Deconstrucción de la configuración de sexualidad femenina en Freud: una propuesta de lectura de La pianista de Elfriede Jelinek

Deconstruction of female sexuality configuration in Freud: A reading proposal of Elfriede Jelinek's The Piano Teacher

Citación: Araya Alarcón, R. (2018). Deconstrucción de la configuración de sexualidad femenina en Freud: una propuesta de lectura de La pianista de Elfriede Jelinek. Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 28(2), 293-307. DOI: 10.15443/RL2822

Dirección Postal: Bellavista 121, Providencia, Santiago

DOI: doi.org/10.15443/RL2822

René Araya Alarcón

Universidad Andrés Bello

Chile

renearay@gmail.com

Resumen: El presente artículo propone una lectura de la novela La pianista de Elfriede Jelinek como deconstrucción de la configuración de sexualidad femenina en Freud. Para ello, se indaga en elaboraciones teóricas de Foucault y Derrida y en los principales elementos de la diferenciación de la sexualidad femenina freudiana: fase preedípica, ligazón madre-hija, fantasía de castración. Finalmente, se intenta demostrar que La pianista deconstruye el modo en que discursos psicoanalíticos instalan regímenes de subjetivación que sitúan en posición de inferioridad a la mujer.

Palabras clave: deconstrucción - sexualidad femenina - Efriede Jelinek - La Pianista

Abstract: The present article proposes a reading of the novel Elfriede Jelinek’s The Piano Teacher as a deconstruction of the configuration of female sexuality in Freud. For this, it investigates the theoretical elaborations of Foucault and Derrida and the main elements of the differentiation of Freudian female sexuality: preoedipal phase, mother-daughter bond, castration fantasy. Finally, we try to show that The Piano Teacher deconstructs the way in which psychoanalytic discourses install subjectivation regimes that place women in a position of inferiority.

Keywords: deconstruction - female sexuality - Elfriede Jelinek - The Piano Teacher

El hombre mira a la nada, mira a la simple carencia.

Elfriede Jelinek.

La vida sexual de la mujer se descompone por regla general en dos fases, de las cuales la primera tiene carácter masculino; sólo la segunda es la específicamente femenina.

Sigmund Freud.

1. Introducción

Elfriede Jelinek (nacida en Mürzzuschlag, Austria, en 1946) ha desarrollado en las últimas cuatro décadas un proyecto literario sólido y transgresor, ejecutado sin concesiones en torno a una férrea crítica a la sociedad austríaca de posguerra, el que le valió recibir el Premio Nobel en 2004. En el contexto de la producción de Jelinek, resultan particularmente visibles dos elementos. Uno de ellos es la crítica con la que Jelinek se ha dirigido a la sociedad austriaca a la que juzga aún dominada por la hipócrita incapacidad de superar su pasado nazi:

La verdad es que en nuestros días es todavía posible encontrar numerosos criminales inocentes. Estos se asoman amistosamente a través de ventanas ornadas de flores para saludar, llenos de recuerdos de guerra, al público. Otros ostentan altos cargos. Y en medio de todo, geranios. Todo debería quedar definitivamente perdonado y olvidado para que todo pudiera volver a empezar (Jelinek, 2005a, p. 7).

Al mismo tiempo que se ha propuesto confrontar a la sociedad que consintió en tener como presidente a un colaborador de Adolf Hitler, se ha dedicado a explorar el lugar y condición de la mujer en las sociedades occidentales y a denunciar lo que ella misma califica de mecanismos de dominación masculina a los que estaría sometida (Sáinz, 2005). La sexualidad femenina ha adquirido así un lugar relevante en el proyecto de Jelinek (Sáinz, 2005; Pichler, 2005) y, en ese contexto, el presente artículo propone una lectura de su novela La pianista (1983), a partir de determinadas elaboraciones del marco teórico freudiano respecto de la sexualidad femenina, desde el supuesto de que dichas conceptualizaciones aparecerían deconstruidas en el texto, relevándolas como dispositivos de saber/poder que sitúan a la mujer (y lo femenino) en posición de inferioridad (o borradura, en términos de Derrida) frente a lo masculino.

Lo que haremos aquí será proponer un marco conceptual a partir de Foucault, para revisar luego las principales elaboraciones de S. Freud en el marco de la configuración de la sexualidad femenina. Posteriormente, analizaremos la novela desde el encuadre propuesto.

2. Foucault/Freud: la tachadura de la sexualidad femenina

2.1 Sexualidad, saber, poder

Hasta el siglo XVIII, dominado por la filosofía neoplatónica de Galeno, el pensamiento científico occidental representaba la sexualidad de acuerdo al one-sex model, según el cual las diferencias entre hombres y mujeres eran pensadas en términos de continuidad y jerarquía (Cornejo, 2009). Según dicho esquema se concebía a la mujer como un hombre invertido e inferior, a quién le faltaba la fuerza y la intensidad del calor vital, elemento responsable de la evolución hasta la perfección ontológica del hombre. Según Laqueur (1990), la medicina occidental hasta el siglo XVIII si bien era consciente de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, no interpretaba esas diferencias como diferencias de cualidad entre especies naturales, sino como diferencias de grado de una misma especie. Había, por tanto, un modelo metafísico ideal del cuerpo humano, cuya perfección era alcanzada por el hombre. La forma femenina del sexo era un índice de inferioridad en la escala de perfección metafísica. Desde el punto de vista científico, por lo tanto, había un solo sexo. La mujer era simplemente un representante inferior de un sexo cuyo nivel máximo de realización se daba en el cuerpo del hombre.

A fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se desplegará el two model sex, a partir del cual las diferencias entre hombres y mujeres comenzarían a ser pensadas en términos de discontinuidad y oposición, esquema que no sólo suponía una diferencia anatómica y psíquica entre hombres y mujeres, sino que intentaba justificar la superioridad masculina a través del recurso científico (Cornejo, 2009). El sexo dejó de ser sinónimo de aparato genitourinario y reproductor y se sustituyó la idea de “la perfección metafísica del cuerpo”. En lugar del cuerpo perfecto y del “calor vital”, se pasó a la abstracción del sexo dividido cada uno con propiedades naturales específicas. Estas propiedades fueron definidas por sus relaciones con comportamientos morales: hombres y mujeres debían tener cierto tipo de placer sexual, de conducta social y de vida emocional de acuerdo a la naturaleza biológica de sus sexos (Araya, 2006). Surgiría así la idea de diferencia de sexos entendida como bi-sexualidad original y no como jerarquización de un solo sexo anatómico. La teoría del sexo único justificaba el poder masculino y la irrelevancia pública e histórica de las mujeres. La emergencia del two model sex fue originalmente posible gracias al influjo de igualdad que derivó de la Revolución Francesa, pues hombres y mujeres debían ser iguales y no diferenciados en términos de jerarquía. Sin embargo, el pensamiento burgués consiguió legitimar esas diferencias por vías científicas: la mujer estaba biológicamente dispuesta hacia la vida privada debido a la maternidad. La ciencia contribuyó en esto a legitimar una ideología que si bien es cierto no implicaba propiamente la inferioridad de la mujer, la relegaba al ámbito privado (Butler, 2001, 2006, 2007), construyendo así una subjetivación femenina que era coherente, de todos modos, con un modelo de jerarquización entre los sexos. La ciencia contribuyó, por tanto, a decantar lo que Rorty (1990) llama “historia de las justificaciones”. Lo femenino apareció, en términos de Derrida, en posición de borradura frente a lo masculino. Vale recordar aquí que en el contexto de su aproximación a la superación de una metafísica que habitaba en el lenguaje, Derrida planteó que:

La historia de la metafísica (…), asignó siempre al logos el origen de la verdad en general: la historia de la verdad, de la verdad de la verdad, siempre fue una degradación de la escritura y su expulsión fuera del habla (Derrida, 1986, pp. 7-8).

De acuerdo a Derrida, esa primera degradación o borradura de la escritura en el logos, opera siempre en Occidente. Así, en toda hegemonía es posible encontrar un sistema de expulsión, una disposición binaria de los signos en la que uno de dichos elementos aparece tachado, deferido (Derrida, 1986, 1989). De este modo, y a partir de Derrida, entendemos que la primacía de lo masculino ha tachado lo femenino y establecido una jerarquía entre ambos, favoreciendo la operación de una relación binaria de exclusión. En este sentido, y siguiendo a Irigaray, podemos decir que la mujer quedó excluida de la economía significante, falocéntrica y cerrada (en López, 2004), que permitió la existencia de un solo sexo que evoluciona mediante la producción de otro (Butler, 2007). Este sistema de exclusión ha producido además una serie de regímenes de práctica (Foucault, 1991), es decir formas en que determinados discursos concretan prescripciones de conducta (Guzmán, 2009), y conducen a que los sujetos ciernan sobre sí mismo ciertas tecnologías que los configuran (Foucault, 1990; Dreyfus, 1998). En este contexto, M. Foucault estableció el modo en que el surgimiento de las teorías psicoanalíticas, en lugar de derivar en una liberación de los discursos, conductas o imaginarios de la sexualidad, lo que hizo es prescribirlos y someterlos a criterios de normalidad y anormalidad. Recuérdese que Foucault rechazó la hipótesis represiva, legible en Freud y en sus lecturas marxistas (Jovanovic, 2016), de acuerdo a la cual el puritanismo burgués se había limitado a someter a prohibición al sexo, planteando que en lugar de simple rechazo lo que había era la elaboración de un discurso del sexo que tiene lugar dentro del ejercicio del poder con el propósito de imponer, en últimos términos, una división binaria en términos de lo lícito e ilícito, de lo normal y anormal (Foucault, 2012). Foucault se distanciará precisamente de la hipótesis represiva para indagar en los mecanismos capaces de producir saber y poder en relación con el sexo:

(…) la sociedad que se desarrolla en el siglo XVIII –llámesela como quiera, burguesa, capitalista o industrial–, no puso al sexo un rechazo fundamental a reconocerlo. Al contrario, puso en acción todo un aparato para producir sobre él discursos verdaderos (Foucault, 2012, p. 87).

Así, el punto de partida de la tesis foucaultiana es que en la sexualidad moderna comenzará a operar un control productivo antes que uno represivo, en que el discurso sobre la sexualidad:

(…) más que domesticar una realidad preexistente: el sexo, la ha inventado, dado que la sexualidad no sólo no es una realidad y no tiene nada de natural, sino que constituye una creación de la sociedad occidental, que nos ha convencido de que no podemos conocernos y definirnos más que en relación con nuestros instintos y nuestros deseos sexuales. (De la Peña, 2008, p. 15)

De acuerdo a Foucault, el surgimiento de las teorías psicoanalíticas puede leerse desde esa perspectiva y examinarse en el contexto de la elaboración de discursos de normalización relativos al sexo (Basaure, 2011). Considérese que, de acuerdo a Foucault, la recepción de las teorías freudianas de parte de las sociedades burguesas de finales del siglo XIX no fue de rechazo, toda vez que le proveyó de fundamentos científicos para operar sobre niños y niñas una serie de dispositivos destinados a la moralización y al disciplinamiento en el marco de la intimidad familiar, particularmente destinado al combate de la figura del onanista, el que es según Foucault uno de los precursores del anormal (Foucault, 2010). Freud, argumenta Foucault, después de todo vino a legitimar un temor familiar ancestral: los niños desean. Se contribuyó así a la elaboración de un saber/poder que intervino sobre los cuerpos y sus relaciones, una anatomopolítica familiar. El psicoanálisis surgirá como la técnica de gestión del incesto infantil y de sus efectos perturbadores sobre el espacio familiar (Foucault, 2010):

(…) al poner de relieve el cuerpo del niño como peligro sexual, se dio a los padres la consigna imperativa de reducir el gran espacio polimorfo y peligroso de la casa y no formar ya con sus hijos, con su progenitura, otra cosa que una especie de cuerpo único, unido por la preocupación de la sexualidad infantil, por la preocupación del autoerotismo infantil (Foucault, 2010, p. 34).

