culpabilidad y reprocharle ¿por qué dudó y volteó la cabeza? Se trata, en fin, de la contorsión máxima de la moral que intenta sacar siempre provecho del vacío de significado, trocando el abismo superficial en objeto asible y susceptible de comprensión. Psicología maquinal y perversa la del moralista que valora el dibujo destruido antes de su destrucción total y ofrece la posibilidad de su reciclaje. Para Baudrillard, las expresiones eso está prohibido y tienes derecho a hacerlo, son simétricas dentro del contexto del mal, porque no es el tiempo histórico el que las diferencia ni salva sus distancias. Antes bien, el principio de realidad se fortalece en su empecinamiento al transparentar la prescripción bajo la forma de la libertad de acción. Al inmortalizar la oferta a niveles infinitesimales, se pretende anular por exceso el deseo, capturando al sujeto a través del signo y acorralando la distracción de la seducción. El axioma del derecho absoluto es que si Dios da la potestad a su creación de asistir a su goce máximo y a su presencia en distintas dimensiones, entonces se fortalece la sujeción.
La seducción no es simplemente un abandono a los placeres sexuales, a una supuesta inmoralidad, sino que es el abandono mismo “del sexo como referencia” (Baudrillard, 2011, p. 118). La frivolidad del cuerpo es sólo una excusa para desplegar la seducción que tiene por destino inexorable instalar el ritual y el desafío. Seducir no es lo mismo que erotizar, si se define bajo este concepto un principio del placer o ley natural del sexo. Para Baudrillard, la seducción es el mal y el mal es más fuerte que el deseo y el cuerpo, es pura ilusión derramada para negar la realidad. La seducción escapa a los procedimientos típicos de la representación, ya que bien puede reposar en el silencio centelleante de la soledad como en el ruido específico de un objeto. La seducción reposa en la ilusión que curva la línea de normalización, por tanto, es el ritual de separación y perdición, la invitación al viaje sin retorno y la mirada posada en el objeto prohibido que magnetiza. La seducción se grafica bajo la imagen del espejo de Narciso, no es un cuerpo cuya forma sólida haya que encontrar; sí es la ilusión de una imagen cautivante y misteriosa que intensifica la realidad hasta borrarla y convertirla en un fantasma más. Por eso la seducción no es el deseo entendido como pulsión psíquica, flujo físico-erótico o poder desaforado y reprimido. Por ello:
La seducción como forma original se remite al estado de ‘fantasma originario’ y es tratada, según una lógica que ya no es la suya, como residuo, vestigio, formación/pantalla en la lógica y la estructura de ahora en adelante triunfal de la realidad psíquica y sexual. Lejos de considerar esta disminución de la seducción como una fase normal de crecimiento, hay que pensar que es un acontecimiento crucial y cargado de consecuencias (2011, p. 55).
Baudrillard plantea que la seducción ha sido mal tratada por el psicoanálisis, pues bajo un ejercicio reduccionista la convierte en indicio de una enfermedad inmanente al sujeto y la relaciona con una máquina psíquica escondida en la naturaleza humana. El autor de La transparencia del Mal advierte que el psicoanálisis tampoco indagó en el real valor de la seducción en el sentido de acontecimiento extrínseco a la mirada humana, como borde abismal y superficie misteriosa del lenguaje, confundiendo los términos. El atributo que se le niega a la seducción a partir del tratamiento psicoanalítico es la “forma peligrosa, cuya eventualidad puede ser mortal para el desarrollo y la coherencia del edificio ulterior” (2011, p. 57).
6. Conclusiones
Es posible pensar en la literatura no sólo desde la perspectiva de los fines predeterminados: formativos-pedagógicos-éticos. Existe la posibilidad de ver en ella una nueva forma de pensar que acepta la paradoja y la desmitificación, una configuración de espacios donde emergen los significantes y donde transita la máquina dionisíaca de transmutación de los valores. El mal, en este sentido, no sería un valor más entre otros, ni menos la simple negación; pues cabe la posibilidad de pensarlo como el revés de los teatros modernos, el trasfondo de las maquetas y de las utopías convencionales, el afuera que trastorna la atención de un cogito supuestamente imperturbable: es el principio de incertidumbre que da cabida a diversas estéticas, no exentas de capacidad crítica, y que se presentan a través de la literatura donde quedan patentes los más mínimos procesos de transgresión, de descentramiento y de absorción de los significados. Finalmente, el mal se modula como principio de incertidumbre y la noción de literatura que se presenta alude a la producción de un laboratorio donde se instala esa metafísica maldita. De este modo, de este modo se despliega la máquina dionisíaca de producir sentido dentro del contexto de la pérdida de referencia y de la ruptura del pacto de verosimilitud.
Referencias bibliográficas
Bataille, G. (1959). La literatura y el mal. Madrid: Taurus.
Bataille, G. (2010). El Erotismo. Barcelona: Tusquets Editores.
Baudrillard, J. (1993). La transparencia del mal. Barcelona: Tusquets Editores.
Baudrillard, J. (2008). El pacto de lucidez o la inteligencia del mal. Buenos Aires-Madrid: Amorrortu.
Baudrillard, J. (2011). De la seducción. Madrid: Ediciones Cátedra. S.A.
Deleuze, G. (1987). Foucault. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, S.A.
Deleuze, G. & Guatarri, F. (1997). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos.
Deleuze, G. & Guatarri, F. (2001). Kafka. Por una literatura menor. México, D. F: Ediciones Era.
Foucault, M. (1995). Theatrum Philosophicum. Madrid: Alfaguara.
Foucault, M. (1996). De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós.
Foucault, M. (2008). El pensamiento del afuera. Valencia: Pre-textos.
Nietzsche, F. (2002). El nacimiento de la tragedia. Madrid: Editorial Edaf.
Sloterdijk, P. (2010). Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Madrid: Siruela.
Notas
1. Nietzsche emplea este concepto en Más allá del bien y del mal para proponer una lógica intramundana que alude al vitalismo y criticar de paso cualquier metafísica transmundana referida a la promesa de una vida después de la muerte.
2. Este concepto que hace alusión a los elementos secundarios que acompañan a los individuos y que la tradición filosófica aristotélica llamaba accidentes en oposición a las substancias, pero que Deleuze considera de bastante relevancia para comprender la multiplicidad que habita en un sujeto.
3. Hay, sin embargo, textos discursivos aparentemente literarios, como las Confesiones de san Agustín.
4. Es preciso ver de qué manera Hegel traiciona y desnaturaliza lo inmediato para fundar su dialéctica sobre esta incomprensión, para introducir así la mediación en un movimiento que no es más que el de su propio pensamiento y el de las generalidades de este pensamiento, puesto que “las sucesiones especulativas reemplazan a las coexistencias, las oposiciones se presentan para recubrir y ocultar las repeticiones” (Deleuze, 1995, p. 68).