Si se analiza con detención la propia génesis de las elaboraciones de Freud resultan clarificadoras al respecto. Desde un primer modelo en que supone que los traumas infantiles obedecen a eventos reales de seducción de un niño por parte de un adulto, termina “descubriendo” que se trata de fantasías infantiles. Dichas fantasías legitimaron ciertamente toda una serie de dispositivos de poder burgués. De este modo, y en términos de Foucault:

Edipo no sería, pues, una verdad de naturaleza, sino un instrumento de limitación y coacción que los psicoanalistas, a partir de Freud, utilizan para contar el deseo y hacerlo entrar en una estructura familiar que nuestra sociedad definió en determinado momento. (…) Edipo es un instrumento de poder, es una cierta manera de poder médico y psicoanalítico que se ejerce sobre el deseo y el inconsciente (Foucault, 2005, pp. 37-38).

En este contexto, las elaboraciones de Freud en torno a la sexualidad se inscriben como un mecanismo en virtud del cual los sujetos constituyen su subjetividad. Es necesario acá comprender a disciplinas como la psicología (y, desde ese marco, al psicoanálisis) como tecnologías, es decir, un conjunto de saberes y dispositivos que más que explicar al sujeto lo constituyen como tal. Nikolas Rose, por ejemplo, ha estudiado (Rose, 1996), siguiendo a Foucault, el modo a través del cual los saberes psicológicos han tenido y tienen un papel central en los regímenes de subjetivación de las sociedades modernas, produciendo a través de una compleja y heterogénea red de técnicas y prácticas una particular experiencia y comprensión de lo que es ser humano: el régimen del yo que se caracteriza por:

(…) reflexionar y actuar en la totalidad de los dominios, prácticas y ensamblamientos diversos en función de una “personalidad” unificada, una identidad a revelar, descubrir o trabajar en cada uno (Rose, 1996, p. 16).

De modo que, la psicología como disciplina científica:

(…) ha tenido un rol central en producir (no describir) una particular configuración histórica donde los seres humanos hemos llegado a comprendernos a nosotros mismos y a los otros como “seres psicológicos”, a interrogarnos y narrarnos en términos de una vida interior psicológica que alberga los secretos de nuestra identidad, los que deben ser descubiertos y actualizados (Kaulino & Stecher, 2008, p. 89).

Hemos hecho referencia al modo a través del cual la psicología ha contribuido a que los sujetos ciernan sobre sí mismos ciertas tecnologías, para situar en relieve, precisamente, que dichas tecnologías operan a partir de un marco epistémico y no están otorgadas por un trabajo crítico del propio sujeto en un contexto moderno. Como lo plantea Foucault:

Por otra parte, e inversamente, diría que, si ahora me intereso de hecho por la manera en que el sujeto se constituye de una forma activa, mediante las prácticas de sí, estas prácticas no son, sin embargo, algo que el individuo mismo invente. Se trata de esquemas que encuentra en su cultura y que le son propuestos, sugeridos, impuestos por dicha cultura, su sociedad y su grupo social. (Foucault, 2009, p. 414)

En efecto, de acuerdo a Foucault de algún modo la condición de subjetividad surge desde las técnicas disciplinarias de poder, pues éstas:

[…] tomadas en su nivel más tenue, más elemental, en el nivel mismo del cuerpo de los individuos, habían logrado cambiar la economía política del poder y modificado sus aparatos; cómo, también, esas técnicas disciplinarias de poder referidas al cuerpo habían no sólo provocado una acumulación de saber sino puesto de relieve dominios posibles de saber; además, de qué manera las disciplinas de poder aplicadas sobre los cuerpos habían hecho salir de esos cuerpos sometidos algo que era un alma/sujeto, un “yo”, una psique, etcétera. (Foucault, 2006, p. 172)

En consecuencia, juzgamos que la elaboración teórica de la configuración de sexualidad femenina en Freud, realiza una borradura sobre la sexualidad femenina y que ese saber que tacha, en términos de Foucault, penetra los cuerpos y las almas, subjetivizándolas y conminándolas a ejercer sobre sí ciertas tecnologías compatibles con el saber/poder que los subjetiva. En últimos términos, si atendemos que los discursos elaborados en torno a la psique tienen un efecto subjetivador, debemos consentir que el psicoanálisis contribuyó a situar a la mujer en posición de inferioridad en el binarismo hombre-mujer. En la línea de estos argumentos, y tal como señala Deleuze (1990), el psicoanálisis ocupará un sitio de privilegio en la esfera del biopoder, entendido como economía del poder cuya más alta función no es matar (o reprimir), sino invadir la vida, incluirla en las redes de poder, entretejiendo una política del cuerpo destinada a la planificación de la población, a una regulación cuidadosa de sus conductas.

2.2 Freud y la configuración de la sexualidad femenina

Las primeras aproximaciones de Sigmund Freud a la sexualidad femenina tropezaron con el inconveniente de que éste supuso que el desarrollo sexual de la mujer podía considerarse simplemente análogo al del hombre (Freud, 1973). En efecto, en las primitivas descripciones de Freud respecto de la situación edípica, partió de la premisa de un total paralelo entre ambos sexos, planteando que, con las necesarias modificaciones, las cosas eran en un todo semejante en el desarrollo sexual del niño y de la niña (Freud, 1973). La situación sólo comenzó a modificarse hacia 1919, con la publicación de Pegan a un niño1, texto en el que Freud indagaba preferentemente en la sexualidad de la mujer. En efecto, sólo hacia la década del 20 y del 30 del siglo XX, Freud fue capaz de percibir que la sexualidad femenina tenía particularidades específicas. Sin embargo, estas “particularidades” no alcanzaron para modificar la visión inicial de Freud y la sexualidad femenina se configuró siempre a partir de la sexualidad masculina. Dicho de otra forma, este primer impasse freudiano se volvió irreversible y dejó grabado sus rastros en el propio diseño teórico: Freud nunca fue capaz de ir más allá de la referencia fálica.

Así, Freud distinguirá la existencia de un momento predípico en la configuración de la sexualidad femenina, durante la cual existiría una fuerte ligazón-madre, es decir, un período en el que el objeto de amor sería la madre (Freud, 1994a, 1994b). Así, las condiciones primordiales de la elección de objeto serían idénticas para ambos sexos. A fin de desenmarañar la naturaleza del desasimiento materno, Freud plantearía que el tránsito hacia el momento edípico debía, además de suponer el cambio de objeto de amor (de la madre hacia el padre), forzosamente implicar un cambio de zona erógena rectora (desde el clítoris a la vagina). Las elaboraciones freudianas suponen, en efecto, que existiría un momento de universalidad del pene (Freud, 1994b), contemporáneo a la fase fálica2, durante la cual el homólogo del pene del varón, sería el clítoris de la niña. Entonces, durante la fase fálica existiría un primado del falo, es decir, para ambos sexos desempeñaría un papel genital, el masculino (Freud, 1994c). En este período, tal como el niño se procuraría sensaciones placenteras de su pequeño pene, lo haría la niña con su clítoris aún más pequeño: “Parece que en ella todos los actos onanistas tuvieran por teatro este equivalente del pene, y que la vagina, genuinamente femenina fuera algo todavía no descubierto para ambos sexos” (Freud, 1994d, p. 109). Es decir, al mismo tiempo que su objeto de amor es la madre, la niña se juzga (como a todos los seres) poseedora de un pene. Llegaría, no obstante, en la niña el momento de la visión de los genitales del otro sexo. De acuerdo a Freud, notaría de inmediato la diferencia y su significación, viéndose obligada a admitir que ella no posee el verdadero órgano (Nasio, 1998). Se sentiría víctima de un perjuicio y caería presa de la envidia del pene, cuestión que dejaría huellas imborrables en su desarrollo y en la formación de su carácter.

De acuerdo a Freud, la contemplación de los genitales del niño y la diferencia evidente entre ambos, la sumía en la envidia del pene, a diferencia del niño para quien la situación era vivida como angustia de castración por un hecho que podría tener lugar y no como en la niña, sensación de perjuicio frente a un hecho consumado (Freud, 1994e; 1994f). De acuerdo a Freud la niña reconoce el hecho de la castración y, así (neuróticamente, desde luego), la superioridad del varón y su propia inferioridad, pero también se revela contra esa situación desagradable. De esta actitud derivan tres orientaciones futuras de desarrollo. Una de ellas es la suspensión de toda vida sexual. En este caso la niña aterrorizada por la comparación con el varón, queda descontenta de su clítoris, renuncia a su quehacer fálico y con ello a la sexualidad en general, así como a buena parte de su virilidad en otros aspectos (Freud, 1994c). De acuerdo a Nasio (1998) se niega a entrar en rivalidad con el varón y de ese modo niega en ella la envidia del pene. Otra posibilidad está representada por el deseo de estar, en efecto, dotada de pene. Se produce una hiperinsistencia en la virilidad, reteniéndose la masculinidad amenazada, llevando consigo la esperanza de tener alguna vez pene hasta épocas increíblemente tardías. La fantasía de ser a pesar de todo un varón sigue poseyendo a menudo gran fuerza durante períodos prolongados. Este “complejo de masculinidad” puede derivar en elección de objetos de amor homosexuales (Freud, 1994c). Finalmente está la vía hacia lo que Freud llama la feminidad normal, en que lo que se desea son sustitutos del pene. En esta posibilidad se produce el reconocimiento inmediato y definitivo de la castración. La niña toma como objeto de amor al padre y así se halla la forma positiva del complejo de Edipo, en que se desea recibir un hijo del padre, y luego sepultado el deseo por el padre, debido a las sucesivas frustraciones de parte de éste, la niña dirige su deseo hacia otros hombres (Freud, 1994a). Obsérvese que la vía hacia la “feminidad normal” supone la no renuncia a la posesión del pene la que aparece expuesta por medio de lo que Freud llama una antigua equivalencia simbólica entre pene y niño (Freud, 1994a).

Es posible considerar la teoría freudiana, en torno a la diferenciación sexual, un retorno al modelo anterior al Iluminismo. Alude a una única energía de la pulsión sexual (la libido), que pertenece siempre al orden masculino, sin importar que aparezca en el hombre o la mujer, y a un único significante para el deseo (el falo, la sexualidad femenina no alcanza esa prerrogativa), y apreciarse, en efecto, que el falo freudiano es el equivalente al “calor vital” postulado por Galeno. Según Freud, la mujer tenía una primera fase de orden masculino (donde el clítoris sería la zona erótica rectora) y sólo posteriormente tendría una fase propiamente femenina, derivada precisamente del fracaso de su quehacer fálico. Por lo demás, la castración es vista por la niña como una pérdida y por tanto puede leerse como una imperfección en relación a la anatomía no cercenada del hombre. Más aún, cuando Freud establece las diferencias entre la sexualidad del hombre y de la mujer, instituye, de todas formas, la diferencia a partir de las mismas bases biológicas que sustentaban la “inferioridad” o al menos el extrañamiento de la mujer de la vida pública, que las utilizadas durante el Siglo de las Luces, cuando la mujer estaba “condenada” a la maternidad. Freud suponía, como hemos visto, que la feminidad normal sólo se daba cuando la mujer renunciaba al falo propiamente tal, pero aceptaba a un hijo como sustituto. Es decir, la feminidad normal, tanto para el Iluminismo como para Freud está signada por el deseo de ser madre. Desde esta perspectiva, resulta claro, que:

Ya no en un plano fisiológico ni anatómico, pero sí netamente científico, la teoría psicoanalítica también contribuyó a la creación de una imagen de mujer pasiva e inmovilista. El conservadurismo femenino tendría origen en la temprana castración psicológica que experimentan las niñas. (Araya, 2006, p. 8)

Freud, al fin y al cabo, validó por medios científicos la inferioridad de la mujer, y por lo tanto se inserta en la misma línea en la que:

A fines del siglo XIX, las ciencias médicas y biológicas se hicieron cargo de las demandas políticas en vista de la creación de dos sexos biológicamente distintos, a los cuales correspondería lugares y papeles diferentes “por naturaleza”. Así, la mujer burguesa no es sólo madre por vocación natural, sino que sus propios deseos sexuales están orientados y limitados por esa función. (Cornejo, 2009, p. 147)

De este modo, creemos que en Freud opera una relación binaria entre hombre y mujer que desde sus orígenes difirió/excluyó a uno de esos términos. A partir de lo discutido, creemos que Jelinek ejecuta en La Pianista un movimiento deconstructor que revela como escritura la diferenciación sexual hombre/mujer construida a partir de las elaboraciones de Freud y que ese movimiento permanece en suspenso en su fase de inversión. Dicho de otro modo, la novela expone la forma en que dicha configuración de la sexualidad femenina es un dispositivo de saber/poder que ha puesto en posición de inferioridad a la mujer y que, como todo poder, ha contribuido a constituir subjetividades femeninas.

3. Erika Kohut: deconstruyendo la ligazón madre-hijo y la fantasía de castración

Abordadas ya las especificaciones que hizo Freud de la sexualidad femenina y propuesto un lugar para la teoría freudiana (al menos en lo referido a lo aquí discutido) en la construcción de la diferencia sexual, resulta pertinente analizar La pianista según lo propuesto. Lo que intentaremos a continuación, como ya fue expuesto, es proponer una lectura sostenida en el hecho de que Jelinek pone en juego en su novela, un procedimiento de deconstrucción de las elaboraciones freudianas sobre la sexualidad femenina, donde por medio de su despliegue y operación sobre una subjetividad, realiza un movimiento de inversión en que revela cierto saber/poder como escritura. Se trata, al mismo tiempo de una denuncia al modo en que ciertos dispositivos “naturalizan” la posición de inferioridad de la mujer. Sostendremos que la narración, por tanto, exhibe la forma en que ciertas construcciones teóricas (psicoanalíticas canónicas) imponen identidades creadas a los sujetos, poniendo en funcionamiento ciertos regímenes de práctica. Suponemos que Jelinek expone las elaboraciones freudianas como portadoras de una ideología (la inferioridad femenina), explicitando por medio de la narración a la ideología como fuerza que opera para producir un cierto tipos de sujeto dentro de cierto significado (Coward & Ellis, 1977).

No es casualidad (apartando la obviedad biográfica de la novelista) que Jelinek sitúe su novela precisamente en Viena, donde la teoría freudiana se desarrolla3. Es precisamente en la capital austriaca en que se ha elaborado la teoría que supuso a la mujer un ser castrado que llegado el momento, al realizar tal descubrimiento, asume su posición masoquista de inferioridad. La idea que Jelinek despliega en la novela se vincula con el hecho de que planteamientos teóricos como el freudiano instalan en las mujeres valores que le son atribuidos desde un lenguaje masculino y frente al cual no tienen más alternativa que mimetizar ese lenguaje: puesto que la mujer no tiene modelos propios, debe imitar modelos construidos (Moreno, 2005).

Erika Kohut, la protagonista de la novela, es una pianista frustrada que ejerce como profesora de piano en el Conservatorio de Viena, y que pronta a cumplir cuarenta años, vive con su madre. Es relevante que Erika, como es un hecho recurrente en los personajes de Jelinek, se dedique a la música, pues Jelinek se encarga de hacernos notar que en Viena (la ciudad asolapada a la que en apariencia sólo le interesan el arte y la música) la música es un arte del orden masculino (a pesar de ser ella misma femenina): los grandes compositores son hombres y la mujer sólo puede acceder en su condición de intérprete (Jelinek, 2005b). Erika nació luego de veinte años de matrimonio y su padre está interno en un hospital para enfermos psiquiátricos. Desde el inicio de la novela, Jelinek no tiene cuidado en hacer notar la relación estrecha pero ambivalente que existe entre la pianista y su madre. El vínculo simbiótico entre ambas se caracteriza por la pretensión de la madre de Erika controlar todos los aspectos de su vida. Ella, no sólo ha tenido una influencia decisiva en el interés de Erika por la música y supo sostenerlo desde su infancia con rigurosa disciplina y expectativas elevadas, sino que además vigila e interviene en todas las decisiones de la hija, intentando, como si se tratara de una niña, mantenerla alejada de todas las tentaciones que pudieran distraerla de su quehacer musical: la madre llega al extremo de ir con frecuencia a buscar a su hija a la salida del conservatorio en que dicta clases. La ambivalencia de la relación se evidencia desde las primeras páginas del libro: Erika llega a casa con algo de retraso y su madre registra sus cosas hasta encontrar un vestido que Erika ha comprado, sin su permiso, mermando los ahorros destinados a la adquisición de una vivienda. La madre regaña a Erika y le ordena que deje esos vestidos en el armario. Erika obedece, pero al registrar el armario descubre que faltan otros vestidos (en su ausencia, la madre se deshace de las compras de Erika):

Erika da gritos furiosos a su superiora y se abalanza sobre la madre, agarrándose de su cabellera teñida de rubio oscuro, con raíces grisáceas (…) Ahora tironea las greñas que ella misma ha contribuido a embellecer. Las arranca con furia. La madre llora. Al final, Erika tiene las manos llenas de mechones de pelo y los mira enmudecida y con sorpresa (Jelinek, 2005c, pp. 11-12).

Luego, sin embargo, apenas momentos después del incidente:

La hija vuelve al salón y llora a causa de la alteración. Insulta a la madre, vulgar canalla, pero espera que en seguida se reconcilien. Con un beso cariñoso (…) Erika solloza con más y más fuerza y comienza a sentir remordimientos; la mamaíta que se sacrifica en cuerpo y alma (Jelinek, 2005c, p. 12).

Ahora bien, un detalle del texto intenta revelar la naturaleza de la ira de Erika, cuando se observa con detención el motivo de la discusión. Como se ha dicho, la madre de Erika secretamente hace desaparecer los vestidos de la pianista durante sus ausencias. Léase el momento en que Erika descubre que:

Por ejemplo, hoy nuevamente falta algo, el traje gris oscuro de otoño. ¿Qué ha ocurrido? En el mismo momento en que Erika se percata que falta algo, sabe quién es la responsable. Es la única persona que ha podido hacerlo. ¡Cabrona¡ ¡cabrona¡ (Jelinek, 2005c, p. 11).

La naturaleza del reproche parece inequívoca. Erika se da cuenta al observar su armario (que es por lo demás, el espacio de su imaginario de feminidad y de su escasa libertad: ahí guarda los atuendos que la madre rechaza) de cierta carencia, de cierta falta, que es metáfora de su castración (de algo que tuvo y ha desaparecido) y sabe en el momento en que se da cuenta de esa desaparición que sólo su madre puede ser la responsable, esto es, que es su madre quién la ha parido castrada o en falta. De ahí que su hostilidad se desate en ese momento, como rebeldía frente a la castración por herencia materna. La frustración de Erika simboliza el desengaño, y sobretodo la sensación de perjuicio al descubrir la niña el aparente cercenamiento del genital masculino y al hecho de saber quién es la única persona que ha podido parirla y castrada. Erika reclama a la madre cierta desaparición o carencia, lo que hace recordar a Freud cuando alude a que la queja por la castración aparece oculta en distintos reproches que aluden siempre a algo de lo que la madre privó. La rabia de Erika y los golpes que descarga sobre su madre cumplen también la función de desahogar el desprecio por la madre que no ha sabido que la hija aprecie su cuerpo castrado, su cuerpo de mujer, toda vez que le prohíbe usar vestidos y la conmina a condenarlos al armario irremediablemente. La ira de Erika emerge por el hecho de que su madre al deshacerse de sus vestidos (¡la acumulación como sustituto fálico, evidentemente!), le recuerda la castración y de esa manera instala la idea de carencia y la envidia del falo. Sin embargo, en el momento siguiente a la ira, vuelve a emerger la ligazón sostenida en el vínculo de amor:

La madre cede de buena gana; no puede enfadarse seriamente con su hija. Bueno, ahora prepararé un café y lo tomaremos juntas. Durante la merienda, Erika siente aún más compasión por la madre y los últimos restos de ira desaparecer comiendo bizcocho (Jelinek, 2005c, p. 12).

La hostilidad desaparece o se aplaca a propósito de la alimentación. Emerge la figura de la madre que nutre y que está en estrecha relación con el momento en que era objeto de amor, el período pregenital en que satisfacía las necesidades básicas y en que la niña creía en la universalidad del pene y sobretodo en que su madre era poseedora de un falo.

Jelinek, a quién no podría acusarse nunca de narradora ingenua, no escatima esfuerzos en intentar instalar una metáfora del momento preedípico, en tanto en tanto relación dual, en donde la tercera figura, el padre, ese rival inoportuno, apenas presente en el campo psicológico, pero que debe configurar el triángulo, está ausente. El texto describe el momento en que Erika y su madre llevan al padre a un sanatorio psiquiátrico, donde fue “encerrado para evitar que se convirtiera en un peligro para la humanidad” (Jelinek, 2005c, p. 17), y donde no recibe visitas. Se ilustra además que la figura paterna ha estado ausente incluso desde antes de su destierro:

Erika se acerca al final de la treintena. Por edad, la madre podría fácilmente ser su abuela. Erika vino al mundo después de muchos años de arduo matrimonio. El padre cedió de inmediato el bastón de mando a la hija y desapareció de la escuela. Erika aparece, él desaparece. (Jelinek, 2005c, p. 7)

Padre ausente. No hay triángulo posible, sólo una relación dual, una intensa ligazón-madre marcada por la ambivalencia por la herencia de la castración. La idea de que, en efecto, la madre funciona como un extraño objeto de amor para Erika aparece expuesta explícitamente en múltiples momentos. Jelinek insiste:

Todavía tiene una mamaíta y no necesita perseguir a ningún hombre. Tan pronto se introduce un nuevo pariente en esta familia, es rechazado y expulsado. Se rompe toda relación con él apenas queda en evidencia –como ya era de esperar– que es inútil e incapaz. Con un martillito, la madre va golpeando los miembros de la familia y los ausculta y califica uno a uno. Los califica y los descarta. Analiza y rechaza. De este modo no aparecen parásitos deseando uno y otro día cosas que uno quiere para sí. Nos bastamos a nosotros mismas, ¿no es verdad, Erika?, no necesitamos a nadie (Jelinek, 2005, p. 17).

Jelinek no sólo narra, sino que además guía una lectura. Y esa lectura, desde la teoría freudiana, parece obvia y literal: la colusión de Erika y su madre para mantener este orden preedípico puede leerse como un intento de rechazo de la castración y de paso, por lo tanto, de anulación de la envidia del pene: si no hay castración, no hay envidia posible. La relación madre-hija, donde se rechaza la inclusión de un tercero, perpetúa el momento preedípico, es decir, el momento en que sólo la madre es objeto de amor. La prolongación de la fase de ligazón-madre funciona como un rechazo de la castración, porque el hecho de que la madre continúe siendo el objeto de amor, sólo es posible si la niña aún no ha descubierto su propia castración y sobretodo si no ha sido visible aún la castración en la madre. Es decir, preservar el momento preedípico, preserva la idea de la universalidad del pene y por lo tanto enajena la idea castración. El texto dice literalmente: Erika no necesita hombres, porque aún tiene a su madre: es decir, aún no necesita hombres, porque aún no descubre que ella y su madre están castradas, por lo tanto, no necesita buscar en los hombres la expectativa que su madre puede satisfacer. O bien: a pesar de que Erika ha descubierto su propia castración, rechaza la castración de la madre y cree poder encontrar en ella lo que le ha sido negado. Debe recordarse que, según Freud, el deseo que la niña dirige hacia el padre cuando cierra el preedipo e ingresa al complejo de Edipo es el deseo de recibir, por parte de su padre, el pene que su madre le negó. Por lo tanto, el ingreso al Edipo positivo implica explícitamente el reconocimiento de la castración. Pero en Erika Kohut no hay triángulo posible, ni es posible concretar el desasimiento de la madre: “A partir de consideraciones artísticas de carácter general y cuestiones humanas de tipo individual, Erika concluye: jamás podría someterse a un hombre después de haber estado sometida a la madre durante tantos años” (Jelinek, 2005c, p. 17). La madre, ciertamente, se encarga de mantener el estado de las cosas: “La madre es contraria a un matrimonio tardío de Erika, porque mi hija no puede ser reducida a un casillero y jamás podría someterse. Así es ella” (Jelinek, 2005c, p. 17). O bien: “La madre advierte a Erika contra la horda envidiosa que a cada paso intenta destruir lo conseguido y que casi siempre es de sexo masculino. ¡No permitas que te distraigan¡” (Jelinek, 2005c, p. 17). De lo que se trata es de anular cualquier posibilidad de romper la dualidad preedípica:

La adolescente vive en una reserva de veda permanente. Es protegida de influencias y no se la expone a tentaciones. La veda no vale para el trabajo, solo para la diversión. La brigada femenina, la madre y la abuela, esta lanza en ristre para protegerla del cazador masculino que está al acecho; si fuera necesario, espantarían al cazador con argumentos contundentes. Las dos mujeres ya envejecidas y con sus órganos genitales resecos y atrofiados se abalanzan sobre cualquier hombre para que no pueda acercarse a la cría (Jelinek, 2005, p. 37).

Resulta evidente que las interacciones entre Erika Kohut y su madre pueden caracterizarse a partir del “estrago de la relación madre-hija”, debido al final abrupto del momento preedípico una vez descubierta la castración por herencia materna. De acuerdo a la teoría freudiana, el estado de las cosas en la vida de Erika sólo podría derivar en un conflicto psíquico. Para empezar, en una dificultad para encontrar la vía hacia la feminidad normal. Las vías hacia la exploración de lo femenino aparecen sepultadas, ciertamente, en el caso de la pianista. Su madre rompe o vende los vestidos que ella compra y no le permite usar maquillaje: “La falda a cuadros de Erika cubre exactamente hasta las rodillas, ni un milímetro por debajo ni uno por encima. Además, una blusa de seda cubre su torso a la medida” (Jelinek, 2005c, p. 49), por otra parte, “Erika no es guapa, si quisiera serlo su madre se lo prohibiría” (Jelinek, 2005c, p. 30). De este modo, y siguiendo a Freud, podemos señalar que se produce un rechazo a intentar mitigar el horror de la castración, que es lo que supone Freud se intenta cuando se utilizan sustitutos fálicos. La castración produce horror y a fin de mitigar ese horror es que se utilizan sustitutos fálicos (Freud, 1994g). “La multiplicación de los símbolos del pene significan castración” (Freud, 1994g, p. 270). Erika no sólo no multiplica los símbolos fálicos, sino que los rechaza por completo, salvo, claro está, cuando están atiborrados en su armario.

Cuando Jelinek reconstruye la teoría freudiana en los personajes de La pianista lo que está haciendo es desmontar o poner al descubierto el modo en que la teoría es sólo un reflejo de una ideología: la inferioridad de la mujer (López, 2004), y de la forma en que esa teoría, cuando está particularmente legitimada, contribuye a crear identidades, ya que como suponen Guattari & Rolnik (2005), las subjetividades son producidas por agenciamientos de enunciación. Las ideologías, como plantea Althusser, “son discursos estructurados independientes de toda subjetividad individual, es decir, no son producidos por sujeto alguno, sino que moldean y constituyen a los sujetos en un sistema de representaciones” (Althusser en Larraín, 2008, p. 65). La lógica que sustenta al texto es entonces exponer como las teorías instalan ciertos regímenes de práctica. Erika, castrada, es condenada a la envidia del pene y a la persecución de un estereotipo (la música en Viena, por ejemplo) desde un orden masculino. Desde esta lógica es obvio que aparezcan en la novela los episodios que dirigen el comportamiento de Erika precisamente desde la lógica de la envidia del pene. Obsérvese un episodio en que se narra la adolescencia de Erika y, en particular, el encuentro con un primo durante una reunión familiar. El primo de Erika, que también es adolescente, posee habilidades gimnásticas y realizan juntos algunos ejercicios. Producto de los movimientos, Erika cae al suelo de bruces y su boca queda frente al genital de su primo:

El paquetito rojo cargado de sexo comienza a balancearse, nota sugerente ante sus ojos. Es propiedad de un seductor al que nadie se resiste. Tan sólo por un instante apoya en él su mejilla. Ni ella sabe por qué. Al menos una vez quiere sentirlo, quiere tocar con los labios esa resplandeciente bola de Navidad. Durante un instante es ella quien recibe ese paquete. ELLA lo roza con los labios, ¿o quizás fue con el mentón? Ocurrió sin que ella se lo propusiera (…). Cuánto desea que este instante se prolongue, es tan bello… (Jelinek, 2005c, p. 46).

Existe una relación de equivalencia entre la vagina y la boca (Doltó, 1984) que permite comprender de modo más acabado este texto. Jelinek ironiza en este pasaje con la idea de la mujer “castrada” de no renunciar a recibir alguna vez un pene. Nótese que en la escena descrita, Jelinek pone énfasis en la posesión del genital masculino de parte de Erika y no en el hombre en tanto portador del pene. Probablemente uno de los episodios en los que de modo más notable despliega Jelinek las “consecuencias perversas” de la idea castración aparece en la ocasión en que Erika visita un barrio rojo de Viena y entra a un sex-shop y a un peep-show. Ese día, valiéndose de que su madre no ha ido a recogerla al Conservatorio, se dedica a ciertos pasatiempos que realiza con frecuencia. En un barrio que Jelinek describe como atestado de turcos y serbocroatas, entra a un recinto donde se realiza un espectáculo de peep-show. Se ubica en uno de los cubículos y sin prisa desliza monedas para contemplar a mujeres desnudarse:

¡Todo el espectáculo está hecho para ella¡ Aquí no se admiten mujeres contrahechas. Se busca belleza y una buena figura. Cada una ha de someterse a un minucioso control físico, ningún empresario quiere que le den gato por liebre. Lo que Erika ha conseguido en el escenario de conciertos, aquí lo logran otras mujeres en su lugar (Jelinek, 2005c, p. 57).

Jelinek está desplegando las características y condiciones que supone la teoría de Freud sobrevendrían en la mujer que no ha admitido la castración: el complejo de masculinidad. Se trata, evidentemente, de una denuncia, la denuncia de la forma en que un constructo teórico impone una dictadura de la construcción de subjetividades: la mujer castrada, que no admite esa castración, irremediablemente termina o bien negándose a la sexualidad (renunciando a su quehacer fálico) o bien deviniendo en masculinidad o en elección de objetos homosexuales. Erika está en un peep-show, protegida dentro de los cubículos, que son el sitio desde donde “lo castrado” podría observar sin revelar su propia castración:

Así se saca lustre a los triángulos velludos, porque esto es lo primero de lo primero que miran los hombres: en ese sentido existe una regla infalible. El hombre mira a la nada, mira a la simple carencia. Primero dirige su mirada a esta nada, después sigue el resto de la mamaíta (Jelinek, 2005c, p. 56).

Al situarse del otro lado, como espectadora de la carencia, Erika, niega en cierta forma, ser portadora de esa carencia. Obsérvese, además, que luego el texto retorna a una posición vinculable a la negación de la envidia del pene: “Erika mira atentamente. No para aprender. En ella nada se conmueve ni excita. Pero aún así tiene que mirar (…) La plataforma rotatoria en que se encuentra la bella mujer continúa girando. Sigue y sigue mirando. Ella es tabú para sí misma. Nada de tocarse” (Jelinek, 2005c, p. 58). Esto es interesante por el hecho de que primero se niega la excitación y la autoerotización, con lo que se instala la renuncia al quehacer fálico (y eventualmente a la sexualidad en general). Aparece en segundo término otra cuestión interesante vinculable a la utilización de la palabra tabú. No puede obviarse, sobretodo en relación al tema que se discute, la alusión a El tabú de la virginidad (1918) de Sigmund Freud. Freud indaga en dicho texto en el imaginario prohibitivo en torno a la virginidad en ciertos pueblos primitivos. Dice que donde hay un tabú existe un temor y dictamina que el tabú de la virginidad está asociado a la diferencia anatómica femenina y por tanto a la castración (Freud, 1994h), que, de acuerdo a Freud, concita el horror en el hombre (Freud, 1994g, 1994i). Erika al hacer un tabú de sí misma, denuncia, al mismo tiempo que su renuncia al quehacer fálico, su temor al reconocimiento de su castración. La prohibición que impone sobre su propio cuerpo guarda relación con el hecho de evitar la evidencia de su propia castración y, por lo tanto, de asumir que, al estar del lado de los cubículos, está del lado que no le pertenece. Los cubículos, en efecto, la protegen de la contemplación de su diferencia en sus compañeros de peep-show. Al construir la novela de modo en que la teoría freudiana aparezca sugerida de modo tan exacto debe leerse como la denuncia a una teoría que construye una lógica de diferenciación sexual que coloca a la mujer en posición de inferioridad y que, por lo tanto, la alieniza de su propio cuerpo. Tal como en Deseo Jelinek reflexionaba en torno a cómo instituciones como la familia o el matrimonio ponían a la mujer en posición de objeto (Jelinek, 2005b) en La pianista, instala la cuestión acerca de cómo los dispositivos sociales que inferiorizan a la mujer construyen una identidad y la imponen y terminan provocando, como en la novela de Jelynek, que se desprecie su propia condición femenina y no se atreva a explorarla de modo cabal. Esa dictadura, esa construcción de identidad en tanto ser castrado que se asume inferior, es la que provoca la “rebelión” de Erika. Todos los esfuerzos que realiza en la novela están dirigidos, en efecto, a negar la castración y no permitir el acceso de lo propiamente femenino, que está negado por la construcción de la idea de feminidad, pues lo femenino no existe, lo femenino ha sido construido sólo en relación a la identidad masculina y no tiene distinciones particulares. Erika busca algo que no puede encontrar, algo que está vedado. La teoría freudiana condena a la mujer a quedar reducida sólo a goces de orden fálico, nada propiamente femenino aparece sugerido. Y esa idea construida de feminidad es la que Jelinek expone y al exponerla, la denuncia. Es relevante el hecho de que, en distintos pasajes de la novela, Jelinek decida a aludir a Erika, nombrándola simplemente como ELLA (así, en mayúscula), como un intento de preservar o instalar algo de naturaleza femenina en el devenir de la pianista.

No es extraño, por lo tanto, que cuando Erika emprende una relación con Walter Klemmer, un adolescente con estudios técnicos de electricidad y que asiste a clases con Erika en el conservatorio, esa relación esté marcada por la ambivalencia (la herencia según Freud, de una intensa ligazón-madre preedípica, el estrago inevitable de la relación madre-hija). Tampoco es extraño sea una relación sadomasoquista (la mezcla entre la posición pasiva que como mujer Erika debiera, pero se niega a asumir, para no resignar la posición masculina, activa). Tampoco es extraño su negación a concretar una relación sexual: es la mujer castrada que como en El tabú de la virginidad no quiere ser expuesta a la propia castración. No extraño tampoco que, al finalizar la novela, Erika se autoagreda con un cuchillo. ELLA, el ser castrado, no ha aprendido a valorar su cuerpo. Merece un castigo, y lo merece sobretodo porque es entonces, cuando se decide a ser mujer, que fracasa de modo más estrepitoso: al utilizar un vestido, de esos que su madre le ordena ocultar, y salir a buscar a Klemmer. La revelación de lo femenino (a pesar de que se femenino aparece en un orden de imposición cultural) debe ser castigada.

4. Notas finales

Para finalizar, creemos Jelinek fue consciente de recrear en las subjetividades de la novela las especificaciones de Freud a la teoría freudiana (sobretodo del hecho de la castración femenina): el hombre mira a la nada, mira a la simple carencia. Es consciente, además, de que desde esa producción de saber/poder la mujer es vista desde la lógica de lo carente, lo incompleto, lo que está en falta y lo que consigue es demostrar, por medio de la narración, el carácter ideológico de ciertas categorías psicológicas (Braunstein, 1981), y sobretodo la forma en que ciertos discursos y prácticas de la psicología se articulan con formas propias del poder moderno, instalando mediante categorías psicológicas, formas o regímenes de subjetivación (Kaulino & Stecher, 2008), donde el psicoanálisis más que un entramado de discursos teóricos es un

Conjunto de artes y destrezas que implica la vinculación de pensamientos, afectos, fuerzas, artefactos y técnicas que no solamente fabrican y manipulan al ser, sino que fundamentalmente, lo ordenan, lo enmarcan, lo producen, lo hacen pensable como un cierto modo de existencia que debe abordarse de una manera específica (Rose, 1996, p. 13).

Proponemos, en definitiva, que lo que Jelinek despliega en La pianista es por medio de su efecto sobre una subjetividad ficticia, una deconstrucción de la teoría freudiana de la sexualidad femenina en tanto dispositivo ideológico que fabrica subjetividades.

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Notas

1. Texto en el que, entre otras cosas, Freud describía una posición femenina de orden pasiva y masoquista. La posición masoquista o femenina no era, desde luego, exclusividad de la mujer, pero se le atribuía dicho posicionamiento de modo privilegiado en la teoría freudiana.

2. Etapa del desarrollo psicosexual en la cual, según Freud, la gratificación sexual se hallaría en el falo.

3. El psicoanálisis de Freud es llamado la Primera escuela de Viena. La segunda es la adleriana y la tercera, la logoterapia de V. Frankl.